domingo, 12 de marzo de 2023

Rosamundo (vii).




Rosamundo ya había colocado toda su maleta. No era mucho lo que llevaba, pero era todo lo que tenía. La mayor parte de la ropa que ahora estaba en la cómoda era herencia de las monitoras del orfanato o de chicas que habían crecido y dejaban su ropa a otras más pequeñas. Rosamundo era bajita, Rosamundo era pequeña. No recordaba haber estrenado ropa alguna, aunque eso no la molestaba, estaba acostumbrada y tampoco había vivido otra cosa, de modo que, para ella, eso era la normalidad, mientras que, para cualquier otra persona, podría suponer una profunda aflicción y en un observador forjaría una terrible pena. En su maleta no había mucho más, un par de zapatillas de estar en casa y calcetines. También llevaba un par de libros que le habían regalado en sucesivos cumpleaños y que dejó en la silla que haría las veces de mesilla de noche y una libreta en la que ocasionalmente anotaba aquello que creía que merecía la pena guardar. Nada más. El sobre que leyó durante el viaje, el sobre que le reveló su pasado, el sobre que sumió a Rosamundo en una terrible pena estaba sobre la cómoda. Lo cogió, lo abrió y contempló de nuevo las imágenes y leyó de nuevo el informe. Unas lágrimas quisieron escaparse de sus ojos, pero Rosamundo las contuvo. No quería sufrir más, al menos no quería sufrir más por su pasado. Colocó el sobre en el interior de la maleta ahora vacía, después de devolverle su contenido, y la puso debajo de la cama. Se tumbó en ella un instante y cerró los ojos para descansar. Cuando los abrió ya había anochecido. Recordó que le había dicho a la señora Casiana que bajaría a comer con ella. Se incorporó rápidamente, se puso los zapatos y bajó a todo correr las escaleras con un ruido ensordecedor. Casiana estaba sentada a su mesa y escuchó bajar a Rosamundo y la vio descender a trompicones los últimos peldaños.


—Lo siento mucho, señora Casiana, de verdad que lo siento —dijo atropelladamente—. Coloqué la ropa, pero me sentí cansada y me tumbé un momento en la cama. Lo siento, me quedé dormida. Lo siento mucho —repitió casi sin resuello.


Casiana la miró seria, aunque sonreía en su interior. «Es una buena chica», pensó. Comprobó que llevaba la misma ropa, pero su pelo estaba despeinado. Las cicatrices de su rostro ensombrecieron su ánimo. Sintió pena por Rosamundo, pero su rostro mantuvo la misma expresión. Años detrás de esa pequeña mesa que le servía para todo y en la que pasaba casi todo el día regentando la pensión tras la desparición de su marido habían hilado su personalidad. 


—Está bien —dijo Casiana—, no me gusta que me hagan esperar, así que ya he comido, pero te he guardado un plato por si quieres. 


Rosamundo sintió que sus tripas se revolvían, rugieron de hambre nada más escuchar la palabra comida. Bajó levemente la cabeza algo apesadumbrada por su olvido y agradeció el detalle de la comida con voz casi inaudible. Casiana la invitó a traspasar la puerta que estaba al lado de su particular mostrador y la acompañó al interior. La habitación era una suerte de todo en uno en la que cocina, comedor y estar compartían espacio. El suelo, de losetas de barro cocido, estaba extremadamente limpio, tanto que los desconchones de las baldosas salpicaban el suelo resaltando sus faltas; las paredes estaban decoloradas, también con desconchones, pero idénticamente limpias. Al fondo, Rosamundo intuyó, tras una cortina de aspecto pesado parcialmente descorrida, un camastro. Aquello no era mucho más grande que su nuevo cuarto. Rosamundo discernió que Casiana había transformado su vivienda en una casa de huéspedes. No sabía el motivo, pero, en breve, ambas mujeres, separadas en el tiempo por algo más de una generación, encontrarían consuelo y confianza la una en la otra, se confesarían sus inquietudes y compartirían penas y alegrías. 


Rosamundo se sentó en la silla que le ofreció Casiana. Y Casiana le puso un plato de potaje frente a ella. A Rosamundo le sorprendió que estuviese aún caliente. Le sorprendió que cubiertos y servilletas estuviesen ya puestos. Y le sorprendió el cesto de pan que tenía a su alcance. Miró a Casiana y le sonrió dándole de nuevo las gracias.


—Vamos, vamos, chiquilla, deja de decir tantas veces gracias y ponte a comer de una vez —le replicó Casiana—. Se te va a enfriar. 


Rosamundo cogió los cubiertos y comenzó a comer. Sintió un inmenso placer con la primera cucharada. «Está riquísimo», le dijo. «Ahora soy yo la que te da las gracias», respondió Casiana que seguía de pie a su lado observándola con atención.


—Te dejo que comas tranquilamente. A esta hora suelen llegar algunos de los huéspedes que tengo y debo estar fuera esperándoles por si necesitan algo—dijo señalando la puerta que acababan de traspasar. 


Casiana se retiró mientras Rosamundo siguió disfrutando de la comida. Transcurrido un momento, la dueña de la casa asomó la cabeza tras la hoja de la puerta de madera y le dijo a Rosamundo que podía coger algo de fruta del frutero que había al lado del hornillo. La chica lo miró y asintió agradecida. Rosamundo se quedó sola en la cocina, comiendo del plato que Casiana le había preparado. Se detuvo un instante, un breve instante, antes de proseguir con la comida para poder disfrutar de esa pequeñez que la rodeaba en aquel momento y que estaba llenándola de felicidad. Levantó la cabeza, miró alrededor, sonrió y volvió a bajarla para seguir comiendo. Cogió un pedazo de pan, lo partió, sintió como crujía entre sus manos y se lo llevó a la boca disfrutándolo como si fuese la última vez que pudiera tomarlo. Terminó la comida con una naranja que le supo a gloria. Se manchó las manos con su jugo y se las limpió en la servilleta que tenía en la mesa. Se levantó. Recogió los platos. Los fregó en la palangana que estaba en el fregadero y los secó dejándolo todo en la encimera. Salió procurando no hacer ruido porque pudo escuchar a través de la puerta que la señora Casiana estaba hablando con alguien. Rosamundo no quiso interrumpir la conversación y esperó un instante a que terminaran de hablar. Casiana se dirigió a ella:


—¿Terminaste, mi niña?


—Sí, muchísimas gracias. Lo he dejado todo limpio. 


—No tenías por qué hacerlo —le reprochó sonriente Casiana—. Gracias, mi niña.


—No es nada —respondió mientras se dirigía a las escaleras sin ni tan siquiera mirar con quién estaba hablando Casiana que contempló cómo Rosana se marchaba dejando ver solamente su larga cabellera.




Rosamundo dibujada por Laura, mi hija.

En Mérida a 12 de marzo de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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