domingo, 17 de abril de 2022

Autarquía (ii y final).



«Debemos luchar por no depender energéticamente de este o aquel país»; «Lucharemos por no sufrir las fluctuaciones provocadas en el precio de los alimentos»; «Hay que encontrar el camino hacia la transición energética que nos permita no estar sometido al imperio de las dictaduras». Este es el discurso que nos lanzan para cambiar el paradigma —que no es sino una perífrasis para justificar la nueva o añadida acumulación de riquezas y poder para ciertos privilegiados— y pasar de depender de fulano a mengano o justificar inversiones millonarias que, como anticipé en “El Oro de Europa” allá por septiembre de 2020 y mucho antes en “Europa o el gigante con los pies de barro” en 2011, no traerían más que problemas. Es fácil olvidar como en ocasiones ciertos países democráticos actúan como dictaduras comerciales, aunque este comportamiento, en los últimos tiempos, queda en manos de corporaciones en connivencia con las naciones. Este es el escenario mundial que se ordena, como quien no quiere la cosa, en situaciones donde se hace necesaria una reacción solidaria antes que una reacción comercial. 


Transformemos España en una región productora de trigo para asegurar el alimento de Europa y conformemos una Francia capaz de suministrar energía al resto de socios. Hagamos de Alemania un verdadero y competitivo núcleo tecnológico para todo el ámbito europeo. Así nuestra unión no dependerá de nadie —siempre que mantengamos nuestra “amistad”—. Este discurso es magnífico, hipócrita pero magnífico y está lleno de retórica y se justifica con grandilocuentes sofismos, pero es absurdo en nuestro mundo actual y nuestra sociedad no está preparada para llevarlo a cabo. Hay numerosos ejemplos en la historia que demuestran el fracaso de las autarquías por varias vías: una, la del hundimiento de la propia economía sometida a las tensiones provocadas por el resto de los países —ahora empresas— que comerciaban con el país aislado —en esto se sigue la configuración nacional—; dos, sencillamente esta situación desequilibra el comercio internacional y las resistencias políticas entre países se acrecientan provocando irremediablemente un escenario bélico con desastrosas consecuencias. ¿Ejemplos?, los que se quiera, sin quedarnos en el momento actual por no caer en una posible tergiversación de la historia que aún debe consolidarse, me remontaré a los dos siglos precedentes en los que esa misma historia parece más consolidada: tenemos la España franquista del XX y su aislacionismo cuya consecuencia, hasta que se consintió la apertura, fue el hambre para gran parte de la población; otro caso, la China del siglo XIX que no quiso aceptar el comercio imperial monárquico británico —de contrabando— de un solo producto, fíjense bien, el opio, sin olvidar la colaboración francesa en la segunda de estas guerras a mediados del siglo XIX, y cuya consecuencia fue el afianzamiento imperialista británico con funestas secuelas para la población china y su nación. Hay mucho más donde rascar, demasiado…


Si en el momento actual se opta por la autarquía, el escenario en el que Ucrania ha sido invadida por Rusia, país con el que ha estado hermanada durante siglos, que siente amenazada sus fronteras y su preponderancia como nación poderosa con un pasado imperial que ciertas mentes preclaras, pero delirantes, quieren recuperar en un alarde de negligencia, no menos trascendente que el que otras naciones imponen, aunque menos sanguinario y mediático, se transformará en un caos geopolítico difícilmente sostenible en el tiempo más allá de los discursos grandilocuentes cara a la galería de los países democráticos y de las decisiones de camilla de los países dictatoriales. Una Europa independiente del resto de países no se consigue de un día para otro, requiere un gran esfuerzo económico en el tiempo y una excelsa previsión a largo plazo —cuestión esta incompatible con el sentir oportunista y cortoplacista político— y, por descontado, la consolidación y compromiso de amistad entre los miembros —ja, ja, ja—, pero, además, supondrá la animadversión de otras grandes potencias de cualquier arco político, como sería el caso de Estados Unidos o China. ¿Acaso alguien puede pensar que esos países, por ejemplo, se quedarán de brazos cruzados mientras comprueban como Europa deja de adquirir sus bienes y servicios? Hay que ser muy pueril para creerse esta quimera. De otra parte, este planteamiento requeriría grandes sacrificios por parte de la población europea —siempre la población— hasta poder afrontar con garantías la independencia comercial del resto de países. Y, siendo Europa un gran cúmulo de democracias más o menos consolidadas, ¿aceptarían estos sacrificios sus ciudadanos? Me temo que no. No habría grandes revoluciones probablemente ni manifestaciones violentas multitudinarias. Sencillamente resurgirían los nacionalismos más o menos extremistas vinculados a movimientos populistas —de uno y otro color— que desbancarían a los “bienintencionados” “estadistas” europeizantes, pero estos no querrán perder su asiento, así que se guardarán muy mucho de tomar ciertas decisiones trascendentales, aunque parte de este resurgimiento nacionalista lleva ya varios años en marcha, entre otras cosas por la pérdida de identidad de las naciones. ¿Recuerdan lo que pasó en la España de las postrimerías del siglo XIX y qué nos trajo durante el siglo XX?, ¿recuerdan lo que pasó con la Europa imperialista del XIX y las consecuencias que conllevó durante el XX? Los libros de historia están ahí para leerlos. No descubro nada, espero no tener que vivirlo en primera persona porque bastante terrible fue leerlo. Pregúntenle a Stefan Zweig y encontrarán muchas respuestas que parecemos no querer aprender y que nos satisface repetir una y otra vez como imbéciles para regocijo de algunos y sufrimiento de la mayoría. 


Solo parece haber dos grandes diferencias sustanciales entre lo que aconteció en el siglo XX pergeñado durante el XIX y lo que puede terminar ocurriendo en este siglo XXI. La primera es que la presencia de las grandes corporaciones, tan poderosas como países enteros, puede producir desequilibrios en la balanza geopolítica si finalmente optan por la militarización de forma abierta o mediante mercenarios a sueldo, lo que terminará de conferirles la relevancia total que aún no tienen pues aún se apoyan —cada vez menos, eso sí, pues no los necesitan— en las naciones; la segunda es que la tecnología, la bélica especialmente, de este siglo en el que vivimos es sumamente avanzada y desarrollada y, además, está al alcance de casi cualquier loco medianamente poderoso, lo que convierte a la Tierra en una suerte de polvorín de cuya gestión depende el futuro de nuestra especie, siempre y cuando no terminemos de destrozar la naturaleza pasito a pasito con nuestra ineptitud biológica suplida con creces con nuestra irresponsabilidad tecnológica. Todo esto tiene una sutil coda que se convierte en axioma para la humanidad: la población es irrelevante.




Foto de Polina Tankilevitch en Pexels.


En Isla Cristina a 17 de abril de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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