domingo, 26 de febrero de 2023

Rosamundo (vi).




Nadie sostuvo nunca que la vida fuese fácil durante algo más de un instante. Quien lo haya pretendido o es un iluso o un farsante. Hay momentos en los que todo parece maravilloso y nos colma una inmensa felicidad, pero en un santiamén, sin previo aviso, todo se torna oscuro y tenebroso sin que podamos alcanzar a saber muy bien el porqué. La vida es poliédrica, no puede ofrecernos permanentemente felicidad como tampoco puede someternos a sufrimiento perpetuo por más que la situación pueda resultar terrible y por más que las condiciones no propicien ni la más mínima sonrisa. Procurarse un entorno feliz es lo más sensato que el ser humano puede hacer. Nadie hay infeliz que sea feliz y aunque la paradoja pueda resultar burda y evidente no por ello deja de ser cierta. Rosamundo busca su felicidad, intenta encontrar aquello que la ayude a obtenerla, pero eso tampoco es fácil y cada una de sus emociones le resulta muy compleja de comprender y asimilar. Rosamundo está llena de buena voluntad, es perseverante y trabajadora. Rosamundo es buena, puerilmente buena, pero también es fuerte, mucho. Sin embargo, eso no basta. Son numerosos los factores que deben confluir en alguien para que pueda encontrar la felicidad siquiera un instante, porque eso es la felicidad: un conjunto de momentos más o menos contiguos en los que nada ni nadie puede hacerte sentir mal y en los que alguien es capaz de disfrutar de aquello que le complace y le llena de una inexplicable alegría que nada ni nadie parece poder oscurecer. Felicidad y tristeza se definen por oposición, y se alcanzan por contradicción, no pueden existir la una sin la otra y ambas se requieren para completar a una persona, por más que dicha persona quiera y deba buscar la felicidad para completarse elevándola por encima de la tristeza, y en esa precisa rareza el ser humano debe emplearse a fondo para descartar aquello que le disgusta y acercar aquello que le complace. La teoría es sencilla, Rosamundo, mal que bien, la conoce, pero no es sencillo para ella —ni para nadie— encontrar explicación a sus emociones, a sus sentimientos, porque no es sencillo conocerse y conocerse es imprescindible para ser feliz, y cuando uno menos se lo espera un golpe afortunado o desafortunado puede cambiar tu estado de ánimo sin que alcances a entender el porqué. 


Rosamundo decidió aceptarse. Llevaba mucho tiempo torturándose cada vez que recordaba su rostro y cada vez que veía sus cicatrices. Cada vez que se reflejaba y se contemplaba un profundo rechazo surgía en ella, el mismo que creía percibir cada vez que los demás la miraban. Rosamundo había dicho basta. Pero el ser humano no funciona como un interruptor que puede encenderse y apagarse a placer para controlar sus emociones y sentimientos, y, aunque la firmeza de Rosamundo era sinigual porque la había perfilado por pura necesidad desde su infancia, el rechazo a su propio rostro también estaba incrustado en su corazón como una tremebunda espina que cada vez que intentaba extraer le producía un intenso dolor y que sangraba hasta hacerla llorar. Rosamundo quería, pero no sería fácil. Rosamundo había huido de su casa para no sentir la compasión en la mirada de todos los que la querían. Había llegado un momento en que esa pena que ella creía ver en los demás, la había desesperado y le impedía alcanzar la felicidad. Pensó que marchándose arrinconaría esa infame sensación que la oprimía y esclavizaba. Rosamundo no sabía si su decisión era correcta o no, pero quería dejar de sentir esa conmiseración que la entristecía. Sabía que la querían, sabía que la estimaban, pero también sabía —o eso creía ella y tal vez ese constituía su mayor error— que les daba pena. No podía soportar más esa carga y escapar podía ser la solución. Esa fue la explicación que se concedió a sí misma, esos fueron los argumentos que utilizó para justificarse, aunque esa no fue la explicación, al menos no en detalle, que le dio a su familia, a todos los que la querían en su hogar. Sencillamente les dijo que necesitaba encontrarse, que necesitaba valerse por sí misma. Y era verdad, pero no toda la verdad. En lo más profundo de su alma necesitaba escapar de la anuencia que sentía y que achacaba a su rostro, a sus cicatrices… Pero Rosamundo también quería encontrar el amor. Creía que el amor le proporcionaría las emociones que la llevarían a un estado de permanente felicidad. Rosamundo apreciaba el amor que le ofrecían todos los que la rodeaban, pero creía que ese amor era condicionado por su aspecto, creía que era un amor fundamentado en la pena. Rosamundo no sabía que todo amor es condicional. No existe el amor puro, el amor incondicional solo retoña en la imaginación de hombres y mujeres, especialmente en los hombres que han venido históricamente atribuyéndolo a algunas divinidades para que nos sintamos inferiores, para que podamos profesar fe a quien es capaz de darlo todo a cambio de nada. Pero el amor humano, el real, siempre demanda matices, incluso el amor paternal que es el más incondicional de los amores requiere algunas pinceladas que lo motean. Rosamundo soñaba con un amor completo, Rosamundo creía necesitar ese amor para dar sentido a su vida, para encontrar la felicidad que no alcanzaba. Rosamundo volvería a sentir el dolor de sus heridas y nuevas heridas se abrirían, pero también esas nuevas heridas cicatrizarían y dejarían de doler y quedarían como vestigios de su historia, la historia de Rosamundo. Nada podrá librar a Rosamundo del sufrimiento, y Rosamundo comprenderá que la felicidad requiere tristeza, y entenderá cuando encuentre el amor y compruebe que no es eterno, que por muy dolorosa que sea la decepción, nadie muere de amor.




Rosamundo dibujada por Laura, mi hija.

En Mérida a 26 de febrero de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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