Recuerdo con una mezcla de rabia e impotencia otra de las sesiones en las que con persistencia y en muchas ocasiones con suma inteligencia, buscaban contradecir el testimonio de Dios, y precisamente de esa sesión recuerdo a otro de los fiscales, pienso que seguramente era filósofo además de abogado, que trajo a colación algunos hechos históricos que prácticamente todo el mundo, al menos todos aquellos que se decían seguidores del cristianismo conocían. Debo decir que todas las intervenciones de este señor siempre me fascinaban. No se prodigaba en discursos y casi siempre estaba en su mesa tomando notas y haciendo preguntas sintéticas cuya respuesta debía ser solo sí o no, aunque ocasionalmente se lanzaba a exponer cuestiones en profundidad y entonces colmaba la atención de los asistentes. Era una persona sumamente amable y educada que conocía los entresijos de, me atrevería a decir, todas las religiones. Siempre que intervenía se hacía un silencio sepulcral en la sala y todos atendíamos con especial interés a sus exposiciones pues resultaban sumamente interesantes y hacían reflexionar sobre temas que atañen a todos los seres humanos más allá de sus creencias. En aquella ocasión habló sobre algunos de los milagros atribuidos a Dios en el Evangelio. Siempre comenzaba su intervención preguntándole a Dios si era dios. Dios asentía y ya no volvía a contestar a ninguna de sus interpelaciones. Eso fue algo que acordaron María y Dios. A mí no me parecía una actitud coherente pues había oído hablar a Dios muchas veces y podía ser muy elocuente. Tal vez María tenía miedo de que su locuacidad se viera con una perspectiva engañosa, casi fullera. El caso es que le preguntaron a Dios, aunque como digo no respondió, si él había obrado el milagro de los panes y los peces que cuentan los cuatro Evangelios y que Mateo y Marcos relatan en una segunda multiplicación. Dios sonreía de forma contenida mientras escuchaba las palabras del fiscal.
—¿Es posible —preguntó— que esa maravilla la obrase usted? Fueron muchas las personas que se alimentaron con ese milagro —se cuidó mucho de decir «con su milagro»— aquel día hace unos dos mil años. Y aquí está usted de nuevo, con un advenimiento que aún no ha sido muy loado, pero del que no me cabe duda alguna se escribirá largo y tendido para que los anales de la historia no dejen caer en el olvido su llegada, su nueva llegada.
»Mire —prosiguió tras una breve pausa para beber agua—, no voy a exponer mi personal opinión acerca de su persona porque no es algo que me competa en estas circunstancias, ni tan siquiera es algo que pueda ser del interés del tribunal, más allá de la espuria curiosidad que puede movernos como seres humanos, pero no me negará que no es tentador —y en ese instante como un meditado golpe de efecto se acercó a la mesa donde descubrió una caja que contenía una cesta con unos pocos panes y peces— pedirle que reproduzca aquel milagro frente a todos nosotros ya que, tras la larga sesión del día de hoy estamos hambrientos y necesitados. Aquí tiene una cesta con panes y peces y aquí nos tiene a todos, expectantes, además de famélicos tras este intenso día.
»Y fíjese, también tengo aquí —entonces descubrió otra caja que contenía una garrafa— algo de agua. Poca me parece, para los que somos, pero usted bien podría utilizarla para saciar nuestra sed e incluso, permítame el atrevimiento, como el Evangelio de Juan relata convertirla en un maravilloso vino para deleite de aquellos que sepan apreciar esa bebida entre los que, por desgracia, no me encuentro.
»Sé que esto que le pido no es de su agrado. Nos lo viene demostrando desde el principio. No quiere usted, o no puede, demostrar su divinidad obrando algún milagro. Sé que la fe que subyace y a la que de forma indirecta alude, no requiere de demostraciones milagrosas para sostenerse, pero esto es un juicio en el que deben presentarse pruebas que acrediten la realidad que usted defiende. En un juicio el acto de fe no sirve para convencer a un tribunal. Deben ser los hechos los que lo hagan y deben estar bien contrastados: científicamente contrastados. Hemos requerido informes a varios prestigiosos científicos para que manifestaran algún atisbo de realidad sobre estos milagros. Ha sido imposible. Y tengan ustedes en cuenta que muchos de ellos son creyentes confesos, incluso en su condición de científicos. Sin embargo, no han sido capaces de encontrar respuesta alguna a esas pantomimas que cuentan los libros sagrados. Y podría sacar a colación una casi infinita lista de milagros de todas las religiones monoteístas que reclaman para sus dioses, separadas, eso sí, de los mitos que pueblan nuestra historia. Ninguno de ellos puede ser demostrado científicamente y es la ciencia la que debe justificar o no la veracidad de su persona en un juicio.
En ese instante, Dios alzó su mano derecha, interpelando al fiscal, presumiendo, como así ocurrió, que interrumpiría su discurso para cederle la palabra. El fiscal, imagino que satisfecho por haber logrado que Dios interviniese contra la tónica general, detuvo su argumentación y le dio la palabra.
—Si yo ahora mismo transformase el agua en vino o multiplicase los panes y los peces de su cesta, ¿cree que alguno de los reputados científicos podría encontrar explicación para ese hecho? ¿Piensa que alguno de ellos o usted mismo encontraría una respuesta que satisficiera su inquietud? ¿Serviría de algo hacerlo más allá de provocar una escisión entre quienes, obrado el milagro, lo considerasen como tal o quienes sostuvieran que se trata de un vulgar truco? —En ese instante Dios se detuvo durante unos segundos—. No será mi voluntad sometida al arbitrio del ser humano, como tampoco someteré yo al ser humano a mi voluntad. Quien quiera creer que lo haga, quien no lo desee, así deberá apaciguar su conciencia. Lo que los libros dicen de mí, es lo que los libros dicen de mí. Yo soy el que aquí está y mi mensaje es el que digo.
—Pero —se atrevió a interrumpirle el fiscal— con todo el respeto. Los libros sagrados fueron escritos por Dios, ¿no es así? O, al menos escritos bajo su auspicio, ¿verdad? Eso es lo que nos han dicho cada una de las religiones que reclaman para sí la exclusiva de su divinidad.
—La fe es y debe ser ciega. La justicia también debe serlo, pero como usted bien ha dicho, se fundamenta en la ciencia. La fe no requiere nada más.
—Pero ¿y si la ciencia demuestra algo que contradice la fe?
—La fe es etérea, no es concisa ni precisa, no puede ni debe serlo. Quienes pretenden explicar lo que nos rodea desde la fe no la entienden en su más profunda concepción. La fe no explica lo inexplicable. La ciencia debe cubrir con su incansable avance las dudas a las que el hombre se enfrenta en su vida, pero la fe constituye el sustrato que da consistencia a aquello que no es alcanzable ni lo será.
—Entonces, Dios, si no me equivoco tras escucharle, me atrevería a decir que la fe empequeñece cuando la ciencia crece, ¿no es así?
—Yerras y me apena decírtelo. La fe es individual y la ciencia colectiva. No compiten en nuestro mundo. Son cuestiones ajenas e independientes. Cada una lleva su propio camino. El de la fe es complicado, extraño, está lleno de orgullo y vanidad en ocasiones y eso lo hace peligroso, pero en otras es humilde y recatado. El camino de la ciencia es objetivo y claro, a pesar de que pueda confundirse. En la fe no hay confusión porque no hay verdad.
—Pues si en la fe no hay verdad, ¿por qué debemos creer que tú, Dios, seas dios?
—Nadie te ha pedido que lo creas.
María, en ese instante, bajó apesadumbrada la cabeza…
Foto de Алекке Блажин enPEXELS.
Mérida a 6 de noviembre de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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