domingo, 20 de marzo de 2022

Estúpido (ii y final por ahora).

 



Durante muchos años, desde su nombramiento como presidente interino en 1999 con la renuncia de Yeltsin, Vladímir Vladímirovich Putin fue marcando el rumbo de la nueva Rusia, renacida con su incorporación al poder, dirigiendo su país hacia un nacionalismo exacerbado en el que ponía de manifiesto frente a sus ciudadanos las veleidades que con su pueblo tenía el resto de países del bloque occidental, con Estados Unidos a la cabeza. Sus acciones externas intentaban ocultar —en especial durante su primer mandato— los problemas internos vinculados con antiguas repúblicas que demandaban independencia, como los numerosos atentados terroristas —recordemos los más de cien muertos del teatro Dubrovka de Moscú— o la pésima gestión en los asuntos internos como el del submarino Kursk. Sin embargo, su popularidad no hacía más que crecer, gracias en gran medida al control de los medios de comunicación que fue retirando de los grandes oligarcas rusos a los que iba convirtiendo en enemigos personales y contra los que hacía caer el peso de la justicia a capricho, según flaqueaban en su apoyo al Kremlin que dirigía con mano de hierro. Es decir, en sus primeros mandatos, Putin, fue preparando el territorio nacional para su objetivo final: recuperar el poder de la antigua URSS —no su ideología— evitando el peligro que para él suponía la proximidad de las naciones fronterizas con Rusia que se acercaban de forma subrepticia a la OTAN y, aunque con menos repercusión beligerante, pero sí comercial, a la Unión Europea para reincorporarlas a su espacio de influencia. 


Sus verdaderas intenciones se pusieron de manifiesto de forma abierta, aunque sus movimientos previos no daban lugar a dudas, en el discurso que pronunció en la Conferencia de Seguridad de Múnich en 2007 antes del final de su segundo mandato. Allí expresó de forma vehemente su incomodidad ante las acciones que desde la OTAN se estaban llevando a cabo para cercar su Federación Rusa y que buscaban incorporar como nuevos aliados a antiguas repúblicas soviéticas creando un círculo militar en torno a Rusia inadmisible para él. Puso a la cabeza de dichas acciones a los Estados Unidos a los que acusó de incumplir el pacto entre caballeros —¿quiénes serán esos caballeros?— de no agresión. Además, enunció su deseo de proseguir con una política exterior independiente y autónoma, al margen de los planteamientos de las Naciones Unidas. Sus declaraciones provocaron el rechazo frontal de los miembros de la OTAN. En suma, era una declaración de guerra sin militarización —aparentemente—. Se trataba, por mucho que lo negasen los dos bloques principales, de un renacer de la Guerra Fría del siglo XX. Y como así demostró poco después con su intención de recuperar un imperialismo nacional propio de la época zarista y absorber todas aquellas regiones que conformaban la antigua URSS, retomó las acciones bélicas para la recuperación de aquellos territorios que durante algún tiempo fueron parte de su nación. Continuó con la “liberación” de Georgia, la Georgia Osetia en realidad, en 2008 —ejerciendo como primer ministro plenipotenciario de Rusia— que ya a principios de los años 90 había sufrido los coletazos de una Guerra Fría que, en realidad, nunca había desaparecido por completo. No mucho tiempo después, en 2014, ya siendo Putin nuevamente presidente de la Federación, Rusia ocupó la península de Crimea como respuesta a la Revolución de la Dignidad ucraniana que puso fin a la influencia rusa en su presidencia. Ucrania se había convertido en su foco de atención y las hostilidades prosiguieron llegando a reconocer en febrero de 2022 como Estados Independientes de Ucrania ciertos territorios separatistas de ascendencia rusa. Poco antes, el 7 de febrero del mismo mes, Putin descartó asistir a la Conferencia de Seguridad de Múnich prevista para el 18 de febrero que se venía celebrando desde 1963 y a la que Rusia asistía desde los años 90, haciendo caso omiso de su eslogan "Peace through Dialog". Toda una declaración de intenciones que se concretó el 24 de febrero con el anuncio de una operación militar especial en Ucrania.


La conformación de un imperio conlleva ineludiblemente el sometimiento de los pueblos y, en consecuencia, su doblegamiento y renuncia a sus principios y tradiciones a favor del conquistador, por muy permisivo que quiera mostrarse. Mientras que el imperio persiste, una sutil ligadura mantiene la unión por frágil que pueda parecer. En el momento en el que el imperio capitula aquellos que se vieron forzados a formar parte de la coalición desean recuperar sus ideales y referencias que se forjaron durante un largo período histórico. Un imperio es un antinatural catalizador de la historia que irremediablemente siempre se fractura arrastrando en su hundimiento, con dolor y sangre, a aquellos que tomaron parte en él. Recuperar en sus estertores los momentos de gloria que un imperio tuvo es un acto frívolo que solo prorroga el horror y el sufrimiento para la población, ya que en muy contadas ocasiones afecta a los dirigentes pues estos se cuidan muy mucho de salvaguardar su persona y la de sus seres cercanos. Históricamente las últimas etapas de los imperios fueron las más cruentas porque coinciden con la revelación de las fuertes tensiones que se subyugaron durante etapas más estables del imperio y que se liberan de forma abrupta mediante manifestaciones bélicas y sanguinarias. Rusia quiere recuperar de la mano de su autoproclamado emperador —en forma de presidente cuasi vitalicio— momentos de gloria pasados, aunque para ello deba derramar sangre. Lo consiga o no, es decir, sea o no capaz de resucitar momentáneamente el antiguo poder de esta nación, su zar, su emperador, su presidente, su estúpido oso ruso, feroz, acorralado, sanguinario y vanidoso,  habrá logrado un hueco en la historia con la sangre del pueblo.




Foto de Rasmus Svinding en Pexels.


En Mérida a 20 de marzo de 2022.

Francisco Irreverente.

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