El cazador de moscas (iv).



No había humo saliendo por la chimenea. La casa estaría fría. Eso tranquilizó a Mary. Significaba que Robert no estaba o que aún no se había despertado y eso le daba cierto margen. No sabía bien para qué, pero esa era su sensación. A Robert no le gustaba el frío y en invierno mantenía la casa caliente quemando madera en la chimenea de piedra que él mismo había construido. Mary entró descuidada y no se dio cuenta de que Robert estaba allí mismo hasta que fue demasiado tarde. En cualquier caso, no habría podido huir. Mary nunca huía. Pero, además, con el niño en brazos habría sido una temeridad.


—¿Qué coño es eso? —le preguntó Robert nada más oír la puerta abrirse y ver entrar a Mary con el niño entre sus brazos.


Mary, sin pensárselo dos veces le espetó:


—Es mi hijo.


La mirada de Robert se encendió. Un cúmulo de pensamientos sin orden se arremolinó en su cerebro. Sintió que su cabeza quería explotar, la sangre se amontonaba en sus sienes y percibía las palpitaciones. 


—¿Cómo que tu hijo?, ¿qué cojones quieres decir? No te he follado en meses. No podías tener hijos. Estabas seca. ¿De quién es ese puto niño?


—Es mío. Es un regalo… de Dios… para mí.


—Mira —Robert se irguió y una especie de sombra cubrió el rostro de Mary. Robert era grande, «Muy grande», pensó Mary atemorizada—, más te vale que digas ahora mismo qué puta mierda es esta —Robert estaba muy alterado y el brazo derecho con el puño muy apretado se estaba izando peligrosamente para Mary, la barba estaba sucia, muy sucia—. Déjate de gilipolleces y dime qué coño es esto —Robert señalaba con el índice de su mano izquierda el bultito que Mary tenía entre sus brazos. Sus mandíbulas estaban apretadas, pero la carne flácida de su rostro apenas permitía diferenciarlas. Con sus palabras salieron de su boca gotitas de saliva que salpicaron su camisa y su barba—. Voy a matarte ahora mismo —Mary retrocedió, era la primera vez que la amenazaba así. El niño se mantenía callado.


—Es un niño, joder, no lo ves —respondió Mary atemorizada de puro miedo, pero intentando mantener cierta calma—. Estaba en el umbral. Estaba allí —señaló tras de sí hacia la entrada—. Esta mañana lo encontré en la puerta. Estaba allí, sí, allí… —repitió temblando, mientras sentía la presencia de Robert cada vez más cerca. 


—¡Mientes! —chilló enrabietado acercándose cada vez más a Mary que se encorvaba para proteger al niño y retrocedía hacia la puerta. Robert se adelantó y la cerró de un portazo. Ahora estaba justo delante de ella y su única escapatoria obstruida por el inmenso cuerpo de Robert.


Durante un instante se hizo el silencio, aterrador para Mary que solo alcanzaba a oír la respiración de Robert, era la respiración de un animal, un animal que sabía que iba a matar. 


Entonces alguien llamó a la puerta. Robert ladeó ligeramente la cabeza sin perder de vista a su presa. 


—¿Quién es? —chilló.


—Correo para Robert Brown —sonó una voz atenuada por la puerta. 


—Déjalo ahí.


—Necesito entregarlo en persona si es usted el señor Brown. 


Robert resopló. Aflojó el puño y su rictus se aflojó ligeramente. Se dio la vuelta y con ímpetu abrió la puerta. Mary respiró.


—¿Qué coño quieres?


—¿Es usted el señor Brown?


—Sí, joder, soy yo.


—Tenga —el muchacho, que apenas ocupaba la mitad que Robert, le entregó la carta—. Buenas tardes, señora —le dijo a Mary a través del escaso hueco que dejaba Robert en el quicio de la puerta. Mary no contestó.


Robert cerró con un portazo. El muchacho seguía en el umbral. Se colocó la gorra y se dio la vuelta con cierta indignación para seguir repartiendo cartas. Él no lo sabía, pero acababa de salvarle la vida a Mary y seguramente también a Jeremy.


Robert no sabía leer, pero reconoció el dibujo del sobre. Era del ejército. Por un instante se olvidó de Mary. Salió de la casa corriendo. Apenas llevaba los pantalones puestos, una camisa desabrochada y las botas. El frío le golpeó, pero no se inmutó. Sus mejillas comenzaron a enrojecer. Se dirigió al bar todo lo rápido que pudo. Sabía qué decía la carta, aunque no supiera leerla. Sabía que su país estaba reclutando a gente. Sabía que había una guerra en Europa. Sabía que la llamaban la Gran Guerra. Sabía que algunos barcos americanos habían sido hundidos. Sabía mucho, lo sabía porque lo contaban en el bar. Entró como una exhalación. Anna Rose lo miró asombrada. Robert tenía el vello de punta por el frío. 


—Ponme un güisqui. Ahora mismo. 


—Eh, eh, eh, grandullón… Tranquilidad y un poco de educación —le esperó Anna Rose—. Se dice «por favor». 


—Ponme un güisqui ahora mismo —repitió Robert.


Anna Rose vio la tensión en su rostro y se imaginó lo peor. Cogió la botella, cogió un vaso. Sirvió un trago y se lo puso delante. 


—¿Qué te pasa?


Robert dejó la carta sobre la barra. Boca abajo. Anna Rose la miró, pero no se atrevió a cogerla. 


—¿Qué es eso? 


—Dímelo tú —le esperó Robert.


Anna Rose la cogió. Miró a Robert que asintió. Anna Rose la abrió, sacó el papel y lo leyó para sí. Anna Rose sintió en envite de felicidad que tuvo que contener como buenamente pudo. Hizo un esfuerzo por entristecer su rostro y le puso el papel delante a Robert. 


—Te llaman a filas. 


—Lo sé —dijo Robert—. Hijos de puta. ¿Cuándo tengo que irme?


—Tienes que incorporarte mañana mismo. Tienes que ir a la oficina de reclutamiento más cercana. Dicen lo que tienes que llevar. Necesitas…


—No quiero saberlo —le interrumpió Robert—. Ponme otro trago. —El primero ya estaba en su estómago—. Este me lo pagarás tú. 


—Claro, claro —dijo Anna Rose sonriendo discreta.





Imagen creada por el autor con IA.

En Mérida a 26 de noviembre de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


No hay comentarios:

Publicar un comentario