Entender, creo que llegué a un punto en mi vida en el que solo necesitaba eso: entender. Había demasiadas preguntas sin respuestas y cada puerta que encontraba en ese maldito laberinto en que se había convertido mi existencia me llevaba a un callejón sin salida más oscuro y tenebroso que el anterior. Cuando le entregué el libro al abogado y lo abrió, me preguntó si no contenía algo. Le dije que era un dibujo mío y que lo había sacado. Asintió y me pidió que leyese el libro. Así, sin más. Quise interrogarle, le pregunté sobre mi padre, sobre su relación con él, sobre aquellas cuestiones que me preocupaban y se limitó a insistir en que leyese el libro. Solo admitió que lo conocía desde hacía mucho tiempo, pero que, también hacía mucho tiempo que no había sabido nada de él hasta que recientemente le había contactado para preparar los papeles antes de su fallecimiento.
Regresé a casa y me senté en la biblioteca, en el sillón de mi padre, delante de su escritorio y me puse a leer. Eran sus memorias. Había utilizado para encuadernarlas el lomo de otro libro, uno antiguo y desgastado que no respondía al verdadero contenido. No entendía qué sentido podía tener ocultarlo, pero parecía que esa había sido su intención. Mi padre fue un escritor sencillo, se ganó la vida con sus libros, normalmente escritos para otros, según pude comprobar, por encargo, a veces propios, pero nunca logró un éxito clamoroso que le permitiese una vida holgada. Leí algunos textos sobre su obra y no eran ni buenos ni malos. Describirlo como un autor mediocre sería demasiado cruel, pero tampoco creo que mereciese una mayor loa. En cualquier caso, no era yo precisamente el más indicado para criticar su literatura porque no había leído nada suyo hasta entonces. Estaba a punto de estrenarme con su autobiografía o, al menos, eso pensaba. Lo que tenía frente a mí era una suerte de borrador con numerosas correcciones de su vida y así lo confesaba en una sucinta introducción manuscrita fechada hacía poco tiempo que había incorporado tras un prólogo que me parecía que él mismo había escrito. Las primeras páginas me resultaron aburridas: nació, creció, se educó, sus recuerdos de infancia, sus primeras vacaciones, sus amigos del colegio casi todos ya fallecidos. Hasta ahí nada particular, decenas de hojas mecanografiadas llenas de anotaciones hechas a tinta. Entonces apareció mi madre. No había amor hasta ese instante, pero con ella todo cambió en su vida, incluso cambió el estilo en su libro. Eso fue algo de lo que hasta yo pude darme cuenta, que no soy un versado crítico literario. Fue un encuentro casual, «inopinado» en sus propios términos que se produjo en la calle, sin más, un choque fortuito que le dejó impactado y que la casualidad quiso que se repitiese una semana más tarde cuando ella ya le había olvidado y él no podía dejar de pensar en ella. Entonces él, «pulmones inflamados y corazón henchido», la abordó y la invitó a un café. Confesaba mi padre que no entendía cómo había accedido a la invitación, el caso es que fue así y desde entonces no consiguió separarse de ella.
Los párrafos sucesivos parecían más una biografía de mi madre que suya. Es cierto que mi padre narraba en primera persona, pero se había convertido en un mero espectador de su propia vida que deambulaba en torno a mi madre. Curiosamente en ningún momento apareció la palabra amor, tal y como pude comprobar porque me llamó la atención semejante ausencia entre tanto elogio y entrega, a pesar de que resultaba evidente que, a partir de ese encuentro, del libro emanaba ese amor en cada palabra. Reflexionando cuando terminé de leerlo concluí que había sido una omisión intencionada por parte de mi padre, seguramente para paliar su sufrimiento.
Yo tardé en aparecer algunos capítulos y lo hice con poca gloria, pero sin pena. Fui bienvenido, pero mi padre seguía entregado a la causa de mi madre y ella parecía no ofrecer demasiada correspondencia a su devoción. Cierto es que esta apreciación podía no ser verdad, toda vez que el texto no dejaba de ser una visión personal de la vida de mi padre por él contada y que la versión de mi madre, aunque algunas frases suyas aparecían entrecomilladas, no existía. Con mi nacimiento llegó mi aya, mi querida María. Mi padre asumió su papel consorte en mi educación que fue encomendada a María. Mi madre debió tener una vida ajetreada con numerosas salidas y viajes. Creo que para ella su trabajo lo era todo, al menos esa es mi conclusión ante las continuas referencias de mi padre a sus ausencias, si bien en ningún momento la acusaba de dejadez o abandono hasta un aciago día del verano de 1981. Acababa yo de cumplir los cinco años y mi padre, por primera vez en el libro, se enfrentó a mi madre. No refirió una terrible discusión, ni se puede decir que el enfrentamiento fuese vehemente. Sencillamente le dijo que no podía seguir así, que aquello no era justo para él ni para su hijo, para mí. Al parecer, ella permaneció en silencio un buen rato hasta que comenzó su confesión. No se derrumbó en ningún momento, su recio carácter le permitió afrontar la realidad ante la que mi padre la había situado con la entereza que la caracterizaba. Le dijo que se marchaba, que había encontrado lo que necesitaba. En este punto deduje que se refería a un hombre, a un amor, tal vez lo que para ella era verdadero, aunque me hubiese encantado saber qué significaba eso para mi madre y también para mi padre, incluso querría saberlo yo para mí mismo. Mi padre se hundió y relató como escuchó desde la biblioteca el ruido de las maletas rodando por la casa y la puerta cerrándose detrás de mi madre. Tras esa conversación mi madre desapareció y mi padre se encerró en la biblioteca. Mi madre no había muerto, se había marchado. Paré, no podía seguir leyendo sin más. María me engañó. Ese fue mi primer pensamiento. Mi padre también me engañó. Ese fue el segundo.
Foto de Jill Burrow en Pexels.
En Plasencia a 26 de diciembre de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
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