domingo, 5 de junio de 2022

Extorsión.



Siempre he sostenido que en los tiempos que corren el arquitecto es la figura más vulnerable del proceso constructivo —hago extensible la reflexión a cualquier técnico, normalmente autónomo, involucrado en este sistema—. Vengo repitiendo con insistencia que la excelencia en la arquitectura debe pagarse —debería cundir el ejemplo desde la administración— y que la mediocridad termina siendo la sociedad quien la costea, normalmente con un alto precio. No es sostenible que un equipo técnico en fase de proyecto o de dirección trabaje por debajo del coste de producción, incluso asumiendo que su trabajo es de carácter intelectual, lo cual parece, hoy en día, quitarle mérito o, al menos, permite su expolio sanguinolento alcanzándose en numerosas ocasiones mínimos rayanos a la esclavitud o que rozan la indignidad, cuyo límite solo el hambre delimita. 


La arquitectura está en crisis, sí, es así siempre, nunca ha dejado de estarlo puesto que constantemente debe encontrar respuestas a las demandas de la sociedad que está en permanente evolución y la arquitectura debe aportar esas soluciones que requiere la sociedad para facilitar su progreso. Escasas veces la arquitectura es capaz de adelantarse a la sociedad, aunque en ocasiones algunos maestros lo logran, pocos, eso sí. Sin embargo, no es la crisis de la arquitectura la que debe preocuparnos, sino la crisis de los arquitectos. Esa es la verdaderamente problemática porque provoca que la arquitectura no responda con solvencia a esos requerimientos sociales y deja de ser el catalizador del desarrollo de las civilizaciones. Y aunque la responsabilidad del estado en que se encuentra la profesión seguramente es de esos mismos profesionales y de nuestra incapacidad como colectivo para hacernos valer dentro de la sociedad, la culpa no puede ser imputada de forma absoluta al arquitecto. 


Llevo más de veinte años en esta profesión, la arquitectura, con una dedicación tremebunda, con una fe ciega en el trabajo, en ocasiones absurda, y con un nivel de sacrificio apenas reconocido que se traduce en la mayoría de las ocasiones en falta de tiempo para los míos y por descontado para uno mismo. Las reflexiones que intercambio con los más cercanos dentro del sector devienen de forma sistemática en una imperiosa necesidad de llevar este ritmo de vida esclavista si se quiere vivir de la arquitectura. Es evidente que dentro del colectivo uno puede encontrar de todo, pero mis conversaciones con colegas que se dedican a la profesión de forma libre suelen siempre terminar con la misma conclusión: no compensa si uno lo quiere hacer bien. No tengo las soluciones, ya quisiera, pero aunque sea poco a poco, este colectivo debe hacerse valer en la sociedad no solo con el reconocimiento de su valía, sino también de forma económica para que sus miembros puedan tener vida, porque en estas más de dos décadas —algunos años más si cuento aquellos que desarrollé en estudios ajenos cuando aún era estudiante— lo que puedo asegurar sin el menor atisbo de duda es que mi dedicación ha superado con creces lo esperable en cualquier ámbito laboral. La motivación, debo confesarlo, al principio era de carácter utópico, fantasioso si se me permite, y un tanto pueril, buscando un éxito y reconocimiento que está al alcance de muy pocos a cambio de la entrega total a la profesión y en consecuencia a la sociedad, pero según han ido pasando los años y la edad me sometía a base de golpes con duras muestras de realidad, he ido tomando consciencia de que mi esfuerzo solo responde a una necesidad de supervivencia en la sociedad para no renunciar a ciertos privilegios —lejos están de ser caprichos— sin los que, lo reconozco, sería factible vivir con dignidad y, sin embargo, en ocasiones, pongo al límite esta dignidad para evitar el hambre. Entiendo que puedo estar equivocado y probablemente rectificar es, si uno está a tiempo aún, la mejor opción, por más que yo la vea lejos, porque, a pesar de todo me sigue motivando la arquitectura, la investigación, la docencia... En definitiva, reconozco cierto masoquismo en lo que hago, aunque cada vez más procuro combatirlo con alguna dosis de sensatez.


Sin embargo, lo que sigue traspasa cualquier espectro razonable de lo que un arquitecto debe soportar. De hecho, a pesar de que lo que voy a contar es estrictamente cierto y ocultaré nombres por las posibles repercusiones de carácter legal que pueda tener, me cuesta escribirlo porque aún siento incredulidad cuando reflexiono sobre ello. Mis primeras palabras de este texto acerca de la debilidad del arquitecto —y compañeros técnicos mártires— como la figura más vulnerable y con mayor responsabilidad —sin entrar a valorar cuando las administraciones y ciertos promotores te convierten en el responsable del contrato y en el gestor administrativo, por supuesto sin remuneración— en el proceso constructivo caen en el paroxismo con esta historia real que paso a contar. Solo permítanme, antes de comenzar la narración, recordarles que cada vez que visitan un médico firman un documento que les invito a leer que descarga de toda responsabilidad al facultativo. Imaginen que yo, como arquitecto, presentara a un promotor que se quiere hacer una casa, un documento en el que le hiciese firmar que si la casa se cae la responsabilidad no es mía... Retomo el relato que quería contarles: se trata de una obra en la que mi involucración en la dirección facultativa fue máxima —aunque debo decir que es siempre así— porque el origen de esta resultaba complejo. Se trataba de una obra abandonada por una empresa desaprensiva y ladrona —no hay otros términos para referirse a ella— que abusó de la confianza de la dirección facultativa, de la que yo mismo formaba parte junto a una compañera igualmente involucrada, y pecamos, esa es la realidad, de sensibilidad y de exceso de mano izquierda buscando el mejor fin para la obra. Esta obra se licitó de nuevo y recayó en otra empresa que debía afrontar su finalización. Se ofrecieron toda suerte de soluciones y alternativas para poder acabarla asumiendo incluso con ciertas decisiones algunos ajustes en las soluciones constructivas y en las calidades que podrían interpretarse como merma de estas, cuestiones de las que solo la dirección sería responsable —no olviden esta palabra que no por ser repetida sistemáticamente pierde su vigor—. El caso es que la obra se terminó con dignidad, pero la contrata solicitó que debía liquidarse el diez por ciento del contrato como excesos. Nos negamos porque los ajustes habían sido grandes y probablemente ni tan siquiera habíamos completado económicamente el contrato. El caso es que consideraron, desde la contrata, proseguir con su reclamación, cosa que entiendo perfectamente y que están en su derecho de hacer, aunque era una cuestión difícilmente demostrable. Puedo dejar de lado algunos detalles, aunque por mantener estrictamente la objetividad siempre he reconocido en las obras que, de ser necesario, se debe recurrir a la liquidación para poder completarla, pero igualmente he sido muy responsable con el dinero ajeno, más aún si es público. Pues bien, recientemente he recibido de esta empresa un documento que, en tono sutilmente conciliador a la par que amenazante, insta a la dirección facultativa a llegar a un acuerdo con ellos —sin especificar los términos— o bien afrontar una demanda. Pues hasta aquí todo bien, los que nos dedicamos a esta profesión lo vemos con cierta frecuencia y no nos sorprende, pero lo realmente desagradable del asunto es que cuando leo el escrito del desalmado abogado que redacta el documento que daría pie a la demanda compruebo con estupor y desasosiego que se trata de una demanda penal por…, atención, falsedad en documento público con dolo y prevaricación. Se trata de una acusación muy seria y gravísima, por otra parte, absolutamente falsa que ese abogado insinúa de forma subrepticia poder demostrar. Creo que en mi vida he sentido una sensación de frustración y odio a la vez tan grande y espero que no se repita. Analizado el escrito con gente cercana que se dedica a la abogacía llegamos a la conclusión de que el recorrido de dicha demanda sería escaso, incluso probablemente no sería ni tan siquiera admitida a trámite, aunque evidentemente el riesgo existe y, en consecuencia, asumir ese riesgo conlleva unas implicaciones trascendentales en la carrera profesional de un arquitecto que se dedica libremente a la profesión y que paso a enumerar de forma muy resumida. Supongamos que la demanda se admite a trámite, me declaran culpable y me sentencian —sería hilarante para mí, aunque muy grave—, cosa que puede ocurrir si la actuación del abogado de la parte demandante —entiéndase como interpretación artística— se llena de histrionismo y convence al juez apoyado en informes técnicos, digamos exagerados, algo que puede acontecer porque los jueces no están preparados para juzgar estos procedimientos y por eso hay que convencerlos. Pues bien, en este escenario resulta que la condena entre otras cosas puede inhabilitarme para ejercer la profesión durante un tiempo, quién sabe, tal vez un par de años. El daño que eso provoca en un arquitecto es irreparable y le sume en el mayor ostracismo si no tiene apoyo para superarlo. Pero eso no es todo, cuando uno se presenta a concursos públicos existe un documento que tiene que rellenar que se denomina DEUC (Documento Europeo Único de Contratación) que es un formulario electrónico en el que las empresas declaran, de forma responsable —recuerdan esa maldita palabra—, que poseen la capacidad legal y la solvencia financiera y técnica requerida para participar en un concurso público y que, entre otras cosas, deben declarar si existe algún procedimiento penal que haya condenado al técnico o a la empresa en los —normalmente— últimos cinco años. ¿Qué creen que puede pensar el técnico que revisa dicho documento si ve la casilla marcada?: «¡Ah, no importa, el juez se dejó convencer, pero este arquitecto es bueno y no hace estas cosas habitualmente!», o sencillamente uno ni llega a presentarse porque, en realidad, marcar esa casilla es un escollo insalvable. Por tanto, este escrito es una manifiesta muestra de extorsión en toda regla para quien realmente sabe lo que aconteció en esa obra y que se aleja de forma radical de las discusiones tras su finalización para lograr una liquidación. Es un chantaje que busca con una infame amenaza amedrentar a quien se intenta ganar la vida honradamente. Es sorprendente hasta donde pueden arrastrarse algunas personas para lograr lo que quieren aconsejados por desaprensivos “profesionales” del ámbito legal, conocedores de la debilidad de los técnicos como agentes en el proceso constructivo. Yo tengo clara mi inocencia, nada se acerca lo más mínimo en mi comportamiento a las acusaciones vertidas, pero recibir estas comunicaciones pone de manifiesto, una vez más, la vulnerabilidad de nuestra profesión en el ámbito libre y te hace replantearte tu entrega para con la profesión. Seguiremos.


Foto de Tima Miroshnichenko en PEXELS.

En Mérida a 5 de junio de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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