No hacía demasiado frío en la calle a pesar de ser diciembre, a pesar de ser Navidad. Las tiendas, los comercios, los negocios estaban llenos de gente que pululaba de un mostrador a otro buscando un último detalle, un último regalo. Las calles, las plazas y los parques estaban llenos de gente paseando entre luces, músicas y decoración navideña acompañando a los transeúntes horas antes de la cena. Los bares, las cafeterías, los restaurantes estaban llenos de gente que celebraba encuentros o despedidas antes de las navidades, sabiendo que después volverían a separarse o encontrarse. Todo era felicidad, todo parecía ser felicidad.
Un niño pequeño estaba perdido entre la multitud, llorando, buscando desalentado a su madre, sollozando porque apareciese su padre. Desesperado se movía entre la marabunta de personas que le esquivaban evitando arrollarle en un traspiés. Nadie parecía fijarse demasiado en él. Y él no hacía otra cosa que luchar contra su angustia para localizar a su familia. A unas calles de allí un padre buscaba como loco a su hijo, escudriñando cada rincón, cada esquina, cada palmo de calle. Gritaba su nombre a viva voz abatido tras horas de intensa búsqueda. Sus gritos no alcanzaban al hijo porque la música callejera y el ajetreo de las gentes atenuaba su consternación. Cerca de una plaza una madre buscaba a su hijo preguntando a todo con el que se cruzaba, enseñando una de las muchas fotos que llevaba en el bolso y buscando una complicidad que nadie le prestaba porque nadie tenía tiempo para ayudar a una madre angustiada. El padre y la madre preguntaban, gritaban y se lamentaban buscando al niño que se les había perdido.
Ambos regresaron a todas las tiendas por donde habían pasado e interrogaron a cada dependiente con el que habían hablado, preguntaron a todos los vigilantes que durante estas fechas procuran evitar hurtos, pero apenas atienden a niños desamparados, incluso interrumpieron a clientes que estaban probándose ropa, ojeando libros o probando perfumes para asegurarse de que su hijo no había pasado por allí, a pesar de que a esas alturas de la búsqueda casi daban por sentado que nadie se habría fijado en él.
El niño caminaba desorientado, perdido entre la gente, sin saber qué hacer o a quién dirigirse. Entonces un señor mayor, de larga y blanca barba se le acercó.
—Hola pequeño, ¿qué haces por aquí tan solo?
El niño, era incapaz de responder, solo podía sorberse los moquillos del sollozo.
—Me he perdido —fue lo único capaz de decir.
El señor mayor se irguió todo lo largo que era, y lo era mucho, al menos esa fue la impresión que se llevó el niño que le miraba desde abajo un tanto asombrado. Solo su presencia le había tranquilizado sin llegar a entender bien el porqué.
—Mira —le dijo el señor— vamos a hacer una cosa. Te propongo que te vengas conmigo a buscar a tus padres. Seguro que los localizamos porque seguro que te están buscando.
El niño, a pesar de la confianza que le inspiraba el señor, sabía que sus padres le tenían prohibido acercarse a desconocidos, aunque, en realidad, pensó, él no había sido el que se había aproximado al extraño, sino que había sido el señor el que había comenzado a hablarle. Su mente, maravillosamente infantil, había encontrado una solución al dilema que le planteaba la enseñanza de sus padres. Así que asintió con alguna duda aún, pero la esperanza de encontrar a sus padres con su ayuda le dio el impulso que necesitaba.
El abuelo le tendió la mano y el niño la recogió. Percibió una extraña suavidad, pero una profunda calidez. Se sintió seguro. El anciano reconoció la inocencia del pequeño y sonrió. Ambos comenzaron a caminar dados de la mano mirando alrededor para encontrar a un hombre y a una mujer desesperados buscando a su hijo. Para el anciano sería fácil reconocerlos, sus rostros serían muy fácil de identificar. El niño, confiado, dejó de sollozar y una sonrisa abrió su cara. Comenzó a disfrutar de las luces, de la música, de la gente, de los colores, miraba asombrado todo lo que le rodeaba mientras se dejaba guiar por su compañero. El niño, de vez en cuando, levantaba la cabeza para contemplar el rostro del anciano, firme, seguro, convencido, pero al mismo tiempo familiar y amable. El anciano, por su parte, observaba con atención todo lo lejos que sus ojos cansados le permitían intentando localizar al padre o a la madre. No prestaba atención a otra cosa que no fuesen las caras de las gentes con las que se cruzaban y a las que miraba en la distancia intentando percibir cualquier signo de angustia que le permitiese identificar a los padres del niño. Aunque de vez en cuando, también miraba hacia abajo para contemplar al pequeño y disfrutar de su candidez.
Al cabo de un rato, ni mucho ni poco, pues el tiempo cuando no lo mide un reloj es difícil de precisar, el anciano divisó a los padres que estaban mirando inquietos a todos lados. Les llamó «Oigan, aquí, aquí…» y los padres, atentos como estaban a cualquier signo, inmediatamente se giraron hacia la voz que pareció sobresalir sin estridencias por encima de todos los ruidos de la calle y contemplaron como el anciano se acercaba a ellos con su hijo de la mano. Los padres se lanzaron corriendo a abrazar al niño y el niño, sin soltarse de la mano del anciano, les recibió con cariño. El padre lo agarró con fuerza y lo alzó, y entonces las manos del anciano y del niño se soltaron. El niño estaba perfectamente bien como comprobaron la madre y el padre. La madre lo besó en el rostro y en la cabeza. El padre lo mantuvo entre sus brazos. Entonces, cuando ya estuvieron sosegados y el susto se atenuó, miraron al anciano y se dirigieron a él para darle las gracias. Comprendieron al instante, sin necesidad de intercambiar ni una sola palabra, qué había ocurrido. El anciano sonrió. Los padres comprobaron que su ropa estaba desgastada y la barba algo descuidada. Le preguntaron si necesitaba algo, si podían hacer algo por él, si necesitaba que lo llevasen a su casa. El anciano los miró y por primera vez sus ojos mostraron una profunda tristeza. «¿Le pasa algo?», le preguntaron. Él negó con la cabeza y comenzó a balbucear palabras inconexas sobre tiempos pasados e hijos perdidos. Señaló al pequeño y sonriendo mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas y empapaban su barba, lo llamó por un nombre que no era el suyo. «Miguel —así lo llamó—, mi querido hijo». Los padres viendo las lágrimas que surgían de los ojos del anciano comprendieron que estaba perdido, como lo había estado su hijo. Entonces le tomaron de la mano y comenzaron a ayudarle a encontrar su hogar.
Fotografía del autor. Daniel y Rubén.
En Mérida a 25 de diciembre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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