Atracamos en el puerto y nuestro invitado, por llamarlo de algún modo, estuvo despidiéndose de nosotros, al menos eso creo, dedicándonos unas palabras privadas. Todos terminamos con una cara que hoy describiría como mezcla de asombro y admiración, incluso también agradecimiento, aunque entonces no supe entender. Antes de bajar, se dirigió a mí. Fui el último. No tiene mucho sentido que reproduzca aquí todo lo que me contó, entre otras cosas porque sus palabras se han perdido en los recovecos de mi mente ya anciana, pero recuerdo la idea con bastante claridad. Sí que puedo decir que fueron las palabras más hermosas que nadie me dijo nunca, pero, al mismo tiempo, eran serias y contundentes. Pensé que me estaba reprochando mi comportamiento, «Soy marinero», me dije a mí mismo, «¿qué se puede esperar de mí?», pero enseguida el pensamiento desapareció y mi mente pareció emblanquecer y comenzó a impregnarse de mensajes que jamás hubiera pensado que podría recibir. Cuando terminó solo tuvo que pronunciar, en voz bien audible para todos, un profundo «Ven», tan insondable que solo pude obedecer. Supongo que lo hizo así para que nadie dudase de mi acción, de mi obediencia, absolutamente ciega, totalmente irracional. Creedme si os digo que ni siquiera se me pasó por la cabeza negarme. No, eso no ocurrió, como también os puedo asegurar que no se lo pidió a nadie más. Solo yo fui elegido. No cogí nada de mis enseres, no es que llevase muchas cosas, pero tenía a bordo algo de ropa y dinero. Allí se quedó todo, en la taquilla del camarote compartido en el que hacía mi travesía. Bajé con lo que llevaba puesto. Él tampoco llevaba nada más que la ropa que vestía cuando le rescatamos. Una ropa que no se había quitado, yo, al menos, no recuerdo que se desvistiese o que le prestásemos otra mientras la suya se lavaba o secaba. Era una suerte de extraña túnica de esparto, o algo parecido, que resultaba poco confortable a la vista. Ahora, tiempo después, mucho tiempo después, tras haber completado la misión que me encomendó, debo reconocer que todo fue muy extraño, demasiado, incomprensible para mí incluso hoy en día, tras años de sosiego y de reflexión. Dudo que lo tuviese todo planeado, creo que mucho de lo que ocurrió, y que ya he escrito, sencillamente fue así porque no podía haber sido de otro modo. No quiero adelantar acontecimientos, entre otras cosas, porque lo que aquí describo no forma parte de lo que se denominó el canon de las escrituras. Este texto, que seguramente me supondrá terribles penas a las que los hombres me someterán o incluso puede que mi propia conciencia —no tengo ninguna duda al respecto—, es tan cierto como los otros, pero este está impregnado de mis sentimientos, de mis emociones y necesitaba contarlo como quien necesita comer y beber para vivir.
Tras abandonar el barco no volví a ver a ninguno de mis compañeros. La verdad es que no sé si eran amigos míos, verdaderos amigos, pero cuando estás en el mar con pocos camaradas durante mucho tiempo, llegas a escucharles ciertas intimidades, algunas verdaderas, pero muchas de ellas inventadas, aunque nadie las cuestiona. Nadie se para a pensar si son sinceras o no, tan solo se escuchan, se asiente, y penetran en nuestra mente para entender al que las cuenta. Cada cual ofrece la imagen de sí mismo que quiere para llegar al alma del oyente. Así que sí, sí que podría decir que esas gentes eran amigos míos, desde luego compartía con ellos más que con ninguna otra persona que hubiese conocido fuera del mar. No siempre fueron los mismos, como podéis imaginar, pero lo que nos ocurrió en ese viaje, en cierto modo, nos unió más que lo que otras travesías que todos habíamos hecho con otros pescadores. Muchos de ellos intentaron contactar conmigo, aunque no les resultó fácil porque durante algún tiempo no pasé por mi casa y toda la correspondencia que recibí de ellos, que fue mucha, quedó atorada en el buzón de mi piso hasta que, años después, con tantas canas y arrugas que casi no me reconocí cuando me miré al espejo de la entrada, las recogí y las fui contestando una a una. Mis respuestas tuvieron a su vez otras respuestas, pero algunas quedaron sin contestación. Tal vez el destinatario, que antes fue remitente, había cambiado de dirección, tal vez había muerto, algo bastante probable porque a mí mismo debían quedarme ya pocos años de vida y yo era de los más jóvenes de aquel barco pesquero donde todo comenzó.
Cuando desembarcamos en el puerto tuve la sensación de estar paseando. Fue una sensación hermosa, indescriptible para mí y que, desde luego, no recordaba haber practicado, al menos no recientemente. Mis recuerdos de aquellos instantes son muy hermosos. Todo me parecía maravilloso, los barcos, las casas, la gente. Creo que fui feliz, tan sencillo como eso. Él me precedía, yo le seguía. Me imaginé un rebaño de ovejas con un pastor a la cabeza y un fiel perro guardián que las cuidaba mientras el pastor iba abriendo el camino. Quise pensar que yo era ese perro. En realidad, no fue así, probablemente ni siquiera fui oveja. Él no tuvo nunca la intención de tener un rebaño, pero reconozco que la sensación de verse ahí, recogido al amparo de su aura, resultaba muy confortante, casi diría que era un consuelo para mi vida y supongo que también para todos aquellos que quisieron seguirle y lo hicieron durante algún tiempo, aunque yo fui el único que estuvo durante todo su periplo. No es que pretenda decir que mi lealtad fue máxima y mi dedicación y entrega únicas, no. No se trata de eso, sino que por circunstancias que aún hoy en día desconozco, en ningún momento me invitó a tomar otro camino como, sin embargo, sí hizo con mucha gente con la que contactó. Y que conste que eso no significa que se deshiciese de ellos, sino más bien que las misiones que les encomendó, si es que así fueron sus mandatos, implicaban caminos distintos.
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En Isla Cristina a 13 de junio de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
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