¿Nos presentamos a un concurso... de la Administración? Parte vi y final.

 





A lo largo de estas semanas hemos analizado desde la experiencia, con socarronería y con símiles imaginativos, pero potencialmente verídicos, la realidad de los concursos convocados por la Administración viendo cuáles son sus fallos, ridiculizándolos, lo reconozco, en alguna ocasión, pero con una reflexión profunda en su trasfondo para intentar revelar una triste realidad frente a la que deberíamos rebelarnos porque redunda, y de qué manera, en nuestra sociedad. Hemos supuesto un mundo en el que el funcionario tiene que ganarse la vida licitando servicios que proponen los ciudadanos para asegurarse su sustento y que no está tan lejos de la realidad si no fuese porque el funcionariado es un colectivo tan potente que es capaz de dar y quitar el poder a los políticos, no como el de las pequeñas empresas que en la actualidad colman el sector servicios y malviven ofreciendo su trabajo a saldo en detrimento de la calidad para no morir de hambre. Hemos imaginado a unos padres que se ven obligados a convocar un concurso público para decidir qué equipo médico le opera a vida o muerte y se llevan la terrible sorpresa de que no es el mejor, sino el más barato con la probable repercusión en la salud de su descendiente. En estos dos sencillos ejemplos hemos comprobado cuán absurda puede ser la aplicación de una ley incapaz de asegurar la calidad de los servicios, pero que la Administración tampoco procura mejorar en su interpretación a través de los pliegos. No sé si por comodidad, por desidia o por incapacidad. Todo ello ha sido aderezado con reflexiones paralelas y vinculadas acerca de los plazos, las cuantías y bajas de las licitaciones, las valoraciones, la transparencia, etc., ofreciendo, al menos intentándolo, soluciones incluso asumiendo que algunas de ellas pueden llegar a ser incompatibles con ciertos conceptos, tal vez retrógrados, que están asentados en la Administración y que prácticamente son inamovibles. 


Cabe la necesidad de añadir algunas reflexiones más acerca de estos procedimientos además de las citadas. Una es el determinismo en las licitaciones de la solvencia técnica y económica de la que resulta un círculo vicioso en el que solo unos pocos, los más solventes técnica y económicamente —necesaria redundancia—, resultan favorecidos. Y es que resulta comprensible y coherente exigir esa solvencia para asegurar el buen resultado, pero, como se ha visto, esta circunstancia termina siendo excluyente para el proceso y no llega a ser definitiva para asegurar la excelencia porque la oferta económica resulta más determinante. Tengo grandes amigos arquitectos, mucho más experimentados que yo y, por tanto, más solventes técnicamente, que se quejan amargamente de que no se valora su experiencia lo suficiente y también tengo amigos más jóvenes que se sienten frustrados y agraviados al no poder presentarse a las licitaciones pues no tienen la experiencia acreditada suficiente, aunque sí, la formación exigible. Esto constituye un galimatías que transforma cualquier proceso concurrencial en un sinvivir para quienes participamos que nos lleva a descartar muchos procedimientos por falta de crédito profesional —solo así se me ocurre traducir el concepto de solvencia profesional, o la falta de ella—, pero, además, lo kafkiano de todo esto es que resulta imposible adquirir esa solvencia porque no se tiene la oportunidad de intervenir en estos proyectos al no disponer de esa misma solvencia exigida. Vamos, la pescadilla que se muerde la cola. Le auguro a esta situación un pésimo final en unos años. Terminarán desapareciendo los arquitectos solventes y no habrá relevo porque ninguna generación posterior habrá podido adquirir la solvencia técnica necesaria para participar en los procedimientos. Recúrrase, ¿por qué no?, a condiciones tan pueriles como incluir en el equipo arquitectos más jóvenes y valorarlo en la licitación. Y ojo, que no es lo mismo que las UTEs, no me hablen de ellas por favor, que eso da para otra serie completa. De otra parte, también está la exigencia económica a los licitadores que viene a ser lo mismo, pero aplicado al ámbito económico. Resumámoslo de forma concisa con un ejemplo: un procedimiento exige que el licitador en los últimos ejercicios fiscales haya facturado una cantidad mínima en un solo proyecto equivalente a, digamos, una vez y media el valor de la licitación. Venga ya, por favor, si la administración favorece las bajas económicas más que otra cosa y estas alcanzan en el mejor de los casos el cincuenta por ciento, para poder cumplir este requisito, tendría uno que haber ganado un concurso que hubiese sido licitado en un valor equivalente al triple del que se pretende adjudicar. Es así de simple, hagan los números.


Otra de estas circunstancias desatinadas y que últimamente proliferan en las licitaciones es la de separar proyecto y dirección. Me explico recurriendo al símil de la intervención quirúrgica que resulta muy esclarecedor. Recuerdan que el equipo que finalmente iba a operar al niño sin ser el mejor, a consecuencia de la oferta económica, no estaba del todo mal. Pues consideren que esa operación cuyo análisis, estudio y metodología es expuesta de forma notable —esa era la nota— por el equipo vencedor en un documento que refleja cómo se ha de proceder, esto es, el proyecto de ejecución. Pues bien, resulta que la Administración decide que ese equipo no será quien realice la intervención, sino que será un tercero que se verá sometido a un procedimiento concurrencial en el que, ya lo anticipo, aunque no sorprendo a nadie, resultará vencedor quien más baja económica proponga porque, si en una propuesta de prestación de servicios, se pueden incluir documentos justificativos, explicativos, resolutivos y acreditativos, en la ejecución de ese servicio en las condiciones ya fijadas y establecidas no queda otra que recurrir a la baja para determinar quién lo ejecuta. Pregúntenles a los padres qué les parece esta idea. 


Sigo, aunque va quedando menos, a colación de la documentación que exigen presentar en un procedimiento concursal. ¿Alguien en la Administración se ha parado a valorar lo que cuesta desde un punto de vista económico presentarse a una licitación en la que se exige tal cantidad de documentación que prácticamente paraliza cualquier oficina durante el mes —de gracia— que se da para presentar la oferta? No es una pregunta retórica, aunque la respuesta la conozco: es no. Deberían hacerlo, yo lo he hecho y el importe es aterrador. Paralizar una empresa para poder presentarse a un concurso, digamos medio, en el que se exijan 3 paneles A1 con planos, gráficos, fotos de maquetas, renderizados, etc., una memoria explicativa de 20 o 30 páginas —desconozco si se la leen realmente, sería un mínimo signo de respecto hacia el licitador, aunque mi experiencia me dice que no, al menos no en profundidad—, y un conjunto de planos en A3 a nivel de anteproyecto que incluya esquemas de instalaciones y demás ocurrencias. Bueno, pues esto supone del orden de los 8.000€ por concurso. Sí, 8.000€, y esta cifra, lo aseguro, está muy aquilatada porque podemos hacerlo todo nosotros y no requerimos colaboraciones externas, pues se trata de recursos personales que se destinan durante las semanas previas a la entrega para poder presentar una licitación que luego se va a resolver por cuestiones económicas. El trabajo de los prestadores de servicio es cerebral, no manual, pero también supone esfuerzo. Si uno piensa que en cualquier licitación hay entre diez y quince ofertas de media, ya tienen la conclusión: una licitación que sale por 100.000€ —y que se adjudicará por 50.000€— recibe ofertas cuyo valor global puede ascender aproximadamente a los 120.000€. Resulta irónico, ¿no? La Administración debería sensibilizarse con el ímprobo esfuerzo que supone para los licitadores concurrir a estos procedimientos. Prémiese de alguna manera y búsquese un equilibrio coherente entre lo que se solicita y el servicio a licitar, qué menos. Retomando los ejemplos de la licitación para el funcionario y el de la intervención quirúrgica para el niño, sería como pedirle al funcionario en la propuesta técnica que hiciese un esquema total del procedimiento a seguir de principio a fin explicando cada paso literal y gráficamente, o al equipo médico que presentase una simulación integral de la intervención en un modelo biométrico del paciente. A que suena absurdo, ¿verdad? Pues es así. Y no entremos a valorar que con esa documentación la Administración puede hacer lo que le plazca, tal que así, por ejemplo usar algunas ideas de equipos no ganadores, pero no pensemos mal, vaya a ser que acertemos.


La conclusión por parte del que se presenta a licitaciones es que la Ley yerra en sus conceptos básicos y en su idea de oferta ventajosa. Esta es en gran medida también la opinión de muchos funcionarios que se ven sometidos a ella y son incapaces de doblegarla en pro de la excelencia. Para no incurrir en el error de interpretación que podría subyacer bajo mi opinión solo tenemos que recurrir a la literatura del “Artículo 1. Objeto y finalidad” de nuestra legislación vigente en materia de licitaciones, esto es, la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014. Este artículo reza así, merece la pena dedicarle unos minutos a su lectura porque es esclarecedor en lo que se ha venido manifestando: 


1. La presente Ley tiene por objeto regular la contratación del sector público, a fin de garantizar que la misma se ajusta a los principios de libertad de acceso a las licitaciones, publicidad y transparencia de los procedimientos, y no discriminación e igualdad de trato entre los licitadores; y de asegurar, en conexión con el objetivo de estabilidad presupuestaria y control del gasto, y el principio de integridad, una eficiente utilización de los fondos destinados a la realización de obras, la adquisición de bienes y la contratación de servicios mediante la exigencia de la definición previa de las necesidades a satisfacer, la salvaguarda de la libre competencia y la selección de la oferta económicamente más ventajosa.

2. Es igualmente objeto de esta Ley la regulación del régimen jurídico aplicable a los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos administrativos, en atención a los fines institucionales de carácter público que a través de los mismos se tratan de realizar.

3. En toda contratación pública se incorporarán de manera transversal y preceptiva criterios sociales y medioambientales siempre que guarde relación con el objeto del contrato, en la convicción de que su inclusión proporciona una mejor relación calidad-precio en la prestación contractual, así como una mayor y mejor eficiencia en la utilización de los fondos públicos. Igualmente se facilitará el acceso a la contratación pública de las pequeñas y medianas empresas, así como de las empresas de economía social.


Prácticamente la totalidad de los parámetros que se indican han sido analizados en este ya extenso documento, pero si uno quiere interpretarlos de manera torticera y no ir al fondo de lo manifestado llega a los procedimientos, acciones y resultados que, en general, nos encontramos en las licitaciones. Puede que subyazca una serie de buenas intenciones en el articulado, pero la conclusión evidente y final es que el concepto «… SELECCIÓN DE LA OFERTA ECONÓMICAMENTE MÁS VENTAJOSA.» indicado al final del apartado 1 es el que finalmente se impone en su interpretación más literal, lo cual redunda en la ausencia de calidad final en el servicio o en el objeto que se licita y dudo mucho que la Administración y, por descontado, los administrados quieran realmente eso. Ojalá este conjunto de reflexiones ayude a reconvertir el procedimiento de adjudicación desde su origen, a saber, la Ley y los pliegos. Porque, y finalizo con un corolario, este hacer de la Administración repercute, y de qué manera, también en el sector privado donde los precios han convertido nuestra profesión en indigna, humillante y deshonrosa. 



Fotografía de Colin Lloyd en www.pexels.com



En Mérida a 10 de octubre de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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