domingo, 6 de agosto de 2023

Rosamundo (xvii).




La comida transcurrió con normalidad. Casiana y Alfredo estaban abajo esperando que Rosamundo llegase, y llegó. Sus ojos disimulaban bien sus últimas lágrimas, pero su cuerpo hablaba con claridad y Casiana, más experimentada en la vida que Alfredo, le preguntó por el colegio, por sus estudios, por sus clases, le preguntó tantas cosas que Rosamundo finalmente accedió a contestar algunas y su desazón fue diluyéndose entre los exquisitos platos que la mesa de Casiana ofrecía. Alfredo no veía el momento de poder disculparse porque apenas cabía su petición entre las frases de Rosamundo ofreciendo toda suerte de explicaciones a Casiana. Alfredo esperaba un silencio, un pequeño hueco en el que poder incrustar su disculpa, pero le parecía que su tía estaba haciendo todo lo posible para que no apareciese esa oquedad en la conversación. Tampoco, todo sea dicho, es que Alfredo fuese la persona más atrevida del mundo, al menos en lo que a las conversaciones se refiere, al fin y al cabo, no dejaba de ser un muchacho encastrado en la adolescencia al que le costaba, como a cualquier otro, expresar sus emociones según delante de quién. El caso es que la comida proseguía y la desolación de Rosamundo fue tornándose en contenida alegría y la expectación de Alfredo, que pensaba que se quitaría un peso de encima al ofrecerle sus explicaciones a Rosamundo, fue transformándose en resignación. Casiana contemplaba con cierto regodeo las frustraciones del sobrino y las satisfacciones de Rosamundo. No es que quisiese hacer sufrir a su Alfredo, a quien quería como a un hijo, sino más bien, quería que sintiese cierto malestar por haberle hecho daño a Rosamundo a quien comenzaba a querer como a una hija. Era, pensaba y creía ella, una lección de vida que no le venía mal a su sobrino. Llegados al postre, Casiana, decidió que sería ella la que instaría a su sobrino para que le ofreciese sus explicaciones a Rosamundo. Sabía la tía que era un momento delicado porque Rosamundo podía volver a venirse abajo y porque Alfredo tal vez no tuviera el tacto suficiente como para decírselo con delicadeza a la muchacha y por eso esperó hasta el momento que consideró adecuado para instar a su sobrino con un «Alfredo tiene algo que decirte». Mucho fue el riesgo que corrió porque Casiana comprendía el sufrimiento de Rosana y también entendía la vergüenza que sintió Alfredo. Entender no es compartir y ya Casiana le reprochó a su sobrino su comportamiento con Rosamundo. Pero la realidad es que a veces la crueldad entre los adolescentes no conoce límites e instiga a comportarse con maldad incluso a los mansos, como era el caso de Alfredo. Alfredo se vio sorprendido por la interpelación de su tía, pues ya casi había olvidado que todo aquel acto solo tenía un sentido, pero reacción con cierta templanza, impropia de muchachos, y pidió disculpas a Rosamundo por su «…estúpido comportamiento del otro día. No quise hacerte daño y sé que actué como un idiota. Lo siento». Fueron parcas palabras, pero sinceras, según intuyó Casiana, y directas. Alfredo había sido valiente y Rosamundo, que tampoco esperaba algo así, las acogió con amabilidad y agradecimiento. Las paces, si es que en algún momento hubo guerra, estaban hechas. El postre podía ser disfrutado y un bizcocho de frutas apareció sobre la mesa sacado del horno donde guardaba el calor aromatizando el ambiente con un olor que les hizo la boca agua. Alfredo ayudó a servir café y té. Rosamundo sacó las cucharillas y un cuchillo para trocear el bizcocho y Casiana se sentó a la mesa esperando sonriente a que los dos chicos terminaran los preparativos para disfrutar de una tarde apacible con ellos. 


—Está exquisito, tía —dijo Alfredo con la boca llena del primer bocado.


Casiana asintió.


—Sí —confirmó Rosamundo.


—No es nada complicado de hacer —quiso quitarse mérito Casiana—. Es una receta muy sencilla. Podemos hacer otro —dijo a la vista del ritmo que llevaban los dos chicos.


La mesa rebosaba ahora alegría, una alegría que no encuentra contención y que se desborda y desparrama hasta que algo nuevo sobreviene y contiene la felicidad, pero así es la vida, llena de sobresaltos más o menos difíciles de encajar que provocan emociones dispares en quienes se encuentran sometidos a su rigor impredecible. Los tres disfrutaban de ese postre que alargaron a merienda sin saber que en breve acontecería algo que descubriría en Casiana aquello que había mantenido oculto por mucho tiempo. Su marido, muerto para ella, aunque desaparecido desde hacía años, estaba a punto de llegar. Casiana torcería el rostro y una mueca ensombrecida que no aparecía en su cara desde hacía mucho tiempo, tanto que apenas la recordaba, retornaría de nuevo. Aquello sería un duro golpe para ella. Volverían momentos duros, tristes, un sufrimiento que acongojaba el corazón de Casiana, estaba a punto de reaparecer. Alfredo que era un chiquillo cuando Joaquín, el marido de Casiana, desapareció apenas le recordaba, pero su llegada le colmó de felicidad pues las historias que Casiana contaba de él eran maravillosas, más cercanas al deseo de Casiana que a la realidad que ella vivió con él, repleta de sufrimiento y dolor físico y emocional. 


El timbre de la mesa de la recepción sonó seco, con un solo golpe. Casiana hizo ademán de levantarse, pero Alfredo se lo impidió «Ya voy yo, tía», le dijo. Y el muchacho salió de la cocina cerrando la puerta tras de sí como Casiana le había explicado en numerosas ocasiones para que nadie viese las intimidades de su casa que había quedado reducida a la cocina, que hacía las veces de salón, estar y, por supuesto, cocina, y una pequeña estancia oscura y sin ventanas que le servía de dormitorio y que tenía un pequeño aseo separado por una cortinilla de tela tupida. Su casa había quedado reducida a eso cuando desapareció su marido pues tuvo que comenzar a ganarse la vida de alguna manera y convirtió el resto de su casa en habitaciones que alquilaba para sobrevivir. El eco de unas voces contenidas traspasó la puerta llegando ininteligibles a oídos de Casiana y Rosamundo. Ninguna de las dos prestó demasiada atención hasta que Alfredo abrió la puerta con una amplia sonrisa en su rostro: «Tío Joaquín está aquí».



Rosamundo dibujada por Laura, mi hija.

En Isla Cristina, a 6 de agosto de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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