Los pasillos se habían vaciado. Todo el mundo estaba en la sala. Era el turno de María. María debía defender a Dios. Para mí poco importaba ya si era o no dios, si su divinidad era o no demostrable, si su culpabilidad, en todas aquellas acusaciones vertidas sobre él, era demostrable. Mi único interés era que no fuese condenado, mi único alivio sería su liberación. Era consciente de que Dios para mí era un amigo, un amigo con el que había intimado, con el que había tenido magníficas experiencias que de otro modo jamás habría vivido y que me conocía incluso mejor que yo mismo, como demostraba cada vez que hablábamos y yo intentaba ponerle a prueba. Dios era mi compañero, aquel al que podía contarle todo, absolutamente todo, sin necesidad de esconder nada porque sabía que entendería perfectamente mis sentimientos, mis emociones, mis sufrimientos, mi dolor, mis pasiones. Para mí Dios distaba mucho de la idea que yo me había hecho de dios, de cualquier dios, y que durante el tiempo que estuve con él había ido aprendiendo a través de la gente con la que hablaba y con la que compartía pensamientos, reflexiones y opiniones. La historia de la humanidad y las religiones habían puesto de manifiesto ideas de dioses muy variopintas, dioses crueles, bondadosos, vengativos, misericordiosos, caprichosos, juiciosos… Dioses, en definitiva, con poder, pero con comportamientos y conductas claramente humanos, dioses creados por los hombres para que los hombres encontrasen las respuestas que necesitaban o sencilla y puerilmente para evitar que las encontrasen. Y Dios para mí era un hombre, un hombre con peculiaridades de hombre que se comportaba como un hombre. No podía encontrar en él rasgos de divinidad, a pesar de su bondad, de su caridad, de su misericordia, a pesar de las numerosas, llamémoslas casualidades que había contemplado junto a él y que cualquiera bien podría considerar como portentos, maravillas, magia o milagros. Dios era un hombre muy especial, pero un hombre, al fin y al cabo.
Antes de que María comenzase su alegato final miré la sala, estaba abarrotada como durante todas las sesiones. Había medios de comunicación de todo tipo y todo origen. Había infinidad de periodistas que estaban dando cobertura al juicio. Al principio tuve la sensación de que no duraría mucho la atención, pero al poco tiempo me di cuenta de que había demasiados intereses más o menos ocultos, más o menos espurios y eso hacía que la cobertura mediática se mantuviese viva. Esos intereses, a mi modo de ver, provenían de todo tipo de fuentes. Básicamente estaban los que apoyan incondicionalmente a Dios en su hipotética divinidad y estaban aquellos que descreían de él en su condición divina. Y a ambos grupos pertenecía gente poderosa que tenía el empeño de que este juicio se convirtiese en algo más que un juicio a Dios. Querían que todo el mundo conociese a Dios, porque tenían la esperanza de que se reconociese su divinidad y nadie pudiese contradecirla, esos eran los unos, y los otros deseaban que Dios fuese denostado por el más alto tribunal de la humanidad y, por tanto, dejase de tener sentido cualquier religión. Tal vez, tanto los unos como los otros soñaban un veredicto que les confiriese el control absoluto sobre la sociedad, tal vez veían en este juicio el empuje definitivo que necesitaban para lograr que el mundo se convirtiese en su feudo. Si algo había aprendido con Dios es que el poder es paciente, mucho más de lo que pensamos, y planifica a largo plazo, a pesar de que en ocasiones se muestra beligerante y vehemente en sus determinaciones cuando algo se le opone en su camino. Era difícil saber qué buscaban y quiénes eran quienes pretendían que Dios saliese condenado o absuelto. Entre esos grupos estaban los que habían proporcionado a Dios su defensa. Yo no había tenido la oportunidad de conocerlos. Nunca estuvieron presentes en las reuniones de su equipo de abogados con Dios, a las que yo asistía según les resultaba de interés. Tampoco supimos nunca, al menos yo —pienso que Dios sí que lo supo, estoy seguro de ello, aunque nunca llegó a decírmelo— si pertenecían a un credo o a otro, o si eran ateos o agnósticos. La condición que impusieron sobre la prevalencia de su identidad fue absoluta y estricta, al menos para mí. Debo confesar que la curiosidad inicial que tuve para comprobar quién podía estar interesado en defender a Dios fue diluyéndose con el transcurso del juicio y al final mi única preocupación fue que lograsen la absolución de mi amigo, Dios.
María estaba ordenando sus papeles mientras yo la observaba. Estaba nerviosa, o tal vez intranquila. Siempre había mostrado gran aplomo, pero en esta ocasión la impresión que transmitía era la contraria. Me preocupé. Sabía que no podía hacer nada, pero la actitud de María me resultaba extraña. Toda la sala estaba pendiente de ella, toda la sala la miraba. El tribunal no perdía ojo a los gestos de María y un murmullo comenzaba a extenderse. Dejé de mirar a María como si quisiese diluir la presión a la que intuía estaba sometida en ese instante y dirigí nuevamente la vista a la sala. Ahora había un hueco, me extrañó. Eran dos o tres asientos que estaban vacíos. No recuerdo que antes lo estuviesen. Evidentemente no sabía en absoluto quiénes estaban sentados allí. Aunque tras el juicio, revisando las cintas, pude ver sus rostros. Me resultaron conocidos, no supe poner en pie quiénes eran, pero habría jurado que todos los días estaban allí, todos los días menos en aquel preciso instante. Justo entonces habían desaparecido. Miré a Dios, estaba sentado, tranquilo, diría que no estaba expectante como el resto de la sala, sencillamente esperaba que prosiguiesen los acontecimientos. Entonces María comenzó a hablar. Saludó al tribunal y con un formalismo empezó diciendo que Dios era culpable. Un temblor recorrió todo mi cuerpo.
Foto de Pierre Miyamoto en Pexels.
Mérida a 22 de enero de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
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