sábado, 31 de diciembre de 2022

Será árbol.




Es extraña nuestra existencia. A nadie parece importarle si nuestra vida está llena de magia, y es probable que no lo esté, pero, sin embargo, aquello que se escapa a nuestra mente, a nuestro entendimiento, aquello que nuestra ciencia no es capaz de explicarnos y que en manos de los dioses se convierte en fe irracional, eso, a veces, solo a veces, ocurre, y entonces nos llena de esperanza e ilusión. Ambas emociones pueden ser traicioneras si no se acompañan de esfuerzo y perseverancia. La esperanza y la ilusión arremeten contra la más pura lógica, pero son débiles por más que queramos creerlas cuando se enfrentan al tiempo y la distancia. Requieren nuestro firme compromiso y exigen ciertas renuncias para las que no siempre estamos preparados porque esperanza e ilusión viajan en el mismo tren y comparten vagón con la incertidumbre.


Paseaba. Yo, que tengo la oportunidad de verle día a día, voy a haceros una revelación: sus paseos no son contemplativos ni buscan encontrar la belleza del paisaje, son casi obligados. Los hace pegado al teléfono, pero los hace en un pequeño parque junto a su oficina. Y ese fue el principal motivo por el que eligió el local en el que proseguiría su actividad profesional: el parque. No le hagan mucho caso cuando les cuente que el precio era muy bueno, o que se aparca fácilmente, o incluso cuando les diga que salir de la ciudad para sus viajes es muy fácil desde allí. No les está mintiendo, pero no les cuenta todo, el verdadero motivo es el parque. Le entusiasmaba la idea de ver los árboles desde su mesa y le gustaba la imagen de verse caminando mientras contestaba las malditas y numerosas llamadas que asfixian su día a día. El parque es más bien parquecito, pero tiene árboles y está lleno de césped, que reseca y amarillea en verano, pero que enverdece con fuerza a partir de las primeras lluvias primaverales. También tiene bancos, aunque él no los usa mucho salvo en alguna ocasión extraña en la que, a mediodía, decide descansar y trasponerse al sol. Él usa el parque para caminar mientras habla, pero ese pequeño parque le devuelve energía y vitalidad. Él lo agradece y el parque no le pide nada a cambio, sin embargo, él quiere devolverle ese regalo velándolo.


El parque está bien cuidado, se podan los árboles, se corta el césped y se arreglan los arbustos que ocasionalmente ofrecen alguna tímida flor que poca gente contempla y que solo disfrutan las abejas, pero hay épocas en las que el parque está más desentendido. La verdad es que no se sabe bien por qué, tal vez sería necesario que alguien ofreciese alguna respuesta, pero si no fuese por eso, yo no podría contaros esta historia.


Un día, no hace mucho, en uno de los paseos telefónicos durante los cuales él mira distraído los árboles y el césped, y huye de los ruidosos coches que pasan por la carretera e incluso de los peatones y viandantes que pasean a sus perros por allí, vio en el suelo algo y le llamó la atención. Estaba separado del camino que los caminantes han creado con sus caminatas y que ningún arquitecto o urbanista podría haber proyectado nunca. Él suele recoger la basura que encuentra tirada por el suelo para que su parque esté siempre limpio. No le gusta que la gente lo ensucie, pero tampoco les reprocha nada. Seguramente porque lo hace de forma casi inconsciente, mientras responde preguntas o exige respuestas por su teléfono. Al verlo, pensó que se trataba de una pequeña bolsa de plástico, así que se acercó dispuesto a recogerla para depositarla en la basura. Sin embargo, cuando estuvo frente a ella, mirándola desde arriba, se percató de que no era una bolsa, era una especie de fruta, entre limón y naranja, según quiso deducir por el color. La recogió y se dispuso a depositarla en la papelera más cercana como acostumbra a hacer. La llevaba en su mano izquierda y cuando alcanzó la papelera se detuvo y miró la fruta. No había ningún árbol frutal de donde la había recogido y además estaba en un lugar algo recóndito por el que no transitaba demasiada gente. Él, como guardián oficioso del parque, lo sabía bien. La fruta estaba limpia y madura, y eso le llamó la atención, así que decidió guardarla sin saber muy bien para qué. 


El día había sido intenso, no muy diferente de los demás. Desde hacía algún tiempo había logrado que su profesionalidad desapareciese cuando lo necesitaba para dejarle descansar el espíritu, y aunque no eran muchas horas al día en las que se permitía ese descanso, su cuerpo y su mente lo agradecían mucho, y su familia, así lo pensaba él, también. Al llegar a casa, preparó la cena y los niños la tomaron. Él los miraba sonriente, absurdamente sonriente, casi embobado, como le solía pasar con ellos; e incluso cuando peleaban o se enfadaban no podía evitar asombrarse con su inocencia y su ausencia de rencor, a pesar de que sabía que antes o después acabarían desapareciendo. El caso es que, después de fregar la loza, recordó que en el bolsillo de su abrigo se encontraba esa extraña fruta que había encontrado en el parque y un pensamiento se le vino a la cabeza: la plantaría. 


Siempre le habían gustado las plantas, nunca había tenido muchas, porque encontraba una profunda belleza no en el hecho de tenerlas, sino en el hecho de plantarlas, cuidarlas y verlas crecer. Luego normalmente las regalaba cuando ya estaban suficientemente crecidas. Siempre eran árboles, pequeños árboles que nadie podría leñar y que nunca crecían demasiado en las pequeñas macetas en las que los plantaba. Abrió la fruta con los dedos y ahí estaban sus semillas rodeadas de un intenso aroma cítrico que envolvió la cocina donde tenía el macetero preparado. Era consciente de que no era la mejor época para plantar unas semillas y aun así lo hizo. Le daba un poco de pena pensar que no podrían crecer, pero un extraño e inexplicable impulso le llevó a plantarlas. Con una cuchara había hecho un pequeño hueco en la tierra de la maceta para depositar las semillas. Las enterró con parte de la carne de la fruta y las regó. Ese ritual casi sagrado que pocas veces había hecho le produjo una inmensa satisfacción. Ese gesto le ofrecía en esencia la posibilidad de crear vida si todo salía bien. Era una gran responsabilidad y, pesar de no estar muy convencido, lo hizo. 


Al día siguiente, a sabiendas de que nada encontraría, al levantarse temprano como siempre, miró el macetero. Nada encontró y sonrió complaciente. No son semillas mágicas, pensó algo entristecido. A mediodía, busco una esquina soleada en el alféizar de una ventana y dejó la planta allí un buen rato. Y así repitió el gesto uno y otro día cuando el sol lo permitía regando ocasionalmente la maceta para que la planta tuviese agua suficiente para crecer si esa era su intención. 


Y no como suele ocurrir en la vida y sí en los cuentos, un día, casi de forma inopinada, ocurrió el milagro. Un minúsculo brote surgió de la tierra, era casi inapreciable, pero estaba allí. Lo primero que hizo fue sonreír pensando cómo era posible que esa maravilla aconteciese. Después, lleno de serenidad y paciencia, y asumiendo la responsabilidad que la vida le ofrecía, comprobó si tenía suficiente agua y la dejó en su luminosa esquina. Los días fueron transcurriendo con normalidad y una nueva sorpresa aconteció en forma de nuevo brote. Otra de las semillas había germinado. Era un maravilloso acontecimiento que compartió con su familia. Pero lejos de quedar ahí, cuando las dos semillas más tempraneras habían alcanzado cierta envergadura, poco más de un par de dedos, un nuevo brote surgió: pequeño e indefenso frente a sus hermanos ya creciditos. Sin embargo, lejos de achantarse, arrancó con la fuerza de una espiga alargada y al cabo de una semana en la que las hojas de los hermanos estaban tomando sus posiciones para captar la luz del sol con la que disfrutaban cuando las nubes lo permitían, creció hasta lograr rebasarlas. Al poco tiempo otro par de semillas surgieron prodigiosamente de la tierra. Todas las semillas que había plantado querían vivir. Todas las semillas estaban ahí, orgullosas, listas para enfrentarse con lo que la vida les deparase. Ellas no lo sabían, pero dependían de la paciencia y perseverancia de su sembrador y lo que les puedo asegurar es que paciencia y perseverancia las tiene de sobra para creer en un futuro lleno de esperanza y de ilusión como si él mismo fuese el árbol que plantó.



Fotografía del autor.

En Mérida a 31 de diciembre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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