domingo, 19 de diciembre de 2021

Sus libros (iv).




Si la realidad te golpea, desea con todas tus fuerzas que la vida te haya enseñado a encajar golpes porque nada conseguirá paliar el sufrimiento que puede llegar a causarte. Tan solo encontrarás un aliado, uno terrible, siniestro y descorazonador: el tiempo. No te abandonará, tenlo por seguro, pero irá minándote poco a poco, impertérrito, constante hasta la obsesión, e irá enmarcando en cada instante que quede de tu vida tu amargura hasta conseguir que tu tormento quede adherido a ti como una cicatriz, indolora, pero cuya visión te recuerda inexorable el dolor que padeciste y que ya, aunque soportado, jamás te abandonará. 


Viví muchos años guardándole a mi padre tanto rencor, tanto resentimiento, escondido tras mi fachada de niño insolente, que aquel descubrimiento me dejó inerme y confundido. Había algo dentro de mí que quería expulsar, algo oscuro, tenebroso, algo que había estado inoculándome su veneno impasible día a día, año tras año, durante tanto tiempo que había olvidado cuándo y por qué comenzó. Pero estaba ahí y ahora me desgarraba desde dentro y me doblaba de dolor. Gemía y luchaba por excretarlo para poder alcanzar una paz que se me antojaba imposible. Habían sido demasiados años odiando, había sido demasiado tiempo avivando un sentimiento que ahora se me revelaba injusto y caprichoso. Necesitaba encontrar una respuesta porque la inmediata, la que acababa de descubrir, me dejaba desnudo frente a toda mi vida, al menos a toda la vida que recordaba. Descubrir que mi padre me quería, esa era la respuesta inmediata que los libros escondían ante una pregunta que hacía mucho tiempo había dejado de formularme, fue un terrible hallazgo. Esos dibujos, esas notas, esas pequeñas manualidades guardados en cada uno de los libros de mi padre, esos que él tanto quería, esos que él tanto amaba, eran duros golpes en mi pecho que me oprimían con mi propio odio. No podía entender por qué se había escondido mi padre dentro de su biblioteca, por qué había huido de mí arrojándome al vacío de la soledad. Él no podría darme ya una respuesta, mi pregunta llegaba tarde porque mi descubrimiento había sido una triste casualidad acontecida tras su muerte. Sin embargo, yo necesitaba saber, necesitaba encontrar una contestación con la que no echar por tierra tantos años de mi vida y que me permitiera darle sentido a los que me quedasen. 


Mi primer pensamiento fue regresar al despacho del abogado de mi padre. Si realmente le confió todo aquello que me había trasladado, debió ser alguien importante para él. Lo que no sabía era si esa importancia trascendía a lo personal o sencillamente quedaba en el ámbito profesional. Tenía que averiguarlo. Le llamé y concerté con él una cita para el día siguiente. No quise descubrir mi desazón y sencillamente le dije que había encontrado el documento que me pidió. Después de hablar con él, regresé a la casa que durante algún tiempo había sido mía y que ahora, tras la muerte de mi padre y mi regreso, lo era de nuevo tras mi huida. Entré en la biblioteca y dejé que la tenue claridad que entraba por la ventana situada detrás de la mesa de mi padre bañase mis ojos. Cogí el libro, lo abrí de nuevo y saqué mi dibujo. El arbolito se mostró ante mí trazado con imprecisión y acompañado de las parejas de pelillos curvados que se asemejaban a pájaros revoloteando. No recordaba cuándo lo había pintado. Fue un pensamiento absurdo, pasajero, pero que me permitió acceder a un mundo que mi cerebro había ocultado tras capas y capas de rencor y tal vez miedo. De nuevo, me vi a mí mismo pintando, tumbado en el suelo de la biblioteca, sobre la alfombra. Vi con claridad un dibujo, un dibujo que era mío, que yo mismo estaba haciendo. En él aparecían tres personas. Creo que yo era el del medio y a los lados me acompañaban un hombre y una mujer. Supuse que el hombre era mi padre, pero no logré discernir quién era la mujer. Tal vez era mi aya o tal vez mi madre. No tengo recuerdos de ella más allá de lo poco que me contó María. Mi padre nunca me habló de ella, en realidad, creo que mi padre nunca me habló. El caso es que supuse que ese dibujo debía estar en algún sitio si lo había recordado con tanta nitidez, si mi mente me había concedido esa pequeña pista, ese escueto reguero de luz al que poder aferrarme, debía hacer lo posible por hallarlo y quise pensar que podría estar entre esos cientos de libros de la biblioteca. No tenía mucho más que hacer, así que me decidí a encontrarlo sin tener la certeza de que estuviera allí. Fui libro por libro, sacando cada dibujo, mirándolo, llorando cuando lo recordaba porque sí que había algunos que despertaban en mí vagos recuerdos e intentando ubicarlo en el tiempo gracias a las anotaciones de mi padre cuando nada me despertaba en la mente esos garabatos. Mi padre los había ido guardando desde que yo tenía dos o tres años, desde que empecé a pintar. Encontré algunos que se correspondían con mi adolescencia, no eran feos, debo confesarlo. Tal vez podría haberme dedicado a dibujar. Supongo que mi padre los cogió de mi cuarto o de algún otro sitio porque por aquel entonces yo ya no entraba en la biblioteca. El caso es que seguí abriendo libros, viendo los dibujos que custodiaban y devolviéndolos a su anaquel, en su misma ubicación. Llevaría algo más de un centenar de libros y algo más de media noche en vela cuando apareció. Ahí estaba, dentro de uno de los libros con esa aparente aleatoriedad que no me permitía asociar libro con dibujo en modo alguno y que me desconcertaba. Abrí el libro y encontré el dibujo en el que yo aparecía entre un hombre y una mujer. No tenía ninguna duda. Era ese.


Foto de Caio en Pexels.



En Plasencia a 19 de diciembre de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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