sábado, 26 de noviembre de 2022

Rosamundo (i).


Rosamundo no tiene miedo. Al menos eso es lo que dice. Rosamundo es una niña a la que no le queda mucho para ser mujer y cuando le preguntan sobre su futuro lo tiene claro: quiere ser maga. «Porque así —dice ella— podré resolver los problemas de mi país —ahí suele detenerse y concluye—. No, mejor de toda la Tierra…». Rosamundo todavía no es consciente de que la magia no existe. Y al igual que el amor que siente por su pingüino de peluche, el que le regalaron cuando nació, Pipi lo llama, desaparecerá y quedará en un hermoso y vetusto recuerdo en unos años, la magia, que es su mayor deseo ahora, terminará quedando en un sueño infantil cuando el mundo, ese que para ella es aún un desconocido, le arreé el primer golpe. En realidad, Rosamundo ya ha sufrido mucho, más de lo que una niña de su edad debería. Rosamundo es huérfana. Su madre murió cuando ella nació. Su padre desapareció al poco tiempo. Está vivo, pero ella no lo sabe. Tampoco él sabe si su hija vive, a estas alturas ni tan siquiera recuerda haber tenido una hija. La abandonó en una granja cercana a la chabola en la que malvivían. Rosamundo no tiene ningún recuerdo de entonces. Mejor así. Su madre era drogadicta. Su padre también. Entre ellos nunca hablaban, solo se gritaban si estaban más o menos sobrios. Cuando estaban bajo los efectos del alcohol o de cualquier otra cosa que pudieran robar y meterse en el cuerpo, solo se miraban y, a veces, lloraban. Su madre quedó embarazada y no fue consciente hasta los seis o siete meses. El padre ni se enteró hasta que un día ella rompió aguas y tuvo que llevarla a casa de un amigo, o algo así, que decía ser enfermero, o algo así…, pero que en realidad era quien les suministraba la mayor parte de las drogas que consumían cuando conseguían algo de efectivo. La pobre mujer no superó el parto. El padre, que no podía soportar ver como padecía, casi sufrió una sobredosis con todo lo que se metió. El amigo, borracho y cuyos conocimientos de obstetricia eran nulos, se limitó a tirar de la cabeza del bebé hasta conseguir que saliera. La mesa donde había recostado a la madre estaba llena de vasos rotos, jeringuillas y restos de todo tipo de drogas. De hecho, la madre se cortó en la espalda con un cuchillo, aunque ella no sintió nada porque antes la habían drogado para acallar sus gritos. Ese fue el mismo cuchillo que utilizó el amigo para cortar el cordón umbilical que unía a Rosamundo con su madre. Y ese es el motivo de que Rosamundo tenga un ombligo tan extraño y diferente al del resto de seres humanos. Ella desconoce esta historia. Quienes ahora la cuidan tampoco la saben. Rosamundo piensa que su ombligo es distinto porque ella es especial. Así que se lo enseña a todos para demostrarles que esa es la señal que la convertirá en una gran maga y podrá utilizar la magia para salvar a la humanidad de todo sufrimiento. Ella lo cree de verdad, está convencida, pero no tardará mucho en darse cuenta de su error. Entonces perderá su inocencia y dejará de ser niña. 


Rosamundo fue entregada a un orfanato cuando el dueño de la granja, un señor solitario cuya mujer se separó de él tras denunciarlo porque la maltrataba, vio delante de la puerta de su casa la caja de cartón en la que estaba metida la niña como si se tratase de un paquete entregado por un mensajero, pero sin embalaje ni acolchamiento que lo protegiese. Su padre no se había molestado, seguramente ni tan siquiera se lo había planteado, en arrumarla con un maldito trapo que también la abrigara. Estaba desnuda con su extraño ombligo, todavía sin cicatrizar, al aire. El granjero no lo dudó un instante. No quería complicaciones. Ni siquiera sintió la más mínima ternura por la recién nacida. Estaba acostumbrado a la vida en el campo y la niña para él era como una cría de animal. Fue una fortuna que no hiciera lo que acostumbraba a hacer con las crías que le sobraban en la granja. Tal vez, en lo más recóndito de su corazón, aún le quedaba algo de humanidad. Buscó el teléfono de un orfanato y el primero que encontró fue al que llamó. Llegaron del orfanato tras avisar a la policía que también se personó en la granja. Sospecharon de él, desde luego sus antecedentes no eran especialmente halagüeños, pero en seguida quedó claro que la niña había sido abandonada en su propiedad y que él no tenía nada que ver, al menos en esto. Llevaron a la niña a un hospital donde la tuvieron en observación unos días, mientras algún administrativo iba gestionando el papeleo para que la niña pudiera ser acogida en el orfanato, y la alimentaron como dios manda, si es que dios tiene algún mandamiento para estas cosas de recién nacidos. «La niña está sana —dijo el médico que la atendió—, pero solo pensar lo que ha debido pasar esta criatura, me duele». Se lo dijo a su mujer cuando llegó a casa esa misma noche. Ellos no tenían hijos, a pesar de que a él siempre le habían gustado los niños, pero su mujer, directiva en una empresa de cosméticos, no estaba dispuesta a sacrificar su carrera profesional y parte de su vida criando bebés. Cuando eran jóvenes eso no había supuesto un problema, pero el tiempo había aplacado su amor y lo había transformado en una suerte de atávico cariño que sostenían más por prejuicios familiares y sociales que por fe en su futuro como pareja. Él le había contado lo de la niña buscando algo de complicidad y enternecimiento por parte de ella. Pero su reacción no fue precisamente la esperada y sencillamente le deseó suerte asumiendo que difícilmente llegaría lejos. «Esa niña —le espetó— no tiene futuro» y la conversación quedó zanjada. Cada uno se fue a dormir a su hora a la cama que compartían. A la mañana siguiente, tras el desayuno en la cafetería del hospital, el médico salió y le compró un peluche a la niña. En la tienda solo quedaba un muñeco, un pequeño pingüino de color negro y blanco, «Como uno verdadero —pensó el médico—, pero más suave», aunque lo cierto es que el médico no sabía cómo de suave son los pingüinos de verdad. Regresó con el muñeco cogido de un ala y lo colocó en la cuna junto a la niña. 



Foto de DSD en PEXELS

En Mérida a 26 de noviembre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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