Pasaron muchos años. No recuerdo cuántos. El tiempo relativiza mucho lo vivido y había transcurrido el suficiente como para que no recordase con detalle lo que había ocurrido aquel día lluvioso. El rencor permanecía, ahora lo sé, aunque entonces no era capaz de reconocerlo. Estaba hundido en lo más profundo de mi ser, enterrado, escondido como si me doliese sentirlo. Desde luego había perdido las ganas de volver a aquel barrio, de hecho, durante muchos años no me atrevía a regresar, pero mis deseos de tener esa vida estaban intactos e hice todo lo que estuvo en mi mano para alcanzarla y eso me llevó a tener la maldita vida que ahora tengo.
Pasé por el instituto sin pena ni gloria. Aprobé
con suficiencia lo cual sirvió para que en mi casa me dejasen tranquilo.
Seguramente mis padres hubieran preferido que hubiese estudiado algo que me
sirviera para trabajar en algún taller o en la construcción o vete tú saber qué
otra mierda de trabajo deseaban para mí, pero me empeñé en graduarme porque
quería convencerles de que podría ser algo más en la vida. No se me daba mal
mentir. Aún recuerdo la conversación con mi madre: «… estudiaré en la
universidad. Trabajaré para pagarme mis estudios. Ya verás…». En realidad, mi
intención era estar cerca de quienes creía que podrían tener lo que yo deseaba.
Por aquel entonces no tenía muy claro que esos chavales no estarían en una universidad
pública que era, como mucho, lo máximo a lo que yo podría aspirar, sin embargo,
siempre fui testarudo y convencí a mis padres, sobre todo a mi madre —mi padre
andaba ocupado en otras cosas más importantes que hablar con su hijo acerca de
su futuro, pues estaba convencido de que no lo tenía—, de que me permitiera
seguir con el bachillerato para luego meterme en la universidad con la
condición de que no habría dinero para mis matrículas y, por supuesto,
cualquier «resbalón» —entiéndase como suspenso— supondría irremisiblemente salir de ese
ámbito educativo que tanto interés me suscitaba en apariencia.
El bachillerato fue mucho más sencillo de lo
que esperaba, aunque tampoco estoy seguro de haber esperado algo concreto. Sé que
nunca quise resaltar y también sé que a poco que me hubiera esforzado algo más
habría conseguido mejores notas y estar entre los primeros de la clase, algo
que, de otra parte, no tenía mayor mérito puesto que mi instituto estaba en una
zona bastante pobre de la ciudad y los chavales que allí estábamos teníamos
todos más o menos el mismo perfil. Ocasionalmente sobresalía algún muchacho que
se convertía en el hazmerreír de los matones y de las chicas más demandadas y que,
o caía a un profundo abismo escolar machacado por el resto, o bien era
sobreprotegido por la dirección del centro y por algún profesor que quería ver
en él alguien con futuro, lo cual, para el caso, terminaba provocando el mismo
resultado: la burla y la ira del resto, y su condena al ostracismo. Por
descontado, también terminaba siendo objeto de todo tipo de vejaciones.
Es curioso, siempre me pregunté qué
significaría para ellos «tener futuro». En mi caso lo tenía claro, pero cuando
lo decían los profesores resultaba casi hiriente. Me harté de escucharlo
durante muchos años. En mi casa no solía aparecer la frase, tal vez porque
entendían que no había futuro que esperar, pero en el colegio y, sobre todo, en
el instituto cada vez que un profesor era incapaz de controlar la clase y nos
desmadrábamos, golpeaba la mesa y nos decía que no tendríamos futuro. Eso era
algo imposible, salvo muerte instantánea. Todos tendríamos un futuro. Entre los
que estábamos allí, seguro que alguno terminaría en la cárcel, otro se
convertiría en adicto a las drogas, alguno robaría para sobrevivir, alguna se convertiría
en puta, posiblemente alguien encontrase trabajo de mecánico, carpintero,
barrendero, o vete tú a saber qué otra profesión de las que requieren pan y circo
para sobrellevar el día a día, pero estaba claro que todos tendríamos futuro.
Eso del futuro nunca fue algo que me
preocupase puesto que tenía claro el mío y ahora, en la distancia, encuentro
aquellas amenazas de los profesores excesivamente prejuiciosas y muy clasistas.
Tal vez pensaban que todos allí podríamos ser premios Nobel o tal vez asumían
que ninguno allí terminaríamos siendo nada y lanzaban esas peroratas para
hacernos sentir mal y conseguir cierto alivio por la impotencia que sentían
cuando eran incapaces de controlar a un grupo de niñatos rebeldes y maleducados.
Desde luego conmigo no lo conseguían y me temo que con mis compañeros era
igual. Si el futuro para ellos era que nos convirtiésemos en médicos,
arquitectos, jueces o similar, acertaron. No creo que ninguno de los que allí
estábamos escuchando llegara a ser nada de eso. No les he seguido la pista a mis
excompañeros, pero mucho me temo que difícilmente habrán alcanzado algún futuro
de esos que nos decían que nunca tendríamos. En cierto sentido, no me queda más
remedio que darles la razón, pero su mérito es escaso. No necesitaban ser adivinos
para acertar en sus predicciones. Y si hubieran estado en otro instituto, privado,
podrían haberles dicho que tendrían el futuro que quisiesen y, por descontado, habrían acertado.
En el fondo, eso era lo que yo quería para mí, ese futuro que no podía tener de forma automática porque había nacido donde había nacido. Nunca culpé a mis
padres, solo hubiera faltado, ellos no podían hacer más de lo que hacían. Al contrario,
en el fondo les estoy muy agradecido por más que nunca se lo haya dicho y que ahora
ya sea demasiado tarde para hacerlo. Lo cierto es que quería un futuro para mí como el que imaginaba
que tendrían esos privilegiados que vivían en el barrio donde me machacaron la
nariz.
Imagen creada por el autor con IA.
En Mérida a 14 de diciembre de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera