¿Gobernar es difícil? Gobernar es difícil. Maticemos: acatar doctrinas políticas sin critica ni reflexión, asumiendo prejuicios y dogmas, y someterse al imperio de los no políticos —ricos y poderosos— sin provocar su ira es difícil. Gobernar para el pueblo es más sencillo, mucho más de lo que parece. Solo hay que escucharlo. Y, sin embargo, los políticos, que no estadistas, con acceso a decisiones de alta política —alta por su repercusión social— optan por acatar los designios impuestos por unos pocos y ensordecen frente a los gritos de la mayoría. ¿Cuál es el peaje que debe pagar la sociedad para satisfacer las ansias de poder y la avaricia de unos pocos en connivencia con ciertos políticos que se entregan a la orgía furtiva de megalomanía y opulencia que envuelve a estos personajes? Hace ya tiempo que la sociedad descubrió —aunque le cueste reconocerlo— que no existe un complot orquestado por los poderosos y los políticos más avezados contra la población para explotarlos. Es mucho más simple que eso: la realidad económica actual, independientemente del sistema político de la nación, impone un sistema con prebendas para algunos y de esclavitud sobre la mayor parte de la población que beneficia a unos pocos y hunde en la miseria a una gran mayoría social que, cuando ya no puede exprimirse más y se la deja en la inopia, termina arrasada y entonces el sistema busca —y encuentra— la siguiente clase social a la que expoliar de forma inmisericorde. No hay más. Es una guerra de desequilibrios que ha existido desde la aparición del excedente con el dominio de la agricultura en la revolución neolítica que introdujo en la sencilla sociedad primitiva un grado de complejidad mayor del que el ser humano era capaz de controlar y que propició la aparición de nuevas clases sociales, ociosas y no productivas, germen de los parásitos sociales de la sociedad, que la castigan de forma inmisericorde, a saber: religiosos, reyes, etc. Ni que decir tiene que esa revolución neolítica también ofreció a la sociedad grandes avances.
A diario la prensa —o lo que queda de ella— se hace eco de noticias, con mayor o menor nivel de manipulación, que ponen de manifiesto decisiones perjudiciales para muchos que, directa o indirectamente, benefician a pocos. Siempre son de índole económico, siempre, sin excepción, por más que puedan estar ocultas tras nuevos alcances sociales. El motivo es claro, el desarrollo del mundo hoy en día responde a parámetros económicos y no políticos ni sociales. Y estos parámetros económicos se engloban actualmente en el capitalismo en sus distintas versiones, pero con un trasfondo común: en el capitalismo, en términos generales, el hombre, propietario de los medios de producción y distribución, explota al hombre —por favor, considérese hombre en su acepción epicena—, si bien es cierto que, en otros regímenes económicos, como el socialismo, también en términos generales, el estado, dirigido por hombres, propietario de los bienes de producción y distribución, es el que explota al hombre. Es cierto que las teorías capitalistas más pueriles pretenden demostrar que las decisiones basadas en principios económicos capitalistas del libre mercado deben terminar beneficiando a todos —no digo a la mayoría, digo a todos porque incluso los más poderosos se benefician de ellas—, pero la tozudez de la realidad termina demostrando que los máximos beneficiados, por activa y por pasiva, son las grandes corporaciones y los complejos conglomerados industriales o tecnológicos —olvídense de culpar a las pequeñas empresas— quienes, hoy por hoy, terminan sometiendo bajo su yugo al mundo sin necesidad de conjurarse contra la sociedad.
Pero existen sociedades que no se dejan doblegar con facilidad, tal vez arrastradas por su historia reciente, siempre con luces y sombras, tal vez porque su nivel de hartazgo no se alivia con quejas en la barra de un bar o en cenas familiares. Estas sociedades deciden de forma espontánea conjurarse —tampoco aquí hay grandes intrigas ni ocultas maquinaciones— contra las decisiones que atacan su bienestar y ponen en solfa a los políticos más abigarrados. Todo ello sin menoscabo de la conciencia social que parece aletargada frente a decisiones que contradicen los principios más básicos de solidaridad, libertad, igualdad y fraternidad.
Estoy convencido de que el gobierno de Macron en Francia, con la aplicación del artículo constitucional 49.3 para la aprobación del proyecto de ley de reforma de pensiones que tiene como consecuencia, entre otras cosas, retrasar la edad de jubilación de 62 años a 64, busca el ahorro y la sostenibilidad del sistema económico del país y pretende hacer compatible el régimen de gasto social con la realidad actual del mundo, pero, en Francia desatinan el tiro por dos motivos: el primero es que la historia, también tozuda al igual que la realidad, por más que haya quienes quieran tergiversarla, viene poniendo de manifiesto que a los franceses nadie les toca sus derechos. A la mínima de cambio, si se les calienta mucho, salen a la calle y montan un “pifostio” de órdago que refrena al político más temerario. El segundo es que para hacer más sostenible el sistema sencillamente hay que repartir de forma más equitativa la riqueza —y el gasto— y, por tanto, no deben ser las clases medias y bajas las sigan soportando el peso del abuso y del mal uso de la hacienda pública y privada, así como el rescate de las grandes empresas que han sido mal gestionadas, sino que deben ser las grandes riquezas las que, por más que puedan quejarse y amenazar con marcharse para llevarse su producción a otras localizaciones, deben afrontar este esfuerzo de reequilibrar el sistema económico sustituyendo a la exhausta población. Aquí, lo reconozco, entramos en el ámbito de la utopía: qué fácil sería que aquellas empresas que amenazaran con marcharse ante medidas que pudieran mermar sus beneficios —que no su producción o riqueza— no tuviesen adonde ir porque un consenso mundial impidiese este tipo de movimientos o, sencillamente, que en la era de la deslocalización y la tecnología, la fiscalidad mundial para las empresas fuese idéntica.
En España, sin embargo, esto que intentan hacer en Francia —veremos a ver en qué queda— ya se ha hecho y se hará de nuevo, sin que nadie alce la voz más allá de algún artículo subrepticio que manifieste su oposición en una actitud de “bienqueda” con sus lectores, o que el grupo político de turno en oposición, y ahora curiosamente también en coalición, expulse de boquilla sapos y culebras por la boca, ocultando una hipócrita sonrisa porque se libraron ellos de tomar esa decisión. Lo que está claro es que en España no se producirán manifestaciones multitudinarias, ni se ocuparán las calles, ni se quemarán contenedores como señal de protesta exteriorizada con signos de violencia gratuita. España no es así, aquí preferimos desahogarnos entre cervezas o frente a copas de vino porque tenemos sol y playa, jamón y queso, nunca se atreverán a quitarnos las fiestas y seguirán ofreciéndonos pan y fútbol. Así nos va, “Vive la France!”.
Fotografía de Julien de Rosa, AFP
En Mérida a 19 de marzo de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/