Rosamundo fue trasladada a la Institución para Niños Felices, que así se llamaba el orfanato al que llamó el dueño de la granja donde la abandonaron; el nombre, bien pensado, reflejaba la realidad de la entidad, pero no era aplicable a todos sus residentes, y no precisamente porque los niños no fueran allí felices, que lo eran pues tienen la capacidad de ser felices en cualquier circunstancia aun cuando para cualquier otra persona algo mayor sería imposible, sino porque sus cuidadores, abnegados todos ellos en su trabajo, no lo eran, no lo podían ser porque conocían las historias de los niños, de sus niños. Estos tienen la fortuna de no entender lo que les ocurre, o tal vez lo comprenden de un modo que los adultos han olvidado. La vida no les ha ofrecido aún los avíos mentales y las experiencias necesarias para entenderla y eso les permite encontrar la felicidad donde ningún adulto sería capaz de hacerlo. Los adultos, por el contrario, ya obtuvieron gracias a su madurez o por su culpa todos los instrumentos necesarios para concebir la realidad tal y como es, eso sí, bajo el prisma subjetivo y personal de cada uno. Y es precisamente esa individual concepción de la realidad que tienen lo que les impide en muchas ocasiones ser felices. No son capaces de asumir las penalidades y el sufrimiento que observan o soportan porque en ellos recabaron conceptos como la injusticia, la sinrazón, la inmoralidad, la indecencia, la infamia y la vergüenza que a los niños aún no les llegó. Así pues, en la Institución para Niños Felices, los niños eran felices y sus trabajadores no. Pero los niños se van haciendo mayores, esa enfermedad no tiene cura para ellos, y el virus que la inocula, el tiempo, a todos contagia sin excepción. Y Rosamundo cuando ya no era niña, inventó una historia de amor que no tenía palabras de amor, pero a todos los que la escuchaban les temblaba el corazón. Rosamundo nunca recibiría la atención de hombre o mujer alguno. Su ombligo no era lo único extraño —mágico para ella— que tenía. Su rostro no era hermoso y su cuerpo no era bello. Estaba lleno de cicatrices. Y la gente no es capaz de ver más allá del cascarón que nos envuelve, la gente no es capaz de entender, por más que se esfuerce y muchos lo intentan, que lo de dentro es lo que concierne, prevalece e importa y que lo de fuera envejece, enferma y se consume, salvo, claro está, que alguna de esas experiencias y conceptos que la vida va inculcando en los seres humanos según van creciendo le cause una trágica herida de la que su inocencia, que subsiste de cuando era niño en el fondo del corazón como una coraza bienhechora, quiebre y no pueda salvarle.
Rosamundo no tiene miedo, eso ya lo sabemos, ella lo dice continuamente y no lo hace para esconder su verdadera emoción, lo dice porque es cierto, pero además es fuerte y valiente. Por suerte, no es temeraria a pesar de que el mundo que la rodea intenta empujarla constantemente hacia precipicios de los que nadie lograría salir. Rosamundo aguanta todo lo que la vida tiene preparado para ella, que es mucho, tal vez demasiado, tal vez la vida se ha enconado con ella sin razón aparente. Algunos dirían que son razones de dios, otros que la fortuna no la ha tenido en cuenta, y otros sencillamente la miran con pena y se compadecen de ella. Pero ella es más que todo eso, está por encima de dioses, de fortunas y de compasiones. Rosamundo vive y quiere vivir. Se aferra a la vida como el único don que ha recibido y que es verdaderamente suyo. Rosamundo entiende lo que a otros les resulta inalcanzable, Rosamundo ve en su existencia una razón por encima de cualquier otra, y la razón esconde en sí misma su fin, Rosamundo vive y quiere vivir porque está viva.
La Institución para Niños Felices, el orfanato en el que vive Rosamundo, está en medio del campo. Es una suerte de granja rodeada de altos árboles, que verdean en primavera y amarillean en otoño, donde hace varias décadas una señora que no quiso que su nombre mancillara el de la institución que quería crear decidió con la fortuna que amasó en vida crear un lugar de acogida para niños huérfanos donde procurarles cobijo y resguardo. Ella también fue huérfana y los recuerdos que conservaba de su infancia eran amargos por la falta de cariño y atención que cualquier niño requiere y que ella no tuvo. Su familia de ascendencia alemana se hizo cargo de ella con desgana y cierto desaire a la muerte de sus padres hasta que comprendieron que gran parte de la fortuna que la niña había heredado sería gestionada por ellos. Entonces la recogieron y la malcuidaron a costa de los dineros que el albacea de la niña liberaba puntualmente cada mes. Cuando creció y la niña se convirtió en adolescente y la adolescente se transformó en mujer, se marchó inmediatamente de una casa donde desde hacía mucho tiempo sabía que no la querían. Ya tenía decidido qué iba a hacer con la fortuna que le quedaba y compró un gran terreno boscoso donde construyó un edificio de madera en el que daría cobijo a niñas desamparadas. Después, con los años, llegaron también los niños y cuando Rosamundo recabó en el orfanato, nombre que casi no se decía en la institución porque no habían logrado eliminar las connotaciones perniciosas, eran 23 los que residían permanentemente allí. Otros tantos llegaban en períodos estivales y no menos se acercaban a comer o cenar antes de regresar a algo parecido a sus hogares.
Rosamundo llegó a la casa de acogida cuando era un bebé y se marcharía sola, sin familia, tal y como llegó, cuando ya alcanzaba la mayoría de edad establecida por la Institución que eran los 16 años. Algunos de los niños se quedaban en la Institución trabajando en ella cuando se hacían mayores, pero Rosamundo no quiso. Su decisión era firme, a pesar de que intentaron convencerla para que no rompiese su vínculo porque todo el mundo le tenía gran cariño, pero ella se negó, no porque no estuviese a gusto allí, sino porque necesitaba conocer aquello que nunca estuvo a su alcance. Rosamundo entonces ya era una mujer y su infancia había quedado enterrada entre aquellas paredes y árboles, pero también en su corazón, latente y expectante. Seguía creyendo en la magia, pero más por necesidad, por aferrarse a algo que le diera la fuerza que necesitaba, que por fe ciega. Y Rosamundo seguía sin tener miedo.
Foto de AlteredSnaps en PEXELS
En Mérida a 11 de diciembre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
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