—Tenemos ante nosotros a una persona que dice llamarse Dios y que dice ser dios —así comenzó su alegato final el Fiscal Filósofo, ese fue el nombre con el que decidí llamarle y no el suyo verdadero que prefiero omitir puesto que no es relevante para la historia—. Lo dice convencido y lo dice intentando convencernos de esa realidad que, hasta donde sabemos es suya, solo suya. Y es suya porque solo él puede estar convencido de serlo ya que no nos ha podido ofrecer ni una sola evidencia, a pesar de la obstinación de la que todos hemos hecho gala para conseguir que nos demuestre su verdad. Hemos recurrido a una amplia suerte de argumentos filosóficos y teológicos de todo tipo y de todas las religiones habidas en la historia de la humanidad, las monoteístas e incluso las politeístas, para procurarle —dirigió a Dios una mirada severa que inmediatamente tornó hacia los jueces transformándola en condescendiente — cualquier argucia con la que demostrar la veracidad de su aseveración. No nos hubiera importado si esos argumentos hubieran sido sofistas, no nos hubiera importado que hubiese seguido argumentos mayéuticos, dialécticos, lógicos, dualísticos, racionales, empíricos, deductivos o inductivos, o de cualquier otro tipo. Nos daba igual si hubieran servido para llevarnos al convencimiento de su divinidad, tan solo queríamos que nos demostrase su verdad. Porque en lo más profundo de nuestros corazones, todos, absolutamente todos, queríamos creer, incluso aquellos que nos hacemos llamar ateos o aquellos que se confiesan agnósticos. En cualquier caso, hemos mostrado a lo largo de estos meses todo lo que los seres humanos han venido atribuyendo a la acción divina independientemente de si el origen de esas acciones se atribuía a un dios llamado Ahura Mazda, Jesucristo, Yavhé, Alá, Brahma o como quiera que sea y con todos los matices habidos y por haber, derivados de la propia existencia del ser humano. Y después le hemos pedido que reconociese su acción detrás de cada una de las historias escritas en los libros denominados sagrados y aquellas acciones aparentemente contempladas por, déjeme que los llame así, visionarios, y contadas de viva voz que parecen acercarse más al mito que a la verdad —hizo una pausa para descansar y beber algo de agua—. Ha divagado, elucubrado, teorizado, matizado, aunque nunca lo ha reconocido.
»Pero también le hemos mostrado las consecuencias de su supuesta inacción, le hemos enseñado el dolor en que se ha sumido el mundo desde que tenemos consciencia de nuestra realidad, el egoísmo de los seres humanos, la desidia, el odio, el rencor, … Emociones todas ellas intrínsecas a la naturaleza del ser humano y que han provocado tanto sufrimiento entre nosotros. Y mientras esto ocurría, usted, como dios, no ha hecho nada. Lo trascendente no es como tal su inacción. De hecho, eso, según he venido mostrando, es lo lógico, lo natural, lo que demuestra la falsedad de su supuesta identidad. Lo terrible es que realmente usted, Dios, fuera dios y hubiera decidido tomar partido solo en algunas acciones, pocas, concretas, concisas, limitadas y relatadas en algunos párrafos escritos a lo largo de la historia, y tal vez la prehistoria, de la vida en la Tierra. Y eso es espantoso por una sencilla razón, mostraría un dios cruel, caprichoso, inmoral, y sometido a arbitrio. Y es precisamente esa palabra: “sometido”, la que provocaría que si usted fuese realmente dios no fuera lo último y por encima de su existencia estuviese la moral que, permítame prefiero vincular a la propia naturaleza, al propio universo, esto es: lo que es bueno y lo que es malo, pero regido por unas leyes en apariencia rígidas que aún no han sido descubiertas en su totalidad por la ciencia y que provocan interpretaciones esotéricas que requieren de una divinidad inventada para apaciguar nuestra mente. Evidentemente son interpretaciones humanas, las del bien y las del mal, y seguramente cualquier persona medianamente coherente podría concluir que esas lecturas pueden llegar a ser temporales y responder a conceptos sociales de una determinada época, pero el sufrimiento que subyace tras muchas de ellas lo aleja de ese matiz temporal. El dolor de una madre frente a la pérdida de su hijo no tiene matices, es real como su propia existencia. Y usted, en apariencia, ha decido ayudar a unas pocas madres olvidándose de otras. Esto lo convierte en un dios cruel que no responde a conceptos morales, o lo que es lo mismo, lo convierte en una quimera irreal que solo existe en nuestra imaginación, que solo existe para apaciguar nuestro desconocimiento y que solo existe porque necesitamos que exista. Usted es falso y precisamente gracias a que no existe podrá salvarse de la terrible condena a la que la humanidad debería someterlo ante su irresponsable actuación, de haber sido real.
»No podrá negarme que le tiendo una mano abierta y sincera que le abre una puerta a una salida inesperada. No quiero que usted sea condenado por sus supuestos crímenes que, no me cabe duda alguna, usted no ha cometido, estoy totalmente seguro. Quiero que usted sea absuelto por no ser quien dice ser. Quiero que confiese que no es dios y que esta pantomima no es más que la respuesta a una locura, a una broma o, quién sabe, a una acción publicitaria de alguna religión monoteísta que ve como cada día, gracias a la ciencia y a la cultura que nos permite divulgarla, el negocio de las religiones va de capa caída. Cosa de la que, permítame que me pronuncie —se dirigió a los jueces del tribunal inclinando con levedad la cabeza—, me alegro inmensamente. Si usted fuera dios, este tribunal debería condenarle por sus innumerables crímenes contra la humanidad, salvo que no fuera omnipotente, cosa que contradiría el principio básico de su divinidad. Si usted no es dios, como vengo sosteniendo a lo largo del juicio y expongo en mis conclusiones, no tanto por el hecho de que no lo sea, sino porque su existencia es imposible e indemostrable, usted sencillamente se verá sometido a una pena de suplantación de identidad, una pena menor por el hecho de que esa identidad, la divina, no existe como tal. Pero quiero anticiparme a la falacia que nuestra querida abogada sostendrá de que la indemostrabilidad de la divinidad, suya o de quien quiera que sea, es una prueba fehaciente que posibilita su existencia. Mi respaldo probatorio y la solución jurídica que ofrezco es más que suficiente para descartar esa hipótesis. La justicia, que es el sustrato y sustento de nuestra sociedad, no puede sostenerse más que en evidencias y las elucubraciones nunca deben constituir una base jurídica para emitir sentencias. Si la existencia de dios no es probable, dios no existe. Si usted quiere creer en él, allá usted con su consciencia. En este juicio hemos desacreditado la posible existencia de dios y hemos posibilitado que el acusado presente sus pruebas para acreditar su tesis. No lo ha hecho. Nosotros sí. En conclusión: dios no existe —entonces miró a Dios directamente y señalándolo con el índice de su mano derecha, le acusó— y usted no es dios.
Foto de Monstera en Pexels
Mérida a 20 de noviembre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/