Diario de un viaje no emprendido (iv).





Pasaron muchos años. No recuerdo cuántos. El tiempo relativiza mucho lo vivido y había transcurrido el suficiente como para que no recordase con detalle lo que había ocurrido aquel día lluvioso. El rencor permanecía, ahora lo sé, aunque entonces no era capaz de reconocerlo. Estaba hundido en lo más profundo de mi ser, enterrado, escondido como si me doliese sentirlo. Desde luego había perdido las ganas de volver a aquel barrio, de hecho, durante muchos años no me atrevía a regresar, pero mis deseos de tener esa vida estaban intactos e hice todo lo que estuvo en mi mano para alcanzarla y eso me llevó a tener la maldita vida que ahora tengo.

 

Pasé por el instituto sin pena ni gloria. Aprobé con suficiencia lo cual sirvió para que en mi casa me dejasen tranquilo. Seguramente mis padres hubieran preferido que hubiese estudiado algo que me sirviera para trabajar en algún taller o en la construcción o vete tú saber qué otra mierda de trabajo deseaban para mí, pero me empeñé en graduarme porque quería convencerles de que podría ser algo más en la vida. No se me daba mal mentir. Aún recuerdo la conversación con mi madre: «… estudiaré en la universidad. Trabajaré para pagarme mis estudios. Ya verás…». En realidad, mi intención era estar cerca de quienes creía que podrían tener lo que yo deseaba. Por aquel entonces no tenía muy claro que esos chavales no estarían en una universidad pública que era, como mucho, lo máximo a lo que yo podría aspirar, sin embargo, siempre fui testarudo y convencí a mis padres, sobre todo a mi madre —mi padre andaba ocupado en otras cosas más importantes que hablar con su hijo acerca de su futuro, pues estaba convencido de que no lo tenía—, de que me permitiera seguir con el bachillerato para luego meterme en la universidad con la condición de que no habría dinero para mis matrículas y, por supuesto, cualquier «resbalón» —entiéndase como suspenso— supondría irremisiblemente salir de ese ámbito educativo que tanto interés me suscitaba en apariencia.

 

El bachillerato fue mucho más sencillo de lo que esperaba, aunque tampoco estoy seguro de haber esperado algo concreto. Sé que nunca quise resaltar y también sé que a poco que me hubiera esforzado algo más habría conseguido mejores notas y estar entre los primeros de la clase, algo que, de otra parte, no tenía mayor mérito puesto que mi instituto estaba en una zona bastante pobre de la ciudad y los chavales que allí estábamos teníamos todos más o menos el mismo perfil. Ocasionalmente sobresalía algún muchacho que se convertía en el hazmerreír de los matones y de las chicas más demandadas y que, o caía a un profundo abismo escolar machacado por el resto, o bien era sobreprotegido por la dirección del centro y por algún profesor que quería ver en él alguien con futuro, lo cual, para el caso, terminaba provocando el mismo resultado: la burla y la ira del resto, y su condena al ostracismo. Por descontado, también terminaba siendo objeto de todo tipo de vejaciones.

 

Es curioso, siempre me pregunté qué significaría para ellos «tener futuro». En mi caso lo tenía claro, pero cuando lo decían los profesores resultaba casi hiriente. Me harté de escucharlo durante muchos años. En mi casa no solía aparecer la frase, tal vez porque entendían que no había futuro que esperar, pero en el colegio y, sobre todo, en el instituto cada vez que un profesor era incapaz de controlar la clase y nos desmadrábamos, golpeaba la mesa y nos decía que no tendríamos futuro. Eso era algo imposible, salvo muerte instantánea. Todos tendríamos un futuro. Entre los que estábamos allí, seguro que alguno terminaría en la cárcel, otro se convertiría en adicto a las drogas, alguno robaría para sobrevivir, alguna se convertiría en puta, posiblemente alguien encontrase trabajo de mecánico, carpintero, barrendero, o vete tú a saber qué otra profesión de las que requieren pan y circo para sobrellevar el día a día, pero estaba claro que todos tendríamos futuro.

 

Eso del futuro nunca fue algo que me preocupase puesto que tenía claro el mío y ahora, en la distancia, encuentro aquellas amenazas de los profesores excesivamente prejuiciosas y muy clasistas. Tal vez pensaban que todos allí podríamos ser premios Nobel o tal vez asumían que ninguno allí terminaríamos siendo nada y lanzaban esas peroratas para hacernos sentir mal y conseguir cierto alivio por la impotencia que sentían cuando eran incapaces de controlar a un grupo de niñatos rebeldes y maleducados. Desde luego conmigo no lo conseguían y me temo que con mis compañeros era igual. Si el futuro para ellos era que nos convirtiésemos en médicos, arquitectos, jueces o similar, acertaron. No creo que ninguno de los que allí estábamos escuchando llegara a ser nada de eso. No les he seguido la pista a mis excompañeros, pero mucho me temo que difícilmente habrán alcanzado algún futuro de esos que nos decían que nunca tendríamos. En cierto sentido, no me queda más remedio que darles la razón, pero su mérito es escaso. No necesitaban ser adivinos para acertar en sus predicciones. Y si hubieran estado en otro instituto, privado, podrían haberles dicho que tendrían el futuro que quisiesen y, por descontado, habrían acertado. En el fondo, eso era lo que yo quería para mí, ese futuro que no podía tener de forma automática porque había nacido donde había nacido. Nunca culpé a mis padres, solo hubiera faltado, ellos no podían hacer más de lo que hacían. Al contrario, en el fondo les estoy muy agradecido por más que nunca se lo haya dicho y que ahora ya sea demasiado tarde para hacerlo. Lo cierto es que quería un futuro para mí como el que imaginaba que tendrían esos privilegiados que vivían en el barrio donde me machacaron la nariz.

 

 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 14 de diciembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

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