El cazador de moscas (v).


Mary no supo nada de su marido durante el resto del día. Estuvo en casa cuidando de Jeremy. Intentó amamantarlo como había visto hacer a otras mujeres. No sabía si podría hacerlo, pero resultó evidente que no fue posible. Hirvió algo de leche, retiró la nata y se la ofreció al niño cuando ya no estaba tan caliente. El niño sorbió el líquido a través de un paño que Mary utilizó a modo de biberón para el bebé. Troceó algunas manzanas que tenía en la despensa y las hizo puré. Lo mezcló con agua para licuarlo un poco y se lo ofreció al niño con sus dedos. Jeremy también lo tomó. «El niño tiene hambre», pensó Mary y estaba en lo cierto. No es que Jeremy hubiera sido abandonado en estado de inanición, sencillamente habían pasado muchas horas y el hambre había provocado en él una llantina que Mary tardó en comprender. Intentó consolarlo abrazándolo, acunándolo, cantándole algunas nanas que curiosamente aún recordaba de su infancia, aunque nunca se las cantó su madre. Pero el bebé seguía y seguía llorando, desconsolado, hambriento, a pesar de que Mary no lo sabía. No llegó a desesperarse en ningún momento. Tal era el amor que había surgido en ella hacia aquel pequeño e indefenso ser que se había convertido en un regalo divino para ella, una señal de Dios para que por fin se diese cuenta de que el sentido de su vida era convertirse en madre, a pesar de que esta conclusión no aparecía en su mente con claridad, pero su intuición, su sentimiento y sus emociones la dirigían hacia un inexorable destino que terminaría convirtiéndose en su razón de ser. 


La noche amenazaba helada una vez más y la chimenea estaba apagada. Robert era quien la encendía antes de largarse al bar. Lejos de ser un gesto amable y de cariño con su mujer, era una costumbre que había adquirido con las primeras borracheras invernales que irremisiblemente lo dejaban tirado en el estar de la casa, descamisado, helándose durante la noche y que le habían provocado una faringitis crónica que resurgía cada otoño con un carraspeo pesado que le recordaba que debía encenderla antes de salir. Mary intentó sin éxito varias veces prender la yesca bajo los leños que había colocado en el hogar con el pedernal de la casa. Desistió ante el insistente llanto del bebé, pero sabía que la noche sería fría y temía las consecuencias de no conseguir aclimatar la casa. «Robert sigue fuera…», su cabeza estaba preocupada no tanto por la ausencia de su marido sino por su regreso. Lo temía como quien teme tener una pesadilla recurrente que cada noche, desde algún acontecimiento trágico, le persigue. A Mary le perseguía desde el primer día tras su matrimonio. El niño la distraía y se concentraba en atenderle, pero no podía sacar de su cabeza la imagen de su marido, monstruoso, entrando por la puerta, apenas dejando luz entre su cuerpo y el quicio, mostrándole un mensaje de sumisión y cautiverio del que Mary no podría escapar… nunca. Ese era el pensamiento de Mary, esa era su pesadilla, pero se trataba de una pesadilla que se hacía realidad cada día, cada jodido día. Mary tenía la esperanza de que su marido llegase sumamente bebido, rozando la inconsciencia, como ocurría con frecuencia, tenía la esperanza de que se quedase tirado delante de la chimenea, aunque no estuviese encendida, había desistido, y que dejase a madre e hijo —así de rápido asumió el papel Mary— tranquilos durante lo que quedase de noche; ya de día tendría que hacer frente a las miserias de su vida. La angustia de Mary, sin embargo, no la ayudaba en absoluto a encontrar solución al dilema del sueño del niño. Antes o después se dormiría, de eso estaba segura. Suponía que ocurriría después de que se acabase la leche, pero le preocupaba que su marido llegase y se encontrase a su mujer en la cama con el niño porque sintiese el frío de la casa y no se quedase tumbado frente a las brasas inexistentes de la chimenea. Imaginaba a su marido acercándose a la cama y viendo los dos bultos. No se le pasaba a Mary por la cabeza la posibilidad de que pudiese conmocionarle la imagen de una mujer y un niño —Robert no habría asumido aún el papel de Mary como madre— durmiendo, pero, a pesar de todo, Mary tenía claro que quería dormir junto a su bebé. Había cogido las mantas de la casa y las había arremolinado alrededor del niño que había tumbado en la parte izquierda de la cama después de darle la leche. Le había preparado una suerte de reducto que le dejaba cierta libertad de movimiento, pero que impedía que pudiera caerse si se giraba o desplazaba descuidadamente. Ella se tumbó junto a él. A la derecha. En la parte de la cama que normalmente era de su marido, dejando al niño la suya. Suponía que su marido la agarraría del pelo y la arrastraría fuera de la cama, estaba pergeñando una argucia para molestarle y provocar que su violenta reacción cayese sobre ella y no sobre el niño. Es más, suponía que Robert ebrio no se daría cuenta de la existencia del niño si caía en la cama, en su lado. Esa noche, intuía, tampoco dormiría demasiado, como la anterior, y la anterior, y la anterior, y el poco respiro que, por necesidad perentoria del cuerpo, obtuviese estaría colmado con sus pesadillas.


Robert no había dejado de beber ni un instante. Se sentía confuso. Tenía la carta en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Sabía que tendría que viajar, sabía que se marcharía de su casa, sabía que ser un soldado le enfrentaría a la muerte. No sabía si sería valiente. No sabía si en el frente, en las trincheras, rodeado de barro, sucio, con hambre, aterido, reaccionaría con arrojo. Eso le preocupaba en términos pueriles, porque él era un «hombre», así lo pensaba entre trago y trago, «Soy un hombre, joder, soy un hombre…». Esas dudas que parecían merodear en su mente no eran aceptables para él y la bebida le estaba ayudando a enterrarlas bajo el peso del alcohol. Al bar llegaron los de siempre. Llegaron los compañeros de Robert, tal vez para él sus amigos, por más que nunca los hubiese considerado como tal, él no sabía tener amigos. Robert les contó lo de su alistamiento. Lo hizo orgulloso. Les mostró la carta. No quedaban dudas en sus ojos. Lucharía por su país, mataría a los putos alemanes y regresaría con todos los honores a esa mierda de pueblo. Todos se reían con él. A nadie parecía contrariar la idea. Todos le abrazaban, lo invitaban a más tragos que Robert asimilaba como quien bebe agua un día caluroso de verano. Robert pasó de la confusión a la euforia. Apretaba manos y cuerpos de forma desmedida. Lo repetía con cada hombre que se cruzaba frente a él y que apenas reconocía con su nublada vista. Quienes recibían el apretón de su embriaguez sentían el dolor que provocaba la desmesurada fuerza de Robert en sus cuerpos. Pero para el alcohol no hay límite infranqueable y finalmente el cuerpo de Robert no pudo más cuando ya no quedaban más asiduos. Cayó al suelo totalmente borracho, profundamente inconsciente con un gran estruendo. Anna Rose no lo pateó para echarle del bar como habitualmente hacía. Sabía que Mary estaba con el niño, dejó que se durmiese sobre las tablas del suelo de su bar. Lo miró desde la barra, sin el más mínimo atisbo de compasión. No sintió pena por él. Mary durmió por primera vez desde hacía mucho tiempo en paz, junto a Jeremy, su hijo.  



Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 8 de diciembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


No hay comentarios:

Publicar un comentario