domingo, 19 de junio de 2022

Déjeme que vote.




El tiempo se le echó encima. Las ocho de la tarde estaban al caer y él no iba a faltar a su cita con la denominada “fiesta de la democracia”. Menuda fiesta: domingo 19, un calor asfixiante y en la era de la tecnología, carné en mano, paseaba con ritmo acelerado arropado por las escasas sombras que unos agónicos naranjos ofrecían al transeúnte acompañándole arrítmicamente hasta su colegio electoral. Cuando llegó se arremolinaban en la puerta algunos potenciales votantes, algunos con camisetas de un partido, algunos con panfletos de otros partidos, algunos regalaban mecheros, algunos ofrecían las papeletas rellenas. A esas alturas de la película la junta electoral no iba a pronunciarse. Otros ya habían hecho su trabajo. Y, sin embargo, la expectación era máxima. Todos los medios de comunicación, basados en las famosas y carísimas encuestas habían vaticinado la mayor participación de la historia de nuestra democracia, de la democracia española. El motivo era evidente la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, la de 1985, había sido cambiada hacía poco tiempo. Los políticos sucumbieron a las presiones sociales y de asociaciones de ciudadanos que exigían la remodelación de una ley que todos consideraban obsoleta y que no reflejaba la realidad de un pueblo maduro sobre el que había pasado el peso de la historia y de aquellos que querían apropiarse de ella para manipularla de forma torticera. El caso es que algunas organizaciones y movimientos ciudadanos bien organizados pusieron en la mesa del Congreso y del Senado más de medio millón de firmas, que es lo que exige la Constitución para iniciativas legislativas populares, concretamente trece millones trescientas cincuenta mil doscientas catorce. Esta circunstancia sin precedentes provocó la reacción de los políticos quienes, a pesar de que la Constitución extrañamente no permite, como si los ciudadanos fuésemos estúpidos y los políticos sumamente inteligentes, que la iniciativa popular legisle en lo relativo a materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional, ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia —artículo 87.3 de la Constitución Española—, se vieron forzados —lo contrario tras sesudos análisis habría supuesto una hecatombe para todos ellos— a cambiar la Ley Orgánica del Régimen Electoral General permitiendo que los ciudadanos con derecho a voto pudiera ejercer este derecho manifestando su oposición a que los partidos políticos pudieran entrar en los cargos de gobierno. Es decir, la iniciativa popular pretendía que los votantes tuvieran el derecho a negar el acceso al gobierno a los partidos políticos. De este modo, la Ley del Régimen Electoral General se modificó habilitándose el voto en contra y no solo el voto a favor de una candidatura. 

Los políticos, pobres ellos, no vieron venir esta iniciativa popular ya que estaban sumidos en sus profundas discusiones bizantinas cargadas de sofismo y retórica que poco a poco habían ido cayendo en diálogos de monólogos que buscaban el aplauso fácil de sus correligionarios y la gracieta o payasada para el contrincante. Su encierro constante en el Congreso y en el Senado les había alejado de la realidad y la propuesta les pilló con el pie cambiado. No fue fácil que la asumieran para tramitarla, pero todos y cada uno de ellos vieron la posibilidad de que la modificación de la Ley perjudicase a su contrario. Eso fue lo que les movió. Solo algunas voces algo más sensatas entre ellos pusieron el grito en el cielo queriendo advertir de las posibles consecuencias, pero el odio estaba firmemente instaurado en los políticos, quienes lo habían trasladado a la sociedad, en lugar de empatizar con los problemas de los ciudadanos y buscar soluciones conjuntas y perdurables con acuerdos globales y comprometidos. El caso es que la modificación terminó siendo aprobada y las elecciones del 19 de junio serían las primeras en las que los ciudadanos con derecho a voto podrían manifestar su posición a favor o en contra de las candidaturas presentadas a los comicios. Un voto a favor sumaba, un voto en contra restaba.

Mostró su carné a uno de los vocales de la mesa. El presidente acababa de levantarse para ir al aseo. Tras comprobar su identificación le permitieron depositar el voto. Sonrió amablemente e introdujo el voto en la urna. La sonrisa se convirtió en una mueca maliciosa. Acababa de ejercer su derecho al voto por primera vez desde hacía tres o cuatro elecciones. No lo recordaba bien, pero sí que estaba seguro de la promesa que se hizo a sí mismo tras la última vez que se acercó a su colegio electoral y el partido al que había votado, que salió elegido, incumplió todas las promesas, todas, que durante la campaña había hecho: «No me volverán a engañar». Ahí fue cuando decidió no volver a votar. Era consciente de las consecuencias que su abandono a esta parte del proceso democrático suponía, pero no encontraba otra forma civilizada, a su entender, de manifestar su repulsa frente a la actuación de los políticos. Pero esta modificación de la Ley del Régimen Electoral lo cambiaba todo. Su voto había sido contra uno de los partidos políticos.

Los sondeos a pie de urna iban mostrando unos resultados devastadores y, aunque en las sedes de los partidos políticos la esperanza no decaía, los dirigentes estaban trabajando intensamente en la preparación de sus discursos triunfalistas —independientes del resultado del escrutinio— que les permitiesen encajar con dignidad, pero sin vergüenza, el varapalo que se venía sobre ellos.

La noche del recuento fue demoledora. Los medios de comunicación iban actualizando los resultados y lo que se preveía como un hecho difícilmente asimilable para los partidos políticos, especialmente los mayoritarios, terminó transformándose en una auténtica pesadilla. Según avanzaba el escrutinio, los porcentajes de votos en contra de los candidatos iban subiendo de forma exponencial. La demoscopia una vez más no había sido capaz de prever la realidad. Los ciudadanos habían ejercido masivamente su derecho a voto contra los partidos políticos. Apenas existían votos a favor de candidaturas, tan solo unos pocos, insignificantes frente a la mayoría abrumadora de papeletas contra esas mismas candidaturas. De hecho, los medios fueron ofreciendo datos que ponían de manifiesto que, para algunos partidos políticos, el número de votos recibidos a favor estaba incluso por debajo de la suma de los afiliados y compromisarios de dichos partidos. Es decir, ni siquiera todos los que eran acérrimos y cercanos les habían votado. El castigo al que habían sometido a los partidos políticos era catastrófico. El resultado electoral arrojó un dato sin precedentes: el partido mayoritario y primer candidato a la presidencia tras el recuento había recibido un millón cincuenta y siete mil trescientos veintitrés votos en contra como resultado final de la suma de los votos a favor y en contra. Por tanto, optaría al gobierno con un apoyo negativo de la ciudadanía. El resultado de otros partidos, como puede imaginarse, era peor, mucho peor. 

Tras los resultados los políticos estaban desconcertados, no sabían cómo gestionar esos datos, ni cómo iniciar la gobernanza. El resultado había supuesto una auténtica bofetada para todos ellos, pero ahora tenían que saber encajarla y gestionarla. Lo que estaba claro es que la lección magistral había sido dada por la ciudadanía, tocaba observar si los partidos la habían aprendido.


Foto de Foto de Element5 en Pexels.
En Mérida a 19 de junio de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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