domingo, 13 de noviembre de 2022

Mi tierra.


«Esta será mi tierra», eso debió pensar el líder sionista Jaim Weizmann, con una gran sonrisa en la boca, cuando leyó en noviembre de 1917 de manos de su amigo el barón Lionel Walter Rothschild, judío británico multimillonario y excéntrico sumamente aficionado a la zoología, también líder de la comunidad judía en Gran Bretaña, la carta que había recibido del ministro de Relaciones Exteriores británico, Arthur Balfour, tras años de intensa persistencia. Esa carta que se conocería posteriormente con el nombre de la Declaración Balfour y se publicó en prensa el 9 de noviembre de 1917. El escrito venía a decir que su majestad Jorge V veía con buenos ojos que los judíos ocuparan Palestina y que procuraría hacer todo lo posible para que lo lograsen; literalmente:

“El Gobierno de Su Majestad contempla con beneplácito el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, entendiéndose claramente que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de los judíos en cualquier otro país.” 


Jaim Weizmann, bielorruso de nacimiento, afincado en Gran Bretaña de la que obtuvo la ciudadanía en 1910 y que, a la postre se convertiría en el primer presidente del Estado de Israel desde su creación en 1948 hasta 1952 cuando falleció, utilizó como argumento fundamental, junto con el resto de miembros de relevancia del movimiento sionista, para acreditar los derechos del pueblo judío sobre las tierras en las que vivían los palestinos, la reivindicación de los judíos como descendientes del pueblo hebreo que habitaba dichas tierras hacía varios miles de años y puesto que el pueblo hebreo era el "pueblo elegido de Dios" e Israel —Eretz Yisra'el— constituía su "tierra prometida" como se establecía en el Génesis, esto es, su libro sagrado en el que dios prometía a Abram esas tierras, consecuentemente los judíos miles de años después tenían todo el derecho a reclamar y ocupar esas tierras:


“Aquel mismo día el Señor hizo una alianza con Abram y le dijo:


—Esta tierra se la daré a tus descendientes, desde el río de Egipto hasta el río grande, el Éufrates. Es decir, la tierra de los quenitas, los quenizitas, los cadmoneos, los hititas, los ferezeos, los refaítas, los amorreos, los cananeos, los gergeseos y los jebuseos.”


Y la palabra de dios es sagrada, como todo el mundo sabe, y en especial para los judíos en este caso, y en especial en estas circunstancias tan pías y, por deferencia a ellos, también es sagrada y de obligado cumplimiento para los árabes palestinos. Estos, sin embargo, “tan solo” llevaban viviendo en esa franja de tierra —maldita si se me permite— la friolera de trece siglos, desde el 638, con la dominación musulmana bajo el mandato de los califatos omeya, abasí y fatimí, con los seleúcidas, los mamelucos y hasta principios del siglo XX el Imperio Otomano. En cualquier caso, estos árabes palestinos fueron traicionados por la corona británica que, por desgracia, siempre tiene un pérfido papel relevante en cuestiones de política internacional allá donde puede sacar tajada con su perverso imperialismo. Y ojo que la tierra prometida por dios a los hebreos —y, por tanto, según los judíos, a ellos mismos— es mucho mayor de lo que en la actualidad ocupan, así pues, permítanme que recomiende a ciertos países que no descuiden sus fronteras, como Egipto —que ya sabe de qué estamos hablando—, Jordania —que tiene bien hechas sus cuentas—, Líbano, Siria e Irak, y quién sabe si Kuwait y Arabia Saudita porque dios no le facilitó a Abram un plano topográfico de la zona que les pertenecería —pero puede que terminen descubriéndolo en las numerosas excavaciones arqueológicas que se están realizando para encontrar vestigios de un imperio hebreo que solo existe en la biblia y en la mente de algunos iluminados—, aunque debemos estar agradecidos por el hecho de que el dios hebreo, Yavheh, no dijese “Tigris” en lugar de “Éufrates” —tal vez andaba escaso en conocimientos de geografía— en cuyo caso las tierras que les corresponderían por registro divino se extenderían a toda Asia Menor.


Por contextualizar algo más, en las postrimerías del siglo XIX, la franja oriental del Mediterráneo pertenecía al imperio otomano y la religión árabe, con su más y sus menos, había estado allí prácticamente desde inicios del siglo VII. A los hebreos no se los había visto por esa zona desde hacía algo más de un par de miles de años. Pero con la creación del sionismo de manos del periodista austrohúngaro de origen judío Theodor Herzl como respuesta al antisemitismo europeo de finales del XIX —sí, los reyes católicos no fueron los únicos que expulsaron y se opusieron a los judíos, también las naciones europeas más modernas lo hicieron hace no mucho, véase el caso Dreyfus francés de finales del XIX que supuso una mecha incendiaria— comenzó a fomentarse una emigración judía de reivindicativo carácter nacionalista a la “tierra prometida” palestina que concluyó, gracias a la connivencia británica, con la creación del Estado de Israel en 1948. Este movimiento sionista tiene su origen en el movimiento Amantes de Sion, creado por León Pinsker en 1881 en Rusia cuya intención era el retorno de los judíos a Sion —uno de los nombres bíblicos de Jerusalén— extinguiendo su diáspora que venía perpetuándose en la historia para tormento de los judíos. Por tanto, los judíos que aparecieron en Palestina a finales del XIX y principios del XX eran nostálgicos migrantes que entraron en conflicto con los residentes palestinos puesto que fueron haciéndose con sus terrenos ante la inacción del Imperio Otomano para quienes esa franja era poco relevante. 


Los británicos, magníficos troleros y trileros, viendo en el pueblo árabe de la zona un posible aliado contra el imperio turco para la Primera Guerra Mundial mandó, a través del secretario de Estado para la Guerra británico, Lord Kitchener, una carta al Jerife Jusayin Ibn Ali ofreciéndole apoyo para su rebelión contra los otomanos y el reconocimiento de un Estado Árabe en la zona. De hecho, en el levantamiento que iniciaron en 1916 tomó parte el iluso Thomas Edward Lawrence, Lawrence de Arabia, como Oficial de enlace. Poco después de que la Primera Guerra Mundial finalizase el 11 de noviembre de 1918, la rebelión concluyó su periplo en 1919 cuando quedó extinguida por el acuerdo secreto Sykes-Picot de 1916 por el que los territorios del entorno se repartían entre Francia y Gran Bretaña como vencedoras del conflicto mundial. Así, Gran Bretaña promovió la creación del Estado Judío en Palestina dando cobertura a las “Aliás”, es decir, a las migraciones masivas hacia la tierra prometida, cuyo plural es realmente “aliot”, que se habían producido de 1881 a 1903, la primera, y la segunda desde 1904 hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914 con la llegada de miles de judíos a las tierras palestinas. La puntilla para los árabes palestinos la dio la Declaración Balfour con la que comenzaba este texto. En resumidas cuentas, el registrador de la propiedad para la dolorosa franja de terreno ocupada por los judíos a los árabes palestinos tiene un nombre innombrable “Hashem” que es “Yahveh” y su pasante es el “gobierno británico”. Es cierto que desde entonces se pueden hacer poliédricas y numerosas lecturas, pero mi único deseo es que los italianos no recuperen a Júpiter como dios supremo y recuerden que España les perteneció, o que en Sudamérica no caigan en la cuenta de que sus territorios una vez fueron españoles por mor de la divina providencia católica. Y así podríamos seguir ad eternum…



Imagen: Balfour declaration, British Library. Originally published 9 November 1917.

En Mérida a 13 de noviembre de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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