domingo, 12 de febrero de 2023

Rosamundo (v).




Alfonso sabía dónde iba Rosamundo, ella misma se lo había dicho, pero desconocía su destino. La miraba de soslayo a cada instante conteniendo una pena inmensa que se aferraba a su corazón como nunca antes había sentido y que apenas podía comprender. Tanto era así que no entendía por qué se sentía tan triste viéndola sufrir, aunque de eso sí estaba seguro: Rosamundo estaba sufriendo. Alfonso siempre fue un hombre gris. Todo el mundo creía que vivía amargado, ensombrecido, desilusionado. Pero él tenía su historia, tenía su porqué. Nadie se preocupó nunca de preguntarle porque siempre pasaba desapercibido como si de una sombra en un día nublado se tratase. Su presencia anodina nunca resaltaba, de hecho, se procuraba soledad y se sentía incómodo cuando había gente a su alrededor. Alfonso no brillaba, hacía mucho tiempo que había decidido apagarse. Pero Alfonso, como cada persona, sentía, tenía su corazoncito y le dolía ver a Rosamundo llorar en silencio. Él, también como cada persona, quería su felicidad, pero cuando pudo alcanzarla no lo logró y eso, como les ocurre a muchos, le marcó para siempre y no pudo superarlo. Ahora, junto a Rosamundo, todos esos pensamientos surcaron su mente, la atravesaron punzándole para provocarle un terrible dolor que despertase su estatismo y procurase consuelo a esa niña que lloraba a su lado. Para él, según se había convencido, ya era tarde y había desistido de buscar la felicidad, pero Rosamundo era joven, Alfonso sospechaba su dolor y no quería que ella acabase como él. Alfonso desconocía cuánto arresto escondía ese frágil cuerpecito y poco antes de llegar al destino que Rosamundo le había indicado, tras el largo viaje que habían hecho juntos, se atrevió a consolarla a su manera… Un balbuceo surgió de su boca. 


—¿Estás bien? —dijo de forma casi inaudible Alfonso. Rosamundo se sorprendió por la pregunta. De hecho, apenas estaba segura de haberla oído bien.


— Eh…, sí, sí. Estoy bien.


—Llorabas —dijo Alfonso lacónicamente.


—Sí, es cierto… —Rosamundo calló—. Lloraba. —La niña miró a Alfonso que mantuvo firme su mirada en el frente, ignorando el contacto visual propiciado por Rosamundo, al cabo de otro instante eterno para ambos prosiguió—. Este sobre contiene mi historia. Leerla…, ha sido muy duro. —Rosamundo volvió su vista al frente, ya no esperaba respuesta de Alfonso y Alfonso agradeció liberarse de esa carga. Sin embargo, en su corazón quedaba algo que necesitaba desterrar, pero no logró hacerlo. No consiguió deshacerse de esa sensación y el silencio retornó al vehículo. Después, Alfonso le diría a la directora con ese mismo laconismo que Rosamundo había llorado. La directora tampoco le insistió para saber más. Creía conocer a Alfonso.


El coche se detuvo en el aparcamiento de una estación de autobuses. Rosamundo le dio a Alfonso un papel doblado en el que estaba la que sería su dirección. Era una pensión cercana, humilde, pero limpia según Rosamundo había podido deducir tras un par de llamadas. Rosamundo sabía que debía encontrar trabajo rápidamente pues en caso contrario no podría permitirse vivir en aquel establecimiento. Alfonso le preguntó si quería que la ayudase con la maleta. Rosamundo se negó, «Regresa, se hace tarde y seguro que allí te necesitan más», le dijo despidiéndose de él con un beso. «Estaré bien», prosiguió ante la inacción de Alfonso que no se decidía a marcharse, confuso por el beso que acababa de recibir y que no esperaba. Rosamundo cogió la maleta del suelo, donde la había dejado Alfonso, metió el sobre en ella y se marchó. Alfonso se quedó un rato mirándola, triste. Esperó a que Rosamundo desapareciese al doblar la esquina antes de montarse de nuevo en el coche y conducir de vuelta al centro. Entonces pensó que aquel también era su hogar.


Rosamundo llegó enseguida a la pensión. Efectivamente no estaba lejos. Una señora mayor que entró con ella resultó ser la dueña. La ayudó a meter la maleta y Rosamundo se lo agradeció. Ambas se detuvieron delante de la pequeña mesa que hacía las veces de mostrador en el zaguán de la casa. Rosamundo contempló el espacio. Era pequeño, pero luminoso porque desde la entrada la luz que penetraba se unía a la que provenía del patio interior a la que daría la habitación de Rosamundo. La decoración era sobria, pero lejos de parecer una pensión sórdida, resultaba más bien acogedora. Rosamundo sonrió. La señora la escudriñó y asintió mascullando un sí silencioso. De forma inconsciente acababa de darle el visto bueno a su nueva inquilina. Las paredes estaban pintadas de un blanco oscurecido por el tiempo que la cal no había logrado sostener y el suelo, de baldosas de barro cocido y con figuras geométricas coloreadas, necesitaba alguna que otra reparación como Rosamundo había podido comprobar por ella misma con los tropiezos de la maleta que arrastraba. Sin embargo, aquella casa resultaba hogareña, familiar. 


—¿Cómo te llamas, cariño? —Le preguntó la señora con un tono menos amable que las palabras que utilizó.


—Soy Rosamundo. 


—Sí, es cierto, hablamos la semana pasada y me dijiste que llegarías hoy por la mañana. Muy bien, muy bien… —La señora siguió escudriñando a Rosamundo mientras ella esperaba paciente superar el examen. La señora sacó una libreta y un lapicero casi gastado—. Dime tus apellidos.


Rosamundo balbuceó, sus apellidos eran algo que había recibido de forma provisional cuando fue entregada al orfanato y que debían haberse formalizado con su adopción, pero como quiera que esta no se produjo, esos apellidos provisionales terminaron en definitivos. No solía usarlos muy a menudo, pero de repente, fue consciente de que los tenía y se los dijo a la señora.


—Fernández Gutiérrez —le dijo. Era habitual que los apellidos asignados a los huérfanos fuesen comunes, pero Rosamundo, que lo sabía perfectamente, prefirió no aclarar nada. 


—Bien, debes pagar por adelantado el primer mes y entregarás un mes de fianza. La comida va aparte —dijo mientras terminaba de garabatear algo ininteligible para Rosamundo en la libreta. 


Rosamundo sacó un pequeño monedero y extrajo el dinero que la señora le había pedido. No quedaba mucho más en él tras entregarle la cantidad solicitada. Rosamundo la miró apenada. La señora le dijo que la fianza era necesaria para evitar destrozos en la casa y que si decidía marcharse debía notificarlo con un par de semanas de antelación, en caso contrario, perdería ese importe. Rosamundo asintió. Estaba cansada, necesitaba dejar la maleta.


—Procura no hacer mucho ruido por las noches. Nadie debería estar en tu habitación a partir de las once. Esto es una casa honrada.


—No conozco a nadie aquí —murmulló Rosamundo.


—Pero los conocerás. Seguro que los conocerás.


Rosamundo no entendió bien el sentido de aquellas palabras. Cogió la llave que le tendió la señora y se alejó hacia las escaleras que ascendían hasta el segundo piso donde ella tenía la habitación. Cuando llegaba al primer rellano, la señora se dirigió a ella.


—Tengo comida hecha para mediodía. Si quieres puedes comer conmigo. Esta no te la cobraré. —Se lo dijo casi como si de una orden se tratase, no había amabilidad en sus palabras, pero Rosamundo no pudo evitar encontrar algo de humanidad y asintió sonriendo mientras volvía la cabeza—. Por cierto, me llamo Casiana, la mayor parte de la gente me llama señora Casiana, pero tú puedes llamarme Casi.


—Gracias, señora Casiana..., Casi. Muchas gracias. Bajaré en cuanto deshaga la maleta. 


Rosamundo siguió subiendo las escaleras mientras Casiana la observaba con curiosidad. Desconocía la historia de aquella muchacha, pronto la sabría y aunque no manifestaría pena, pues era una señora recia que también había pasado lo suyo, no podría evitar simpatizar con Rosamundo. 


Cuando Rosamundo llegó al segundo piso, unas gotitas de sudor se desprendían de su frente. No era tanto por el esfuerzo como por el calor que hacía en la parte superior de la casa. El pasillo era estrecho y oscuro salvo por una pequeña ventana que le daba algo de claridad a la estancia. Rosamundo miró hacia arriba. El techo estaba inclinado. Era de madera. El suelo también de madera parecía quejarse con cada paso que daba. Llegó a la habitación y abrió la puerta con la llave que le había dado Casiana. La cerradura chilló como si le estuviesen atravesando el corazón. La puerta siguió su mismo ejemplo cuando Rosamundo logró por fin abrirla. Rosamundo traspasó el umbral y se sintió libre. Fue una extraña sensación, tal vez un poco absurda como ella misma pensó, pero lo cierto es que tuvo la impresión de que por fin podría lograría hacer realidad su sueño, un sueño que ella misma desconocía, pero que pasaba por sentirse libre y para ello debía salir del orfanato que había sido su hogar durante toda su vida. La luz en la habitación era hermosa, intensa. Sintió el calor, pero enseguida se hizo soportable y cuando logró acostumbrarse a la claridad pudo comprobar que la emoción que había sentido al acceder no se correspondía con el interior de aquel cuartucho abuhardillado. El suelo era de madera al igual que el pasillo que acababa de dejar atrás. Las duelas eran grisáceas, signo de una edad avanzada, al fondo, en la parte más baja vio la cama: sencilla, con patas de hierro y el cabecero de fundición con unas tulipas en las puntas acabadas en bronce. Había una silla de madera al lado de una ventana alta, inclinada como el techo, que daba al patio. Se subió a la silla e intentó asomarse, pero apenas logró ver el cielo. El día era espléndido y el sol brillaba con fuerza. No pudo evitar Rosamundo que le invadiese una profunda emoción de alegría a pesar de la escasez que la rodeaba. Al lado de la mesa había un pequeño hornillo con un tubo de acero negro que atravesaba la cubierta de madera. Pensó que en época de lluvias por allí podría colarse el agua. Se bajó y llevó la maleta a la cama, la dejó sobre el colchón. La abrió y comenzó a sacar la ropa y a colocarla en una pequeña cómoda que estaba a los pies de la cama. Se descalzó. Le dolían los pies, pero el tacto de la madera la reconfortó. Descorrió una cortina que cubría el rincón próximo a la puerta al otro lado de la habitación. Allí había una palangana sobre una mesa de madera y una suerte de inodoro, más sucio de lo que a ella le hubiera gustado, con un cubo de acero al lado sobre el que goteaba un pequeño grifo. Un pequeño espejo estaba clavado a la pared. Se fijó en él. Un pequeño temblor la recorrió. Como siempre que se miraba en un espejo tuvo que sostener la mirada. Intentó mirarse a los ojos, azules, profundos, llenos de inocencia, pero se fijó en sus cicatrices. No se permitió darse pena. Hizo un esfuerzo, cerró los ojos, se imaginó bella, hermosa, como las mujeres de aquellas revistas del corazón que había en el orfanato y que los chiquillos usaban para aplacar sus primeros impulsos sexuales. Los abrió y sostuvo la mirada. Como siempre que se miraba en un espejo deseó no ser así, pero eso era algo que no podía evitar. La muchacha que tenía frente a ella era Rosamundo, le gustase o no. Decidió que no le importaría cómo era su rostro. Había empezado una nueva vida para ella.








Foto del autor.

En Palermo a 29 de enero de 2023.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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