Rosamundo estaba feliz, como una adolescente puede ser feliz. El espejo de su habitación no reflejaba su rostro, reflejaba su felicidad. Rosamundo estaba encantada. Había encontrado un trabajo, había conseguido que la admitieran para proseguir sus estudios. Alfredo se desvivía en atenciones con Rosamundo y conversaban a todas horas. Ella le ayudaba con algunas tareas del hostal y él la ayudaba a ella cada vez que le pedía algo que arreglar o reparar en su habitación que no era poco puesto que la habitación estaba algo destartalada. Incluso Alfredo la había acompañado hasta la iglesia para que pudiera retomar su educación, cosa en la que Rosamundo tenía gran interés. Lo que realmente la sorprendió fue una ocasión en la que Alfredo la esperó a la salida de la pequeña fábrica donde Rosamundo había comenzado a trabajar ayudando en las labores de limpieza. En aquel momento Rosamundo se sintió la mujer más dichosa del universo. Irradiaba felicidad por doquier. Alfredo la acompañó un tanto distante, pero se mantuvo a su lado todo el camino. Ella intentó conversar, pero él no pareció muy interesado. Rosamundo sabía que era callado y tímido, así que no le dio la menor importancia. La realidad es que Alfredo estaba allí porque su abuela Casiana se lo había pedido. Y Alfredo, obediente, aunque circunspecto ante la petición, se limitó a asentir y abnegado fue a esperarla a la salida. Aunque le tenía cariño y la atendía y ayudaba en todo lo que podía, no quería que la vieran con él. Así es la juventud, cruel y compasiva, valiente y temerosa, altiva y humilde, sin que nadie sepa bien cuándo será una u otra cosa. Al llegar al hostal, Rosamundo preguntó y Alfredo contestó. Había sinceridad en su respuesta, también rabia y cierta vergüenza. Rosamundo entristeció. Subió las escaleras a su cuarto sin saludar, sin cenar y sin darle las buenas noches a la señora Casiana. Casiana comprendió y se propuso hablar con Rosamundo al día siguiente, también lo haría con su nieto Alfredo, pero entonces debía resolver otras cuestiones que la apremiaban. Casiana nunca fue empática en exceso, aunque intuía los sentimientos de Rosamundo solo con verla pasar, al igual que comprendió lo que su nieto Alfredo había sentido al verse obligado a hacer algo que tal vez no le apetecía o le avergonzaba, «El mundo es así…, aprenderán», se dijo así misma. Rosamundo no entendió, pero su disgusto quebró su felicidad. La juventud es un divino don que el tiempo se encarga de apaciguar, pero cuando se posee resulta inestable para el dueño que es incapaz de controlar el cúmulo de emociones que transitan por su ser. Rosamundo era fuerte, pero quebradiza. Su rostro volvió a aparecer en el espejo cuando entró en la habitación y regresó la culpa, y la vergüenza, y el temor, y el retraimiento que había conseguido esconder durante las últimas semanas. «Esto es lo que soy», se dijo cuando se enfrentó a su imagen. Entonces decidió quitar el espejo, lo descolgó, lo envolvió en una manta y lo metió en la maleta debajo de la cama. Se lavó la cara y percibió las irregularidades de su rostro con la yema de sus dedos. Algunas lágrimas quisieron escapar de sus ojos, pero la Rosamundo fuerte e impasible las retuvo. Más tarde, tumbada en la cama, mientras los recuerdos de la sencilla felicidad que había vivido en las últimas semanas resurgían en su mente, las lágrimas lograron escapar. Rosamundo no las pudo contener.
Así pues, la felicidad no es duradera. Y posiblemente esa sea su mayor virtud para desasosiego de los seres humanos sufridores de su volatilidad. Puesto que esta alternancia permite que nuestras emociones alcancen cotas que resultan notables en nuestras vidas, comparándolas con aquellas que nos producen dolor y que también transcienden en nosotros. Pero esta circunstancia es más grave aún, si cabe, en los jóvenes que no alcanzan a entender semejante trasiego de emociones. Aunque aquellos que con algo más de edad, a los que se les presupone más lucidez, incluso algo más de sabiduría por la experiencia acumulada, sienten momentos de felicidad, tienden a retraerla temerosos del desenlace que, antes o después, termina por llegar deshilvanando el venturoso tejido de nuestra vida oscureciéndolo y convirtiéndolo en un deshilachado lienzo de tristeza y dolor. También a los viejos les cuesta comprender el sentido de sus vidas.
Rosamundo se desvistió. Se puso el camisón. Abrió la cama. Se arropó. Cubrió su cuerpo con las mantas que la apretaban contra el colchón. Sintió su peso y eso la reconfortó, pero el recuerdo del desasosiego fue más fuerte y sintió que el mundo se le venía encima. Ahí surgieron sus lágrimas. Las dejó correr. No se enjugó los ojos. Quería sentirlas corriendo a lo largo de sus mejillas. Quería sentirlas separándose de su rostro y cayendo al abismo de su alma. Así hasta que el sueño la venció porque incluso aunque el dolor sea inmenso y nadie duda del sufrimiento de una niña por más que lo consideremos desmesurado —aunque si es esa nuestra sensación deberíamos hacer un esfuerzo por empatizar pues ¿quién sabe si nuestros sufrimientos son para otros merecedores de llanto?—, la cuerda sabiduría del cuerpo se antepone y permite al dolorido un reconfortante y necesario descanso. Rosamundo soñó, pero no recordó su sueño y fue una lástima porque su mente imaginó en su inconsciencia un mundo lleno de color en el que la pequeña mujercita era absolutamente feliz.
Imagen creada por el autor con IA de Bing.
En Mérida a 23 de abril de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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