El árbol estaba solo. No había nada a su
alrededor. Su último recuerdo, de hace unos días, —sí, los árboles tienen
memoria, aunque funciona algo diferente a la de las personas— fue en el bosque,
entre sus compañeros. Es verdad que él era pequeño, prácticamente un crío, si
utilizamos la terminología humana, no obstante, sus anillos eran cada vez más
numerosos, pero también era perfectamente consciente de todo lo que le rodeaba.
Los árboles, a pesar de lo que cuentan las leyendas
no hablan. Eso son palabrerías. En realidad, no les hace falta porque son
capaces de comunicarse de una forma muy eficaz: comparten pensamientos. Sus
hojas son capaces de bailar al son de los vientos, ya sean débiles o fuertes y
en su movimiento, que a todas luces parece natural y en correspondencia con los
aires, son capaces de producir leves vibraciones que otras hojas captan y que
les permiten transmitir la información que desean. Un árbol puede comunicarse
con otros árboles y también consigo mismo. Y lo hacen precisamente mediante sus
hojas. Los árboles tienen su propia consciencia. Y esta también es diferente a
la humana. No podría ser de otro modo. Comparten su sabiduría ancestral que no
se pierde jamás. Se transmite de unos a otros desde hace millones de años y
seguirá así por siempre. Nadie se ha preocupado nunca en averiguar cuánto saben
los árboles, pero les aseguro que es tanto que no podríamos siquiera acercarnos
con todo lo que nosotros, las personas, creemos saber a una millonésima parte
de lo que ellos saben.
Por supuesto los árboles también pueden sentir.
De hecho, solo comunican sus emociones, nada de palabras. Y, como podrán imaginar,
no lo hacen como los seres humanos. Sus emociones son diferentes, totalmente
diferentes. No son comparables, pero, sin embargo, podríamos asemejar algunas
de ellas a las nuestras para intentar —solo intentar— comprenderles. Así pues,
los árboles pueden sentirse solos. Y, en verdad, se sienten solos en ocasiones
puntuales y lo manifiestan manteniéndose totalmente quietos, sin que ni una
sola de sus hojas se mueva. El resto de los árboles respeta profundamente esa
decisión y se limita a contemplar la soledad del árbol en cuestión hasta que decide
volver a comunicarse. A veces ocurre que alguna rama con sus hojas o incluso alguna
hoja de forma individual se detiene porque se siente sola. Así de complejas son
las emociones de los árboles. Pero hay veces en las que los árboles piden ayuda
y sus hojas quieren moverse para gritar, para chillar, para expresar su
angustia. Y en algunas ocasiones, el aire, que es el gran aliado de los árboles
en su comunicación, no acompaña y las hojas no son capaces de manifestar sus
emociones y de transmitirlas. En esas ocasiones, los árboles se sienten profundamente
solos, terriblemente solos. Les puede pasar incluso estando rodeados de otros
árboles. Podría parecernos que no tiene mucho sentido, pero si miramos en lo
más profundo de nuestro ser, eso también nos puede suceder a nosotros, de hecho,
nos sucede más habitualmente de lo que pensamos y deseamos. También sucede en
ocasiones que un árbol está realmente solo, aislado, separado de los demás. Esto
no es habitual, es cierto, porque los árboles son tan sensibles que, aunque nosotros
no veamos ningún otro alrededor, ellos son capaces de comunicarse a larguísimas
distancias, pero en ocasiones, sucede. Y cuando ocurre el árbol se siente profundamente
solo. Es una sensación terrible, angustiosa, que les produce una insondable
aflicción que, por mucho que intente describir, es materialmente imposible de
entender para nosotros. En esos momentos el árbol llora, llora desconsolado, y
si se prolonga su soledad durante mucho tiempo, puede llegar a marchitarse y
morir. La soledad es el mayor desasosiego que un árbol puede sufrir.
Nuestro pequeño árbol estaba solo, chillaba,
gritaba, lloraba, intentaba comunicarse desesperadamente con algún otro árbol,
pero no tenía suerte. Ninguno parecía estar ahí para él. Recordaba
perfectamente como hacía muy poco tiempo —aunque advierto que para los árboles
el concepto de tiempo es, al igual que otras cuestiones que ya he explicado,
muy diferente al nuestro— estaba rodeado de muchos otros árboles y, de repente,
todos habían desaparecido. Así, sin más. El pobre árbol estaba desconcertado,
sufría mucho su soledad. Además, apenas percibía luz y la que le llegaba era
diferente, distinta, no encontraba una explicación coherente, pero no le
parecía una luz procedente del sol. Y no lo era. Era la luz de una bombilla. Esa
era la luz que le iluminaba. Le parecía pobre, muy pobre, le entristecía. De
repente, sintió que otras luces arrojaban rayos de luz contra él que podía
percibir perfectamente. No eran su sol, ni mucho menos, pero eran varias y provenían
de distintos lugares, como si se hubiera dividido el sol en muchas, muchas pequeñas
estrellas que le alumbraban. Y aunque no era gran cosa, al árbol le sintió bien
y su ánimo mejoró ligeramente. Entonces percibió que sus hojas se movían, que
sus ramas se tambaleaban, notó como algunas se doblaban con cuidado y
recuperaban aproximadamente su posición tras unos instantes. Le recordó a días
de lluvia y también le vino a la memoria días ventosos, pero había algo
diferente, no sabía decir bien qué era, pero lo percibió. Notaba una presión distinta
en sus hojas y en sus ramas, entonces intentó comunicarse, pero no recibió
respuesta. Lo hizo de nuevo con más brío, a pesar de que sabía que el esfuerzo
terminaría agotándole. Pero no logró percibir contestación alguna. De repente,
algo pareció mover sus hojas más bajas de forma diferente, era un movimiento
más sutil, más suave, como caricias, aunque no podía entender exactamente de
qué se trataba, ni qué le estaba diciendo, intuyó que algo estaba intentando
comunicarse con él. Le pareció raro no poder entender lo que decía, pero
concentró su atención en el movimiento de sus hojas para intentar descifrar el
sentido del mensaje. Eran emociones, como todos los mensajes que se transmitían
los árboles, no se trataba de palabras que para ellos son una forma de
comunicación muy atrasada, pero las emociones que percibía le resultaban
incomprensibles. Deseó más que nunca poder estar con sus compañeros para poder
expresarles lo que estaba sintiendo, pero no lo consiguió. Siguió percibiendo
esas emociones extrañas durante un buen rato, tanto que sin darse cuenta dejó
de sentirse solo y comenzó a percibir una extraña emoción nueva en él. Era
alegría.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 25 de diciembre de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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