María hizo una breve pausa. Tomó agua. Miró a su alrededor pasando por alto a Dios y prosiguió:
—Vivimos en un mundo en cambio constante: la biotecnología, los algoritmos, la inteligencia artificial… Estamos frente un panorama como pocas veces se ha encontrado el ser humano en la historia. En este momento puede resultar más complicado conocerse a uno mismo que si dejamos que la tecnología con sus algoritmos lo hagan. Y lo hacen y nos pueden conocer mejor que nosotros mismos y gracias a esa información pueden llegar a manipular nuestras emociones anticipándose a nuestras decisiones y necesidades. Si esto termina ocurriendo, quienes controlen esa información, quienes diseñen esos algoritmos serán los que manden. Puede ser que queramos eso, puede ser que no nos importe, que no nos preocupe que otros decidan por nosotros, la pasividad y la indolencia en la sociedad ha sido una constante en nuestra historia que siempre ha terminado rompiéndose con la incorporación de movimientos revolucionarios cuando el hartazgo de la sociedad se convirtió en algo insoportable. Pero si no quieres ceder tu control, debes correr, debes huir, debes tener fe en algo que nunca te imponga nada, deberás tener fe en Dios.
»Olvida tus ilusiones, son un lastre, nadie te ayudará a eso, la educación se convertirá en algo inútil porque estará diseñada para someternos, para subyugarnos; la información nos superará y será imposible que seamos capaces de comprenderla. La información está en todas partes, pero la verdad, tal y como la conocemos, desaparecerá en breve bajo la dictadura de la tecnología que es capaz de alejarnos cada vez más de nuestro mundo ofreciéndonos un paraíso irreal, el que nuestros deseos ansían y que la tecnología podrá ofrecernos. En ese momento, solo existirá una única verdad: Dios. Deberíamos fomentar el pensamiento crítico, la creatividad, la colaboración y la comunicación, pero, sin embargo, seguimos anclados en un pasado retrógrado que sirvió para enriquecer a unos pocos y esclavizar al resto. Por eso es tan necesario creer en Dios —le señaló compungida, la voz se le quebraba—. Con la agricultura llegó la riqueza, pero solo para unos pocos, con la industrialización mejoró algo la humanidad, pero nuevamente la riqueza recayó en unos pocos afortunados. Ahora es el momento de la tecnología, de la información o como quiera que la historia termine llamándolo, pero, en cualquier caso, la riqueza volverá a ser solo para algunos elegidos. Sin embargo, Dios —nuevamente se dirigió a él— está para ayudaros a soportar toda esa carga. El ser humano necesita un relato que dé sentido a su vida, un relato en el que creer, y Dios te lo da. La vida no es circular, ni lineal con su principio y su fin, como dicen algunas religiones y afirman algunas creencias. Y a pesar de que la trascendencia de conceptos circulares de la vida pueda resultar más universal, ambos relatos cierran un destino que cae como una losa sobre los seres humanos y les perpetúa en una obediencia dogmática y ciega que anula su ser y su individualismo, y en el que pueden encontrar sentido cualquier acto y gesto por nimio que sea. Ahora la lucha de la sociedad por inculcar el individualismo ha transgredido la propia voluntad del ser como individuo y su libre albedrío se somete a la dictadura de la información. En los relatos antiguos cada ser humano desempeñaba un papel que trascendía su vida y que descubría su final para crear la necesidad de la creencia y estimular la imaginación individual más allá de su propia racionalidad. En Dios esta falta de identidad cobra sentido porque lo que Dios propone es que ayudemos a lograr un mundo mejor. Solo eso. Nunca se logrará totalmente así que nunca terminaremos esta tarea. Si conseguimos que nuestro vínculo con la humanidad sea lograr que la humanidad consiga bienestar, nuestro relato cobrará sentido, un sentido que durará cuanto tenga que durar la humanidad y la vida en comunidad se perpetuará tanto como nuestra propia existencia. Ese es el verdadero mensaje de Dios.
Entonces María se cayó y dirigió su mirada hacia Dios rogándole que hablase, que fueran sus palabras las que reafirmasen su defensa, pidiéndole angustiada que perdonase su acusación, que había sido inducida por el propio Dios. Quería liberarse de su pesada carga. Dios, desde su asiento, recibió la mirada de todos. Asintió suavemente y suspiró para decir unas palabras. No se levantó de su asiento.
—No necesitaréis creer en mí cuando os convenzáis de que vuestro destino está en vuestras manos y que este pasa por hacer el bien y amaros los unos a los otros. No es necesario que sea como yo os he amado, cada cual hará el bien y amará como su esencia y su conciencia le dicte, pero como seres humanos no tendréis duda de qué es hacer el bien y qué es amar. No necesitaréis religiones, políticas o dogmas que os enseñen el camino, necesitaréis creer en la comunidad que formaréis para asegurar vuestro futuro. Entonces, solo entonces, dejaré de existir. No me necesitaréis, no necesitaréis los rituales, los sacrificios ni los símbolos que construyen mi historia. Entonces, solo entonces, desapareceré…
El juez se dirigió a Dios y le pidió silencio. Solicitó que no se tuviesen en cuenta las últimas palabras que había pronunciado Dios y pidió que se retirasen de las actas. Yo, que estuve presente, las pude recuperar y las transcribí para que nadie las olvidase nunca. María se sentó. No tenía fuerzas para seguir. Le pidió a un compañero que prosiguiese. Yo dejé de escuchar. Ya no me interesaba lo que pudiesen decir de Dios. Dios había convencido a María para que le acusase como mejor forma de defenderle. Entendí que mostrarse culpable era la mejor forma de aunar su divinidad con algo de coherencia religiosa. Sin embargo, me sorprendió su breve parlamento hasta el punto de que nunca alcancé a entender por qué Dios predijo su desaparición, por qué Dios reconoció que su existencia estaba ligada a la de los seres humanos mientras que no fuésemos capaces de unirnos en el bien y en el amor. Salí de la sala. Necesitaba aire. Me marché y no regresé. No quería volver a ver a Dios, no quería volver a ver a María. Nunca intentaron contactar conmigo. Al menos no que yo sepa. Tampoco dejé rastro alguno. Seguí por la prensa en los días siguientes el fallo del tribunal que juzgaba a Dios. No lo condenaron. No consideraron que Dios fuese dios. El tribunal argumentó que nada ni nadie estaba por encima de la existencia humana y que no tenía sentido achacar a ninguna divinidad aquellas cuestiones que escapaban de la comprensión del ser humano para bien o para mal. La justicia humana acababa de terminar con la última comunidad más o menos estable de un mundo que se veía abocado a su consumación. La información y la tecnología nos sometería en breve. Las clases se dividirían en quienes podrían permitirse controlar la tecnología y quienes se verían sometidos a la dictadura de los algoritmos. La humanidad se desharía en individuos inconscientes y sometidos, sin voluntad. Yo no quería participar en ese juego y me sentí como un salvaje en una sociedad a la que no pertenecía. Estaba seguro de que no quería vivir esa nueva vida. Hui y nunca más volví saber de Dios. Entendí que la realidad para nosotros es que la vida no es un relato que nos cuenten, la vida es un cambio como única constante en la que debemos procurarnos la felicidad. En realidad, nuestra libertad siempre será relativa pues está sometida a las conexiones de nuestras neuronas que dependen de los miles de años de evolución que nuestros genes soportan y de nuestro propio entorno, pero no por ello debemos dejarnos subyugar por ideales o dogmas que limiten nuestra libertad para pensar, desear o sentir. No somos un relato, por más que quieran convencernos de que lo necesitamos para dar un sentido, superficial, a nuestra vida, somos seres vivos capaces de transformar nuestro entorno para alcanzar la felicidad. Regresé al mar.
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Mérida a 5 de marzo de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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