Rosamundo se marchó del orfanato nada más cumplir los 16 años. Los niños que partían con esa edad siempre tenían algo buscado desde la institución. En algunos casos incluso se le facilitaba alguna ayuda económica para seguir sus estudios, pero Rosamundo no quiso nada. Sus cuidadores, cuando ya no lo fueron pues no lo necesitó, le habían contado su historia, porque Rosamundo les había preguntado, no tenía miedo y quiso saber quién era. A veces, hacer el esfuerzo de conocernos, de bucear en nosotros mismos, abre puertas tenebrosas que nadie quiere traspasar, pero ella no era así e insistió hasta que logró que le contasen todo lo que sabían de ella. Supo lo de su abandono, lo del granjero, lo de su peluche el pingüino que abandonaría con ella el orfanato, pero cuando preguntó acerca de su ombligo, nadie le supo contestar, y cuando preguntó acerca de las cicatrices de su cara y de su cuerpo, esas que la hacían diferente, esas que convertían que su cara y su cuerpo en algo que no era hermoso para algunos, esas que provocaron que nadie se fijase en ella mientas podía ser adoptada por una familia, más que para compadecerse en ella, nadie supo o nadie quiso decirle nada. Ella insistió, quería saber por qué no era hermosa, por qué su ombligo era tan extraño, pero no obtuvo respuesta. Pidió ver su informe, aquel documento administrativo en el que estaba escrita su historia hasta que llegó al orfanato, aquel que contenía su vida, esa que cualquier padre le hubiera contado, pero que ella nunca pudo escuchar. Le dijeron que no podían mostrárselo hasta que no cumpliese la mayoría de edad. Le dijeron que tampoco encontraría mucha información. Le dijeron que no merecía la pena perderse en esos documentos. Pero Rosamundo negaba con su cabeza y con paciencia asentía a la espera de que llegara el día en que pudiera leer la historia de su vida.
Todos los trabajadores del centro, el día de su dieciséis cumpleaños, le prepararon un regalo precioso, envuelto en un papel con maravillosos colores y un lazo azul que era su color preferido. Rosamundo agradeció de corazón el regalo, era un libro con fotos en las que ella aparecía desde que llegó a la institución firmado por todos, y a todos les fue dando un beso de agradecimiento y despedida que recibieron con alegría y orgullo porque sabían que Rosamundo era una joven maravillosa. Cuando Rosamundo fue a darle el beso a la directora, a la que le tenía especial cariño, se encontró con un sobre que le tendió. La directora le dijo que ese sobre contenía el documento en el que estaban escritos los primeros días de su vida. Antes de dárselo, con lágrimas en los ojos, le pidió que no lo leyera, que no había nada allí que pudiera servirle en su vida, le dijo que algunos pasados no son hermosos y que conocerlos no hacen bien. La directora se lo decía a sabiendas de que no podría luchar contra la determinación de Rosamundo, porque ella, que tuvo que leerlo hacía muchos años, cuando Rosamundo llegó, tenía un recuerdo horrible, a pesar de la gran cantidad de informes a los que se había enfrentado durante sus más de dos décadas en el cargo, de lo que allí estaba escrito y no quería para Rosamundo ese sufrimiento. Las manos de ambas, mujer y joven, sostuvieron durante un instante el sobre. La directora lo retuvo levemente, pero Rosamundo, valerosa, lo atrajo para sí hasta que la directora con todo el dolor de su corazón lo soltó. Rosamundo lo sujetó con las manos contra su pecho. No sabía qué iba a encontrar, pero estaba segura de querer saberlo.
—Hija mía —le dijo la directora—. Solo te pido que no lo leas aquí. Sé que no puedo convencerte de que te quedes, sé que no puedo luchar contra tu arrojo, lo sé desde que eras así —y bajó la mano para señalar la altura de una niña de apenas unos años—. No puedo luchar contra eso, lo sé y tampoco podré convencerte de que no lo leas, pero lo que ahí está escrito es doloroso y me gustaría que no fuera ese el último recuerdo que tienes de nosotros. Sé que esto que te pido es egoísta. Sé que no es justo porque has estado esperando este día desde hace muchos años, pero concédeme, por favor, este deseo porque es tanto lo que te quiero que se me partiría el corazón si te viese llorar leyéndolo.
Rosamundo la miró fijamente y sonrió:
—Así lo haré —le dijo apenada por su marcha—, lo leeré cuando esté lejos de aquí para que el recuerdo mi casa —así se referían al orfanato todos los niños— sea tan bonito que siempre quiera regresar. Aunque sabe perfectamente —también era costumbre que todos los niños tratasen de usted al personal del centro—que nada podría cambiar la opinión que tengo de todos vosotros.
La directora asintió y se volvió apresurada para que Rosamundo no viera cómo era incapaz de contener las lágrimas. Rosamundo se acercó a ella y la abrazó. La directora se volvió y se dejó abrazar. Cuántas veces no había hecho ella ese gesto con Rosamundo, le parecía increíble que fuese aquella pequeña niña la que ahora la estaba consolando. Se sintió mayor, demasiado mayor para seguir haciendo ese trabajo. Se separaron y la directora sujetó a Rosamundo por los hombros. La miró y se sonrió. Le deseó de corazón, ninguna palabra surgió de sus labios, toda la felicidad del mundo; lo hizo cerrando los ojos y abrazándola de nuevo. Sintió entonces que aquella niña, que aquella joven, era ahora una mujer. Rosamundo se despidió de todos. Bajó las escaleras de acceso al centro y los niños más pequeños corretearon a su alrededor dándole besos y abrazos. Todos la querían porque ella a todos quería y solo con amor puede corresponderse el amor. Rosamundo se detuvo delante del coche que le acercaría a la ciudad, miró hacia atrás y se despidió saludando con la mano y con las lágrimas de sus ojos mientras que un pensamiento que no pudo evitar surcó su mente de forma inopinada, nunca regresaría.
Foto de cottonbro studio en PEXELS
En Milán a 10 de enero de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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