Había renovado mis votos con Dios, aunque en lo más profundo de mi mente, no digo corazón ni digo alma, no creía en ningún dios. Sin embargo, él inspiraba confianza, una extraña confianza que algún tiempo después comprendí como fe. Esa fe me arrastró a seguirle, pero lo hice de forma voluntaria y desinteresada. Nunca pensé que a su lado pudiera alcanzar la salvación de nada, no creo que necesitase esa ayuda porque nada había hecho que mereciese condena; ni consideré la posibilidad, junto a él, de alcanzar vida eterna alguna en una especie de paraíso pantagruélico, nunca pensé que eso pudiera constituir para mí estímulo alguno; y por descontado, jamás se me pasó por la cabeza —ya estaba convencido de su ausencia de poder— de verme protegido a su amparo de toda suerte de males, reales o imaginarios. En cualquier caso, allí estaba yo, esperando a Dios en la recepción del hotel con mi maleta, bien temprano, aún no había amanecido. Deseando que bajase de su habitación enseguida para recibir las instrucciones pertinentes, ansiando su guía. Recuerdo perfectamente que durante la espera sentí que me estaba envenenando de él, que estaba actuando de forma irracional. Hasta entonces mi pensar siempre fue más o menos sensato, en realidad el término más apropiado es simple. A pesar de ello nunca me había dejado llevar por supersticiones o quimeras y cualquier vínculo que pudiera haber tenido con cualquier religión siempre se limitó a mi más temprana edad, de la mano de mi madre a quien apenas ya recordaba, pues falleció cuando yo tenía seis o siete años. Es cierto que en mis años de hospicio fueron muchas las misas a las que asistí, pero en mi caso —no así como en el de algunos de mis compañeros— cerraba los oídos repitiendo para mi adentro alguna de las retahílas que escuchaba en las clases de ciencia o lengua. Nunca me gustó lo que el cura, Silverio se llamaba si la memoria no me falla, leía con extenuación y falta de resuello como si quisiera terminar lo antes posible porque aquello apenas le importaba. Desde luego no más que a mí. El caso es que cuando cumplí los catorce años y me insinuaron proseguir los estudios en el seminario, mi decisión estaba tomada y como quiera que mi respuesta no fue la deseada recogí mis pocos enseres y me marché. Poco después comenzó mi relación con el mar. No es que el mar haya sido trascendente en mi vida y me haya obnubilado ni nada por el estilo, pero sí debo reconocer que me hizo cambiar mi visión del mundo y me convirtió en lo que aún hoy, incluso después de haber estado unido a Dios, soy y es para mí el sustrato de mi ser, mi esencia, mi humanidad. Soy lo que la naturaleza en su infinita y azarosa sabiduría ha decido que sea: nada, pero, al mismo tiempo, soy todo. Soy una insignificante parte de una parte de una parte del universo sin la que el universo existiría exactamente igual. Y, sin embargo, estoy ahí, unido a él, indisoluble, inseparable, vivo —como aún lo estoy— o muerto —como en breve estaré—. Como cualquier otra persona o cualquier otro ser o cosa que exista, como Dios. Nuestra existencia está sometida al azaroso rigor del universo.
Dios apareció. Él no llevaba maleta. Recuerdo que portaba una pequeña mochila, más pequeño que un hatillo, colgada a la espalda. Llevaba vaqueros y sandalias. La camisa era blanca, impoluta, como siempre. La túnica que llevaba el día que lo descubrimos en el mar había desaparecido ya. Desconozco qué hizo con ella, lo que sí que tengo claro es que vestido así, como se presentó aquella mañana, parecía normal: era normal. La túnica le confería un halo especial que se había desvanecido. Desde luego se trataba de un prejuicio, pero reconozco que el efecto de esa moderna vestimenta era decididamente menos trascendente que con el hábito original. Nos saludamos cordialmente. Recuerdo que se acercó a mí más de lo habitual, tanto que me resultó extraño. Casi me abrazó y me susurró al oído si estaba seguro de que quería seguir junto a él. Me alejé y le miré a los ojos. Eran marrones, aunque hubiera jurado que su color era diferente, otro, no sé bien cuál, pero otro… Le dije que mi decisión ya estaba tomada, que estaba seguro de que quería estar junto a él. Él asintió y me dio unos golpecitos en la espalda. Se acercó al mostrador y le dijo a la recepcionista que nos marchábamos. Ella se dio la vuelta, tecleó algo en su ordenador y regresó a nosotros. No pagó ni la chica le reclamó desembolso alguno. Eso se estaba convirtiendo en algo habitual. Sin embargo, antes de despedirse, la chica le dijo que alguien había dejado una carta para él. Dios tendió la mano y la muchacha le puso el sobre sobre su palma. Dios le dio las gracias, dobló el sobre y se lo guardó en el bolsillo de su pantalón. «Es de la niña», me dijo mirándome sin que yo le hubiera nada ni le hubiera dado tiempo a comprobar mi turbación al no abrirla. «Luego la leeré, pero a partir de hoy recibiremos muchas más».
En la puerta había un taxi que nos esperaba. Nos subimos a él. No pregunté dónde íbamos. Sabía que recibiría una respuesta críptica que tan solo escondía una realidad pueril. Eso era algo a lo que ya me había acostumbrado así que evitaba recibir respuestas que podían resultarme capciosas y que terminarían produciéndome hartazgo. Dios me miró complaciente. Esa mirada tampoco me resultaba especialmente gratificante, pero «Cada uno es como es…» pensé.
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En Mérida a 10 de abril de 2022.
Rubén Cabecera Soriano.
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