El alegato del fiscal fue un auténtico revés para todos, desde luego lo fue para mí porque tuve la extraña sensación de que había escuchado aquello que realmente no quería escuchar porque en el fondo de mi corazón sabía que era verdad. A priori debería haberme sentido feliz porque la intención del fiscal era evitar que Dios fuese procesado, cuando debería haber manifestado con firme convicción su culpabilidad para que fuese condenado, pero, sin embargo, pedía su absolución alegando que la existencia de dios era imposible de demostrar y, por tanto, Dios no era dios, y, por tanto, no podía ser responsable de aquello que no había podido hacer. Había consumado de forma sensata cualquier posibilidad que acreditase su existencia, sembrando en todos nosotros una terrible y dolorosa duda que minaba nuestra más profunda fe. Era una vuelta de tuerca en el sentido del juicio para la que yo no estaba preparado. Miré a cada uno de los miembros del equipo de abogados que estaban trabajando en velar los intereses de Dios y me pregunté si serían capaces siquiera de sembrar una mínima duda razonable en los miembros del tribunal acerca de la divinidad de Dios y evitar al mismo tiempo su condena después de lo que acabábamos de escuchar. Todos cuchicheaban visiblemente inquietos. María, sin embargo, parecía tranquila que el resto. Durante el descanso me acerqué a ella e intenté que me adelantara alguna de las conclusiones que tendría que presentar. La realidad es necesitaba que me transmitiese algo de aplomo. Me dijo que a estas alturas del juicio nadie tenía mucho que aportar y que lo que había hecho el fiscal no era sino tergiversar la realidad para intentar sembrar una duda «más que razonable en la mente de los jueces», esas fueron sus palabras que se grabaron a fuego en mí corazón por la trascendencia que tenían provenientes de su boca. Reconoció que el discurso había sido muy sensato y que había sabido lanzar un mensaje claro que escondía, sin embargo, mucha ambigüedad, porque pretendía la absolución de Dios basándose en su propia condena. «No entiendo —le dije algo aturdido—, lo siento, pero no lo entiendo». Ella me miró con compasión y me dijo condescendiente que cuando la escuchase lo comprendería, pero que en ese instante necesitaba tener una conversación con Dios para concretar algunas cosas. Así que me dejó allí y se acercó a hablar con Dios. Los miré y comprendí algo en lo que no había caído hasta entonces. Ellos se conocían de antes. No sé muy bien cómo pudo habérseme escapado ese detalle, ni tampoco puedo explicar cómo era posible que estuviese tan seguro, pero entre ellos había una familiaridad que me resultaba sorprendente. Y viéndolos allí a ellos dos solos, hablándose, sentí envidia de María y sentí una gran pena por Dios. Estaban los dos susurrándose sin que yo alcanzase a oír una sola palabra cuando mi máximo deseo en aquel instante era poder escuchar esa conversación que con toda probabilidad terminaría de definir los argumentos que María utilizaría en su último alegato en defensa de Dios. Estaba convencido de que María intentaría demostrar que Dios era dios contradiciendo al fiscal, pero que eso no era argumento suficiente para que la humanidad lo condenase porque el dios que los hombres querían condenar no era el dios que Dios decía ser. Aquello de repente se había convertido para mí en un galimatías incomprensible, oscuro y nebuloso, que a duras penas lograba entender si es que podía ser entendido en alguno de sus poliédricos matices. Para mí todo aquello comenzaba a ser tedioso y confuso: innecesario, en definitiva, puesto que la humanidad, por muy representada que estuviese en el tribunal que allí estaba juzgando a Dios, no me parecía competente para sentenciarle. Su divinidad, cierta o falsa, estaba fuera del ámbito humano y su responsabilidad, cierta o falsa, no podía someterse a nuestro sojuzgo. Y mientras tanto, yo me sentía abandonado por Dios porque no recibí de él ni tan siquiera el más mínimo gesto de complicidad cuando le busqué antes de escapar de aquel lugar que me estaba asfixiando.
Salí a respirar algo de aire. Estaba aturdido y la mente me daba vueltas intentando resolver un rompecabezas que no estaba seguro de querer ni de poder comprender. La calle estaba totalmente vacía. Hacía frío y el suelo rezumaba una humedad que se estaba convirtiendo es escarcha. El silencio era absoluto, ni tan siquiera el viento se atrevía a mover levemente las hojas de los árboles que escoltaban el bulevar en el que la sede del juzgado se encontraba. El cielo estaba gris, pero no amenazaba lluvia, parecía triste. Caminé durante un buen rato. Sabía que el juicio no se reanudaría hasta bien entrada la tarde porque los jueces habían propuesto un receso de un par de horas para comer. Caminé y caminé distraído sin prestar atención al camino que seguía y sin darme cuenta de que la tarde caía y poco a poco me atería. Quería evadirme, quería dejar de lado cualquier interpretación, cualquier lectura, cualquier conclusión que el juicio de Dios pudiera suponer. Sabía por los medios de comunicación que se trataba de un acontecimiento que estaba siendo seguido por millones de personas a lo largo y ancho del mundo con muchísimo interés. Porque millones de personas querían encontrar la misma respuesta que yo procuraba evitar. Querían saber si Dios era dios. Querían confirmar o desmentir sus propias convicciones. Y no es que fuesen baladíes para ellos las cuestiones de fondo del juicio, pues había gente que deseaba la condena de Dios por su responsabilidad en todos los desastres que habían ocurrido a lo largo de la historia de la humanidad, tanto aquellos que podríamos tildar de menores como aquellos más principales que conformaban los anales de la historia, y de los que se le acusaba en el juicio. Había gentes que deseaban ver a Dios castigado, que lo deseaban de corazón, tal vez por lo que ellos mismos habían sufrido, tal vez porque consideraban que Dios había sido cruel al tomar parte en esas atrocidades, o tal vez porque pensaban que Dios debía haber intervenido evitando terribles desastres; y por todo ello se atrevían con soflamas incendiarias y vehementes contra él, que fueron recogidas por numerosos medios, en las que expresaban abiertamente su postura sin ningún tipo de resquemor, igual de forma temeraria porque, tal y como advirtieron algunos teólogos ultraortodoxos de varias religiones, que no se atrevieron a pronunciarse sobre la posible divinidad de Dios, pero que afirmaron que si Dios era castigado por su supuesta responsabilidad en las terribles acusaciones que formaban parte del juicio, qué nos aseguraba que cuando se dictase la sentencia, el propio Dios, haciendo gala de su omnipotencia, no tomaría inimaginables represalias de un tipo hasta ahora inconcebible contra toda la humanidad puesto que nosotros, los seres humanos, no habíamos sido capaces de mostrar la más mínima piedad sobre su figura y habíamos condenado su existencia. Muchos vieron en este juicio la antesala del apocalipsis en sus distintas interpretaciones religiosas, y consideraron que se trataba de la última oportunidad que ofrecía dios, a través de Dios, para que la humanidad se resarciera de sus pecados antes del verdadero juicio final. Reconozco que había muchos que también querían que Dios fuese absuelto por miedo precisamente a esa expiación que sufriría la humanidad o interpretando precisamente este juicio como si constituyese los prolegómenos de ese juicio final en el que sería dios el que nos juzgase. Yo caminaba absorto sumido en estos pensamientos, pero quería olvidarlo todo, necesitaba olvidarlo; deseaba una paz interior mucho más sencilla, más simple, algo que me permitiese seguir haciendo lo que había venido haciendo en los últimos tiempos al lado de Dios y con lo que realmente me sentía feliz.
Foto de Vishal Shah en Pexels.
Cracovia a 28 de noviembre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
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