Busqué y busqué, pero no llegué a encontrar. Los días iban pasando y mi vaga esperanza de hallar aquello que me abriese los ojos se desvanecía. Me repetía a mí mismo —o tal vez era mi subconsciente que se negaba a tan triste evidencia— que algo debía haber que me acercase nuevamente a mi padre. Porque era indudable para mí que mi infancia, mi más tierna infancia como un cuento narraría, fue feliz junto a él y todo se transformó cuando crecí y él se encerró en su biblioteca —o puede que yo me encerrara en mí mismo—, en cualquier caso, necesitaba comprender. Sin embargo, la única respuesta era la nada, un vacío aterrador que estampaba mi alma una y otra vez contra el infranqueable muro del odio que deseaba traspasar con todas mis fuerzas para encontrar el cariño, el amor y cuya puerta no lograba hallar, y lo que es peor, empezaba a convencerme de que no existía.
Una mañana, llevaría cinco o seis días en mi casa, o tal vez más, regresando del despacho del abogado de mi padre, tuve que entrar en la biblioteca. No lo había hecho desde el primer día que llegué porque la imagen de mi padre sentado en su sillón, escribiendo, leyendo o quién sabe haciendo qué cosas, me resultaba demasiado dolorosa. En realidad, entré porque su abogado me pidió un documento, tal vez era un libro. No recuerdo bien qué era, pero tuve que buscarlo entre los anaqueles repletos. Sé que el título me resultó extraño, poco apropiado, tal vez demasiado literario para lo que le presuponía a aquel letrado que hacía las veces de albacea de mi padre mientras terminaba de resolver todas las cuestiones de la herencia. Supongo que sencillamente en aquel momento no me lo planteé más allá de una curiosa petición que resultó trascendental en mi vida. Me resultó extraño el aparente desorden de los libros. Iba buscando uno tras otro y no encontraba explicación a su sucesión, no respondían a un orden alfabético ni de títulos ni de autores, no parecía haber una regla, aunque fuese temática o siquiera de tamaños o colores. Sí que recuerdo que, según lo buscaba, no dejaba de preguntarme cómo era posible que mi padre no tuviese aquellos libros mejor colocados, siguiendo un patrón, una razón que los equilibrase y que le facilitase su localización, revelando una lógica que nunca pareció abandonar su vida y a la que, extrañamente, sus libros que ciertamente eran su vida —al menos esa era mi impresión— no parecían responder más allá de una caótica disposición. Esos eran mis pensamientos mientras leía lomo tras lomo, allí, de pie, pasando por todas aquellas obras señalándolas con el dedo para no perderme en el proceso y, a lo sumo, sacando algún ejemplar encuadernado en piel del que, supuse que por el uso, se había borrado el título para comprobarlo en la cubierta. Era una sucesión interminable de nombres y frases, algunos de los cuales me resultaban inevitablemente sonoros y otros totalmente ajenos a mi conocimiento y memoria. No había muchos que reconociese por haberlos leído. Desde que me fui de casa, siempre he considerado que debí haberme aplicado más en esta faceta de la vida, pero sí que puedo afirmar que aquellos escasos libros que leí, los disfruté, y mucho. Supongo que llegó un momento en que mi rebeldía pudo más que mi sensatez y presumí que dejar de leer era un gesto bastante subversivo —y estúpido como ahora reconozco— con el que podía enfrentarme a mi padre y, en términos pueriles, cabrearle. Imagino que buscaba en él alguna reacción. Desde luego no recuerdo que se produjese y, en el fondo, marcharme fue para mí un alivio.
Entonces apareció. Ahí estaba, colocado en un estante, entre otros libros ni mayores, ni menores, ni del mismo autor, ni de la misma temática. Sencillamente allí. Creo francamente que lo encontré de casualidad porque ya había dado un par de vueltas y estaba dispuesto a abandonar y a invitar al abogado a que viniera a casa a que lo buscase él mismo. Pero apareció. Lo saqué con delicadeza, casi con miedo, porque me parecía sumamente endeble, muy desgastado, con las hiladas del lomo a la vista. No tenía una encuadernación noble de cuero curtido con letras doradas ni nada por el estilo. Era sencillamente un libro, de aspecto antiguo, de vida usada. Cuando lo tuve entre mis manos, me alegré. Era una estupidez, lo reconozco. Tampoco es que hubiera recibido un encargo trascendental del que dependiese la vida de la humanidad y yo la hubiese salvado. No, lo cierto es que no, pero sin saber muy bien el porqué, sonreí. Lo abrí solo con el ánimo de hojearlo y me topé con algo inesperado. Era un folio doblado que extraje de entre las páginas y lo desplegué. Dentro había un dibujo. Era una especie de árbol amorfo garabateado, con colores descabellados, rodeado de algo parecido a pájaros con alas desplegadas revoloteando aleatoriamente en un cielo lleno de nubes algodonadas de un irreal color azul. El dibujo era mío. Lo supe en cuanto lo vi. Al principio no entendí muy bien qué hacía allí. Tal vez mi padre lo había usado de marcapáginas, pero al comprobar el folio en el que estaba envuelto descubrí que había un breve texto con una fecha: “Mi hijo, diciembre de 1983”. Inmediatamente saqué otro libro, al azar, sin pensarlo mucho, sin mirar el título, sin elegirlo. Lo abrí y allí había otro dibujo mío, también metido en una hoja protectora, con otro breve texto parecido, escueto, sencillo, como un breve memorándum que quisiera vencer al tiempo evitando el olvido. Repetí la operación con otro y con otro y con otro. Todos, absolutamente todos, sin excepción, contenían un dibujo, incluso dos. Entonces la emoción me sobrevino y la imaginación me trasladó a un mundo casi olvidado para mí en el que un niño tumbado en el suelo, sobre una alfombra decolorada, pintaba mientras su padre, desde su sillón, le miraba de soslayo sosteniendo un libro en su regazo. Era yo, era mi padre. Limpié el polvo de la mesa con la manga de mi camisa y dejé el libro allí. Salí corriendo de la biblioteca, salí corriendo de mi casa.
Foto de Cottonbro en Pexels.
En Mérida a 12 de diciembre de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
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