Diario de un viaje no emprendido (iii).

 


Me dejaron allí. En cuanto me soltó y se marcharon me caí al suelo. No miraron hacia atrás, sencillamente desaparecieron. Yo seguía llorando de rabia, no de dolor. No sentía los pocos golpes que me habían dado. Juro que no los sentía. Pero en mi interior había algo que hervía, algo indescriptible que me llenaba de ira. No quería ponerme en pie, aunque sabía que me costaría, pero prefería seguir tumbado en el suelo, saboreando mi impotencia, llenándome de rencor, un rencor atroz que desde entonces siempre querría descargar. No hubiera podido reconocer a los dos hombres que me golpearon. No sabría decir si eran morenos o rubios, altos o bajos. Solo recordaba los ojos de uno de ellos, el que se puso frente a mí y me tiró al suelo por segunda vez. Tenía los ojos azules, de un azul intenso, maravilloso, profundo, hermoso. Fue lo último que vi antes de recibir los dos golpes que me noquearon, antes de empezar a sentir la sangre manchándome el rostro. Al poco rato, un niño se acercó a mí. No lo vi llegar porque mantenía los ojos cerrados, tumbado, como estaba, bajo el aguacero. Se agachó y me tocó la espalda. Me removí. No sentí miedo, aunque por un instante pensé que habían vuelto a seguir pegándome. Pero no era así. El niño se agachó y volvió a tocarme la espalda, apenas entendí la frase que me dijo y si la escuché no le presté atención. Pero insistió. Ojalá no lo hubiera hecho. Ojalá se hubiera marchado abandonándome allí tirado. Ojalá no hubiera estado en el jardín de su casa mojándose como yo y observando la calle desde detrás de la verja. Ojalá no hubiese salido cuando se marcharon aquellos dos hombres. Ojalá. Pero no fue así. Y salió, y se acercó a mí, y me preguntó, y, a pesar de que no respondí, persistió, y yo, como si de un pecador caído se tratase, sucumbí a la tentación de aquella voz angelical que no entendía. Me giré, abrí los ojos y miré al niño. Tendría mi misma edad. Y aunque apenas veía bien y todo estaba borroso, pude ver con total claridad sus ojos. Eran los mismos que había visto hacía unos instantes. Exactamente los mismos. Al principio me asusté. El niño también se asustó con mi reacción, pero un instante después, tras recobrar el resuello, le miré y lloriqueando le dije que me habían pegado dos hombres, que no sabía por qué lo habían hecho, que yo no había hecho nada, que solo paseaba por allí —obvié comentar que les había dicho que vivía en una de las casas de aquel barrio—, que me dolía mucho la nariz, que… fue un arrebato de verborrea entre lágrimas que el muchacho escuchó impasible mirándome con atención y curiosidad como si fuese alguien totalmente ajeno a su especie, como si fuese un extraterrestre y apenas entendiese lo que le estaba diciendo. Me detuve cuando entendí que mis palabras no estaban significando nada para él. Me ayudó a levantarme. Me apoyé en él. Era algo más bajo que yo. Era rubio. Su vestido era impoluto. Se estaba mojando como yo, pero parecía que su ropa no se empapaba mientras que la mía comenzaba a pesarme un quintal del agua que acumulaba. Tiró de mí hacia su casa, pero yo me negué. Mi reacción fue absolutamente instantánea. Pasaron por mi cabeza demasiadas imágenes, demasiadas ideas, todas ellas nefastas. Me imaginé a su padre, si es que era su padre quien me había golpeado, en la casa, esperándome, dispuesto a seguir pegándome. Lo imaginé sonriente, satisfecho, listo para la acción, mientras el niño, me entregaba a él con una sonrisa sardónica que había ocultado tras su rostro angelical. Me imaginé al padre con un cinturón de cuero en la mano y un mayordomo al lado con una toalla de un blanco purísimo para recoger la sangre que iba a derramar, pensé cientos de imágenes más, todas ellas del estilo, que iban atravesando mi mente, llenándome de miedo, un miedo cruel, inhumano, aterrador. Aunque no fui consciente entonces, la advertencia de aquel hombre de ojos azules había sido fructífera, había logrado algo que hasta entonces se me antojaba imposible: desear no estar allí. 


Como pude me deshice del niño y salí corriendo en dirección a mi casa. Estaba un poco desorientado y aturdido aún, pero no tardé mucho en encontrar la salida de aquel barrio que conocía como la palma de mi mano. No miré atrás ni una sola vez. Corrí y corrí hasta que estuve lo suficientemente lejos como para entender que ningún peligro me acechaba. En realidad, ningún peligro me acechaba, nadie iba a perseguirme, pero era una reacción paranoica bastante lógica después de lo que me había sucedido. El trabajo ya estaba hecho. No volví a aquel lugar hasta muchos años después. El único peligro al que me quedaba enfrentarme ese día estaba en mi casa, era mi madre que, tras el susto inicial, arremetería contra mí, reprochándome mi comportamiento y mi descuido e intentando averiguar qué había pasado y quién me había propinado la paliza. Yo sabía que no iba a contárselo y, en todo caso, le mentiría diciéndole que me habían pegado unos chicos mayores en el parque por alguna causa que terminaría improvisando. No era yo precisamente un niño de peleas. Y si en alguna me metí fue para recibir más que para dar. Siempre fui un tanto blandito y muchos valentones perdonavidas aprovechaban mi aparente debilidad para mostrar su virilidad. Eso me propició algunas magulladuras y golpetones, pero nada más, algo tolerable para mí que sobrellevaba con toda la dignidad que podía, que no era mucha. Pero llegar sangrando con el ojo morado y la nariz hinchada, tal vez rota, era algo distinto. No sabía si mi madre se conformaría con la explicación inventada que le contaría, pero tenía claro que la verdad se quedaría dentro de mí.


 

 

Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 3 de diciembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/

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