domingo, 3 de abril de 2022

Autarquía (i).



Cuando uno se pone a revisar la historia de la humanidad descubre —no es ningún secreto— que las sociedades han avanzado, prosperado y se han desarrollado apoyándose fundamentalmente en dos hechos: el comercio y la guerra. En algunas ocasiones resulta complicado establecer cuál de estas dos es más determinante, pero por regla general siempre es el comercio la circunstancia concluyente que propicia el enriquecimiento de una sociedad y en no pocas ocasiones se apoya en la guerra para poder expandir su ámbito de influencia y alcanzar mayores cotas de enriquecimiento, al tiempo que se libera de posibles contrincantes usando esta vía. No quiere esto decir que no existan sociedades que hayan prosperado sin utilizar la guerra, pero es seguro que en algún momento han tenido que enfrentarse a adversarios que han procurado recurrir a esta para deshacerse de un potencial rival, incluso aunque hubieran podido ser socios en ciertos momentos. No existen los compromisos permanentes en el mundo entre sociedades. Olvidar e incumplir tratados —a veces bajo el velo de subrepticias interpretaciones e intereses— por más que hayan sido alcanzados, firmados y sancionados por emperadores, reyes o presidentes es algo habitual entre sociedades desarrolladas si los dignatarios y su séquito advierten el más mínimo resquicio de ventaja sobre cualquiera de las otras partes. La diplomacia está enferma de hipocresía. De otra parte, el comercio se convierte en un catalizador necesario y normalmente suficiente para cualquier acción bélica por más que se quiera transfigurar y justificar bajo el amparo de los derechos humanos: las guerras generan riqueza… para algunos, aunque el sufrimiento y el dolor sea lo que reciba la población. 


Cada vez que una sociedad, su facción poderosa y rica, ve amenazada su supremacía económica encuentra un casus belli que justifica el inicio de acciones bélicas sin importarle demasiado las consecuencias para quienes deben enfrentarse en la contienda, a sabiendas de que ellos, como élite dirigente, difícilmente sufrirán las terribles consecuencias de la guerra. A pesar de que, en los últimos tiempos, la supremacía social de carácter nacional ha venido sustituyéndose por el impulso de las grandes corporaciones, lo cual podría haber inducido a pensar en una atenuación del equilibrio bélico, lo cierto es que la geopolítica sigue estando en manos de las naciones, aunque con evidente gran influencia por parte de las multinacionales capaces, llegado el caso, de aportar sus propios contingentes bélicos en forma de mercenarios —que siempre han existido desde los orígenes de la humanidad—. Son estas precisamente, las naciones, los países, quienes sojuzgadas por el imperio del comercio incitan el inicio de las guerras al amparo de las más variopintas justificaciones. Las sociedades más antiguas —y que, por tanto, han sufrido más guerras a lo largo de su historia, véase la europea como ejemplo— que no tienen dirigentes de perfil dictatorial y sustentan el poder en gobiernos que descansan en democracias más o menos consolidadas —este es un término que merecería profunda reflexión— son capaces de elaborar discursos sesudos que justifican la beligerancia, mientras que otras sociedades, cuyo gobiernos descansan en perfiles autoritarios, no necesitan recurrir a elucubradas soflamas para iniciar las acciones bélicas. En cualquiera de los casos, subyace bajo estas acciones la supremacía comercial que permite el control total sobre el resto de las sociedades y que otorga el poder a quienes la ostentan, pudiendo así dominar el mundo. Por pueril que pueda parecer este concepto, si miramos con profundidad traspasando el manto superfluo que todo lo envuelve, la conclusión es evidente e irrefutable.



Es cierto que un factor crucial en esta carrera por el dominio comercial, y por ende del mundo, con el sustrato bélico siempre acechante es la ciencia. Evidentemente está ahí y, en especial su aplicación práctica en forma de tecnología, pero estas habitualmente están ancladas y determinadas por el propio comercio. También es innegable que el comercio fomenta el desarrollo tecnológico, aunque este se convierta en numerosas ocasiones en moneda de cambio y coadyuve en la eficiencia de los ejércitos. De hecho, buena prueba de esto es que las naciones más poderosas —también las grandes corporaciones— son las que más invierten en ciencia y tecnología, aunque siempre infinitamente menos que en armamento y, a pesar de ello, es precisamente la tecnología la que capacita a las grandes naciones para desarrollar su progreso bélico, que se convierte en garante de su poder, frente a potenciales enemigos a quienes no tienen reparo de ofrecer su propia tecnología bélica para mejorar su situación comercial. 


Estos hechos de la geopolítica histórica quedan aclarados y los podemos resumir en esta suerte de aforismo: la prosperidad de las naciones se fundamenta en su supremacía comercial espoleada por su potencia bélica. Ahora toca confrontar esta realidad con la del momento histórico en el que se produce la guerra. A las naciones más democráticas les cuesta más asumir cualquier enfrentamiento bélico porque su justificación es mucho más compleja. También, es innegable, existen otros factores como el nivel de prosperidad intrínseco de sus sociedades y la necesidad de aunar intereses más variados de sus multinacionales. En cualquier caso, las naciones que no tienen que justificar sus decisiones frente a sus ciudadanos porque no necesitan armar un discurso público inteligible más o menos creíble, sencillamente mienten —si así lo estiman— y comienzan la guerra. Sin embargo, en un escenario bélico se rompen un gran número de relaciones comerciales que se habían establecido previamente y que generaban riqueza. Este quebradizo escenario comercial supone un trastorno considerable para quienes ejercen el poder a sabiendas de que serán finalmente los ciudadanos quienes pagarán las consecuencias de forma directa o indirecta. Además, una guerra puede terminar provocando un cambio de paradigma en el comercio cuyo riesgo no siempre se está dispuesto a asumir por parte de los poderes fácticos. Es entonces cuando surgen las voces sabias pero hipócritas y oportunistas que advierten de los peligros que supone la dependencia comercial de países potencialmente peligrosos en bienes fundamentales, como la energía o la alimentación. Comienza a justificarse la autarquía. 


Foto de Ali Arapoğlu en Pexels



En Plasencia a 3 de abril de 2022.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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