El último día.

 


Siempre hay un final. Es irremediable. Al menos para los seres humanos, para nuestro entendimiento, para nuestra razón —puñetera razón sincopada al devenir del tiempo—, para la forma en que interpretamos la realidad que nos rodea. El final, sea maldito o no, siempre llega. Es indisoluble a nuestra vida, a lo que conocemos como vida; nuestra vida empieza y nuestra vida acaba y asumimos que todo lo que nos rodea responde a los mismos principios de inicio y fin. El inicio llega, es impredecible, pero elucubramos para anticiparnos y erramos consistentemente, por paradójico que pueda parecer, repitiéndonos una y otra vez, a pesar de la linealidad de nuestro tiempo. El fin está ahí, atento, al acecho, esperando con parsimonia, exasperante en su flema, exultante en su paciencia, imperturbable. A veces sonriente, sabedor de que su momento va a llegar de forma inexorable, a veces taciturno, incapaz de sentir compasión, siquiera empatía por aquellos que viven deseando que no exista ese último instante, ese momento final que podrá marcarnos para siempre, que podrá determinar nuestro futuro inmediato o distante. A nosotros solo nos queda asumir con resignación o alegría su llegada, con odio o esperanza que acontezca. Podemos desear que no aparezca o ansiar su venida, pero en el fondo nos entregamos a su nueva.

 

Nunca alcanzaremos a entender si la vida nos determina por su principio y su final o si es el tiempo el que nos hace vivir como lo hacemos por encontrarnos dentro de su linealidad. Es cierto que el principio de la vida, el inicio de nuestra existencia, resulta irrelevante para nosotros, si bien en otros puede producir incontables emociones, pero desde el momento en que tomamos consciencia de nuestra existencia, esta se convierte en un fragmento de tiempo que nos pesa como una losa, en un pedazo de hilo con extremos definidos, aunque de longitud indescifrable y nos vemos sometidos a su designio e interiorizamos nuestra capitulación a su magnánimo poder. El tiempo nos conforma a su antojo por más que queramos componerlo.

 

Siempre hay un último día. Siempre lo habrá para nosotros, pero qué ocurriría si el tiempo no fuera lineal y si el tiempo no tuviera principio ni fin y si la percepción del transcurso sucesivo de instantes, uno tras otro, solo lo tuviésemos nosotros, pero pudiésemos contemplar otras disposiciones del tiempo. ¿Qué ocurriría entonces? Cómo sería nuestra vida, cómo sería nuestro devenir. ¿Qué ocurriría si supiésemos que el tiempo es cíclico, verdaderamente cíclico? Hay formas de ver la vida entre los humanos que así lo interpretan. Es difícil establecer en términos emocionales si esa forma de entender la vida es mejor o peor que la lineal fragmentada característica de la civilización occidental. De hecho, plantearlo siquiera en estos términos resulta pueril. Sin embargo, está ahí. Es una opción más o menor factible con nuestra vida. En realidad, es perfectamente compatible con el concepto lineal del tiempo porque los fragmentos de tiempo lineal pueden curvarse ligeramente y en un período lo suficientemente largo no generar deformación alguna en la forma en que vivimos. Pero qué ocurriría si el tiempo fuese absoluto, es decir, si para una vida concreta el concepto de tiempo se tuviese de forma total, y el nacimiento, la muerte y el transcurrir entre ambos hitos estuviesen presentes en cada instante de la vida de ese ser. Cómo sería entonces nuestra vida. Y qué ocurriría si nuestro tiempo vital no tuviera final, o no tuviera principio, o ambas cosas. Cómo sería nuestra vida si siempre existiésemos.

 

Es evidente que nuestra vida es el tiempo en el que discurre, pero no por obvio debemos dejarlo al lado. Y nuestra vida tiene principio y final. Todo lo demás es una entelequia. Y todo lo que nos rodea se configura como algo que ocupa un fragmento de tiempo en el tiempo porque así es nuestra vida, porque así es nuestro tiempo. El tiempo trasciende a la vida concebido aquel como lineal y aquella como transitoria, y, a pesar de que somos perfectamente conscientes de nuestro limitado periplo en él, queremos perdurar. Luchamos por perdurar. Tal vez es una cuestión genética, evolutiva. Tal vez millones de años de existencia han propiciado esta forma de vida temporal con la que la naturaleza nos incorpora a ella, pero que quiere perpetuarse como especie más allá de las limitaciones del cuerpo individual. Si este camino, que parece que es el que ha tomado la vida tal y como la conocemos es el correcto, es difícil de precisar. De hecho, es absurdo plantearse una valoración al respecto más allá de lo puramente filosófico, de la reflexión etérea que busca respuestas a preguntas insoslayables por formar parte intrínseca de nuestra razón, que no deja de ser el instrumento con el que la evolución nos ha dotado para preservarnos como especie. Lo que resulta evidente es que todo lo ordenamos conforme a la linealidad del tiempo en que la vida se desarrolla y nuestras esperanzas, nuestras ilusiones, nuestras frustraciones, nuestros desengaños, todos ellos, todos sin excepción, tienen principio y final. Como el año que se va y se celebra con la llegada del siguiente. Como ese último día del año en el que se quieren enterrar los dolores y los sufrimientos y se ansían las alegrías y esperanzas sin caer en la cuenta de que ese día, ese instante, no es más que una convención absurda, irrelevante, pero plausible y necesaria que toman los seres humanos para pretender controlar el tiempo cuando es el tiempo el que nos controla a nosotros.

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 31 de diciembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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