domingo, 26 de marzo de 2023

Rosamundo (viii).




Rosamundo pasó su primera noche en su nueva casa despierta hasta el alba, decir nuevo hogar sería aventurarse demasiado. Su mente no la dejó descansar. Los acontecimientos de los últimos días habían precipitado su vida dándole un vuelco que aún tenía que asumir. Su cerebro repasaba todo lo que había ocurrido, revisando cada detalle, cada imagen que sus retinas habían contemplado. Rosamundo las recordaba e intentaba discernir si debía olvidarlas o retenerlas, pero su mente parecía tener vida propia desobedeciéndola y no lograba alcanzar su objetivo con todos y cada uno de los recuerdos. Había ciertas cosas que Rosamundo quería olvidar, había ciertas cosas que Rosamundo quería dejar atrás, pero era incapaz. En lo más profundo de su ser, Rosamundo sabía que no podría lograrlo. Eran cosas que estaban ahí y que siempre estarían ahí. Lo que más torturaba a Rosamundo era su rostro y sabía que contra eso no podría hacer nada por más que desease cada noche despertar al día siguiente con un rostro normal. Solo pedía eso, un rostro normal. Lo pedía con todas sus fuerzas, lo pedía a dios, al universo, a todo lo que le rodeaba, a quien quiera que pudiera oírla en sus pensamientos, si que había alguien para hacerlo; se lo pedía a ella misma, pero sabía que ese deseo nunca le sería concedido.


Se levantó a medianoche, despejó la silla que hacía las veces de mesilla y la colocó bajo la ventana del techo y miró hacia las estrellas. Recordó que, en ocasiones, cuando estaba en el orfanato y no era capaz de dormir, cogía su peluche, el pingüino que la acompañaba desde que nació, y subía a la terraza del edificio para mirar las estrellas. Soñaba que entre todas ellas había una que le pertenecía y que si la localizaba podría concederle todo lo que deseaba. Las miraba una a una con el muñeco entre sus brazos deseando encontrarla. Nunca la halló. Rosamundo se levantó, se dirigió a su cama y sacó la maleta de debajo, la puso sobre el colchón, la abrió y rescató el pingüino de entre sus cosas. Regresó a la silla, se sentó y miró al cielo estrechando el muñeco entre sus brazos. No pudo evitar que unas lágrimas cayeran de sus ojos. Sabía que la estrella que tantas veces había buscado no existía en realidad, pero en lo más profundo de su interior no quería dejarse convencer. Cuando el sol comenzó a despuntar y las estrellas fueron desapareciendo del firmamento, Rosamundo, cansada, regresó a la cama, recogió la maleta dejando el peluche fuera y se tumbó a dormir un rato. 


Un ruido ensordecedor la despertó. No supo distinguir de qué se trataba, le pareció que era una pelea o una discusión acalorada, en cualquier caso, los gritos sacaron a Rosamundo de su letargo. El ruido provenía de abajo, de la entrada. Se vistió rápidamente, se enjuagó la cara sin mirarse al espejo. Se puso los zapatos y bajó a la carrera las escaleras. Cuando llegó al vestíbulo se encontró a la señora Casiana muy acalorada discutiendo con vehemencia con un señor. A Rosamundo le pareció que estaba borracho, al menos no parecía que estuviese en su sano juicio, porque estaba lanzándole toda suerte de improperios e insultos a cada cual más terrible. La señora Casiana respondía con más educación, pero no con menos ímpetu. En el frenesí de la discusión, el señor, un hombre de cierta edad con poco pelo en la cabeza y barba cerrada y gris, había cogido una de las sillas de la mesa de la entrada y la golpeaba repetidamente contra el suelo levantándola con su mano y produciendo el ruido que la había despertado acompañado de los gritos. Casiana le gritaba para que dejase de hacer aquello mientras que la silla comenzaba a destartalarse. Rosamundo intentó detenerle, pero el señor la empujó sin prestarle demasiada atención y Rosamundo cayó de espaldas al suelo cerca de la escalera que acababa de bajar. Casiana gritó, Rosamundo se asustó, pero el golpe no fue apenas nada y se levantó en un arrebato de violencia que incluso la asombró a ella misma. Se dirigió al hombre encendida con ánimo beligerante cuando una mano se posó sobre su hombro con firmeza y la detuvo. Rosamundo enrabietada miró la mano y giró el cuello para comprobar la procedencia del apéndice. Un chico alto y corpulento se encontraba al final del brazo y con una sencilla sonrisa paralizó a Rosamundo. El chico se adelantó y se dirigió a donde estaban Casiana y el señor enzarzados en su discusión. Se colocó al lado de Casiana, dejando clara su postura, y procuró mediar entre ambos, pero el hombre no atendía a razones, en realidad, apenas escuchaba en su ira. Entonces el chico se colocó delante de Casiana y sujetó la silla que el señor estaba golpeando contra el suelo. La reacción del hombre fue idéntica a la que había tenido con Rosamundo, pero en esta ocasión no consiguió deshacerse de él. A pesar de su juventud era más fuerte. En ese instante el hombre se detuvo. Tal vez se dio cuenta de que las fuerzas ahora se habían reequilibrado en un escenario que no le era tan favorable. Sus ojos se incendiaron llenos de furia, pero se contuvo. Asumió que ahora tenía más que perder que cuando estaba solo frente a la dueña. 


—Qué narices está pasando aquí —dijo el chico con una voz más grave de lo que cualquiera podría haber imaginado. 


—¡Este señor no quiere pagarme la noche! —sollozó Casiana compungida y visiblemente alterada, con los nervios a flor de piel y las manos palpitantes apoyadas sobre la mesa. 


El señor miró con desprecio a la mujer y al chico y se dirigió a este último.


—Lárgate y métete en lo tuyo, si no quieres salir mal parado —balbuceó el hombre de forma apenas inteligible. Las palabras brotaban de su boca llenas de saliva que caía sobre su camisa desabrochada y cercos amarillentos bajo las axilas. Un terrible olor a alcohol se desprendía de todo él y una película de sudor comenzó a marcar su frente.


—Haga el favor de pagarle ahora mismo a esta señora y lárguese. —La contundencia de la frase asombró a Rosamundo que la oyó desde detrás. Su voz era firme y segura. No parecía propia de un chaval—. Si no lo hace, tendremos que llamar a la policía. 


El señor lanzó una sonora carcajada. 


—¿Quién va a creer a esta puta?


A escuchar la frase el chico dio un paso al frente y se colocó delante del señor. Muy cerca de él, demasiado cerca. 


—No vuelva usted a dirigirse así a esta señora. Pague y lárguese. 


El hombre pareció recapacitar o lo que quiera que alguien así haga. Sacó un billete de su bolsillo y lo tiró al suelo. Lo pisó y se dirigió a la puerta tambaleándose. Los pocos resquicios de raciocinio que le quedaban fueron suficientes para evitar un desenlace que se antojaba perjudicial para él. Cuando salió dando un portazo, Casiana se dejó caer en la silla y comenzó a sollozar. Respiraba de forma entrecortada con gran ansiedad. Rosamundo se acercó a ella y la abrazó para tranquilizarla. El chico recogió el billete del suelo y lo colocó en la mesa. Rosamundo cogió las manos de Casiana entre las suyas. Temblaban.




Rosamundo dibujada por Laura, mi hija.

En Mérida a 26 de marzo de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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