Regresé de mi paseo y justo antes de llegar al juzgado quise protegerme en los soportales del edificio en que se celebraba el juicio para evitar la tormenta que se cernía entre los últimos estertores de un sol que me abandonaba y comenzó a descargar agua sobre mí. No llegué a tiempo y las primeras gotas cayeron sobre mi cabeza como una premonición de algo que no sabía cómo iba a transcurrir. Me sequé como pude en el vestíbulo del edificio y accedí a la sala en la que se celebraba el juicio que se reanudaría con total normalidad. Demasiada a mi entender, sobre todo después de lo que había ocurrido con el discurso del fiscal. Tuve la sensación de que nadie le había dado la importancia que tenía. Dios acababa de ser exculpado en base a su culpa. Parecía una paradoja, pero estuvo tan bien argumentada que difícilmente podría ser descartada sin más. Se trataba de una conclusión, la que presentó el fiscal, que trascendía al juicio, que minaba lo más profundo de la fe de cualquier religión. Y, sin embargo, era el ser humano el que perdonaba y era el ser humano el que decidía sobre Dios y, por ende, sobre cualquier dios. No había sido necesario utilizar razonamientos metafísicos, ni procurarse argumentos filosóficos de gran profundidad. El fiscal había utilizado un pensamiento racional muy sensato, creíble, deducible, al alcance de cualquiera que estuviese dispuesto a oír. Eso dejaba a Dios, en tanto que dios, en una posición muy delicada. De una parte, salvaguardaba su libertad, de otra, pasaba a ser un simple mortal con un nombre extraño. Mi pensamiento buscaba entender las consecuencias de esta realidad si el juicio terminaba dándole la razón al fiscal y dictaminando la libertad de Dios en base a sus consideraciones. Dios estaba siendo juzgado por el más alto tribunal que podía concebirse entre los hombres y su exculpación, sobre la base de los argumentos de la fiscalía, suponía de facto la consunción de cualquier forma de divinidad en la Tierra. Era evidente que las religiones no reconocerían la sentencia. Era evidente que tampoco se produciría la desaparición de las religiones. Era evidente que los más altos dignatarios y representantes de los distintos credos argumentarían que ningún tribunal humano podía siquiera plantearse juzgar a dios y que, por tanto, aquel juicio no había sido más que una pantomima montada por aquellos que querían eliminar cualquier vestigio de fe para hacerse con el control de la humanidad. Negarían la divinidad de Dios, acusándole de farsante. Olvidarían intencionadamente su silencio durante el proceso, que les defendía ante cualquier posicionamiento y les permitía pronunciarse a posteriori, y negarían, en caso de ser interpelados, cualquier reunión —y yo soy testigo de que las hubo, y conocedor de su contenido porque Dios quiso que lo supiese después del juicio— con Dios para buscar algún atisbo de afinidad con su religión que pudiera servirles de impulso en las horas caídas que todas las religiones sufrían en un mundo cada vez más tecnificado gracias a los avances de la ciencia, lo que propiciaba la debilidad de la fe salvo cuando esta era impuesta bajo amenaza de castigo o se implantaba en entornos analfabetos o controlados educativa y culturalmente por cualquier culto religioso. Las religiones necesitaban creyentes para sostener su negocio, para incrementar su imperio. Eso era algo que había aprendido gracias a Dios y el propio Dios había intentado luchar contra esos emporios, pero se dio cuenta enseguida de que resultaba inútil esforzarse en eso cuando existían otras cosas mucho más importantes que hacer en la Tierra durante su estancia. Además, un pensamiento de Dios que me ofreció durante alguna conversación que mantuvimos acerca de las religiones se me quedó grabado y creo que fue una reflexión muy acertada. Vino a decirme algo así como que las religiones, en cuanto a su sistema organizativo dirigido por seres humanos, a pesar de que se han convertido en monstruos capaces engullir cualquier señal de riqueza para fomentar su propia ostentación y opulencia lo que les hace caer en el oprobio, mantienen de cara a la gente una fachada que les que permite aglutinar algunos valores intrínsecamente humanos y ciertos derechos que todos deberían disfrutar. Esa fachada le resultaba necesaria a las religiones para mantener su estatus, pero, al mismo tiempo, trasciende su falsedad para convertirse en una realidad que ayuda a la humanidad desde alguna de las ramificaciones de cada religión.
En la sala busqué a Dios con mi mirada, necesitaba algún gesto de complicidad por su parte puesto que me sentía olvidado. Yo mismo era consciente de que esa sensación que albergaba no era más que el reflejo característico de una duda de fe. Se trataba de una reacción natural que cualquiera sufre si su creencia se fundamenta en la fe y no en la razón y en la ciencia. Es lógico que aquello que creemos basado en nuestra intuición, esperanza o necesidad, esto es, en nuestra fe, propicie estados de incertidumbre puesto que no existe ninguna garantía de veracidad en dicha fe. Y, por tanto, en esos instantes, cualquier indicio de realidad que se pueda percibir asienta y consolida nuestro credo. Así estaba yo, deseando la más mínima señal de Dios para recuperar mi fe en él. Le buscaba con ansia, con ahínco, pero no me atrevía a dirigirme a él porque tenía miedo a que percibiese mi falta de fe. Entonces me miró y me sonrió. No tenía por qué hacerlo, ni mucho menos, pero intuí que sabía que necesitaba su gesto y me lo dio, y se lo agradecí, y me tranquilicé. Después miré a María que debía encargarse de defender a Dios, debía hacerlo presentándole como dios, pero exculpándoles de las acusaciones que se vertían sobre él para asegurar su libertad. Mantuve la mirada sobre ella, buscando una reacción similar a la que había tenido con Dios, aunque en esta ocasión no necesitaba su condescendencia, ni tan siquiera un gesto de connivencia subrayado por alguna mueca que me hiciese sentir mejor. Creo que lo que buscaba era justo lo contrario: transmitirle a ella mi confianza en su trabajo, mi ánimo para su defensa. No creo, la verdad, que ella lo necesitase. No creo, la verdad, que ella buscase alguna complicidad conmigo. No creo, la verdad, que mi ánimo inflamado, gracias al gesto de Dios, pudiese insuflar en María nada más que cierta condescendencia y seguramente compasión hacia mí. El caso es que no me miró y si percibió mi persistencia, no le hizo caso alguno y mantuvo su mirada fija en los papeles que tenía ante ella y que leía y releía y subrayaba y anotaba. Estaba tan concentrada que no podía prestar atención a nada ni a nadie más. Entonces el tribunal retornó a la sala y todos nos pusimos en pie. María fue ayudada por su asistente a levantarse y luego tuvo que sostenerla hasta que los jueces se sentaron, y fue entonces cuando me di cuenta de que su rostro estaba compungido, triste, apenado. Algo se me escapaba.
Foto de Алексей Васильев en Pexels.
Mérida a 8 de enero de 2023.
Rubén Cabecera Soriano.
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