El juicio de Dios (i).




«Tú lo escribirás todo», apenas entendí lo que me acababa de decir o tal vez no quise comprenderlo. El caso es que no le presté demasiada atención, ni tan siquiera me opuse a su mandato o argüí queja alguna. Seguramente fue porque estaba sumido en un gran esfuerzo intentando recuperar lo que inicialmente consideré un cadáver. Lo vi en mar abierta. A lo lejos parecía poco más que un tablón flotando de esos que uno encuentra con cierta frecuencia antes de echar las redes. El pesquero estaba preparándose para comenzar la faena en aguas internacionales. Después entendería el porqué de la localización, quería evitar —eso supuse, aunque nunca me lo aclaró, pues siempre fue bastante críptico— que ninguna nación pudiera patrimonializar su hallazgo. El caso es que cuando cambiamos el rumbo para acercamos, tras insistirle mucho al capitán que intuía problemas, hacia donde estaba el cuerpo flotando porque pude diferenciar algo parecido a un ser humano —di por hecho que era estaría muerto—, comprobé que se movía pausadamente, no haciendo aspavientos como habría sido lo lógico para hacerse ver, incluso sacando fuerzas de donde no las tuviera, sino que nos miraba con parsimonia, quiero pensar que con cierta expectación pero no impaciencia, aunque ahora, tiempo después, estoy seguro de que no nos miraba con deseo de ser rescatado. No lo necesitaba. Tal vez su mirada era sencillamente indolente. 


Tras alzarle por estribor intentamos tumbarle en la cubierta para que descansara del esfuerzo que debía haber hecho luchando contra el mar, pero cuando procuramos ofrecerle ese descanso, se irguió y fue cuando me lo dijo interrumpiendo mi condescendiente «¿Está usted bien?» con el que le recibí en el barco sin saber si hablaría mi idioma y, por supuesto, sin saber que lo estaba. Obvió la respuesta, aunque estoy seguro de que la oyó. Sin embargo, su frase fue lapidaria, incontestable y eso que yo apenas había escrito en mi vida cuatro párrafos, entre ellos el más repetido era mi nombre cada vez que me incorporaba a la tripulación de un pesquero. Este es mi verdadero oficio, el de pescador y él me quiso convertir en escritor y supongo que lo hizo. Lo envolví en una manta, sospeché que estaría tiritando, pero no era así. Él lo agradeció con un gesto de su rostro sin apenas mover la cabeza. No pude sostenerle la mirada. Intenté llevarle al puente, pero se negó. El capitán nos miraba sujetándose a la chimenea para evitar que el ajetreo con el que el mar nos saludaba le tumbase. Él parecía llevar toda la vida navegando, casi ni se desequilibraba. Aunque le llevaba sujeto, al final era yo mismo quien se apoyaba en él. Entonces le respondí: «Nunca he escrito nada». Me miró sonriente y me respondió que no me preocupase. Yo no insistí. Creo que en aquel momento supuse que estaba delirando o que tal vez estaba loco. Cuán equivocado estaba, o tal vez no tanto. El caso es que me pidió que le llevase a ver al capitán, que tenía algo importante que decirle. Así hice, no protesté, no lo llevé a la enfermería, no lo invité a ningún camarote para que pudiera descansar. Sencillamente obedecí. 


El capitán estaba observándonos y vio cómo subíamos la escala para acercarnos donde estaba. Ni se inmutó, tan solo esperó a que llegásemos. Entonces le saludó y el capitán asintió con un gesto amable. Me pidió, mirándonos con una intensidad insoportable, que les dejase a solas durante un instante, el capitán accedió. Obedecí. Me alejé y me dirigí de nuevo a la cubierta junto con mis compañeros que estaban tan asombrados como yo por lo que acabábamos de ver. Al cabo de un rato, regresó. No nos habíamos movido. Nos sonrió a todos y nos pidió que hiciésemos lo que nos pidiera el capitán. «Siempre lo hacemos», me atreví a responder. Él asintió complaciente. No sé quién fue el que preguntó si quería agua o algo de comer, si tenía frío o si necesitaba algo. Él respondió agradecido que estaba bien, que tan solo necesitaba retirarse un rato a pensar. No dijo descansar, dijo pensar, de eso estoy seguro. Nos miramos asombrados. No era la primera vez que rescatábamos a un ser humano del mar, era más o menos habitual pues nuestro rumbo cruzaba rutas migratorias de gente que huía de sus países buscando algo de paz o civilización o prosperidad en el mundo occidental. Sí era la primera vez que eso ocurría tan lejos de la costa, en alta mar. Y si de algo estábamos seguros era de que, en cualquier otra ocasión, el rescatado apenas estaba consciente y si lo estaba siempre pedía agua y abrigo para desmayarse poco después por el esfuerzo impuesto por el mar para lograr su supervivencia. Le ofrecimos la sala contigua al puente de mando porque no quiso ocupar ningún camarote. Allí se quedó durante el resto del trayecto. No volvió a salir hasta que no llegamos al puerto, que no era el nuestro de origen. El capitán nos indicó que volvíamos. Nadie protestó a pesar de que quedaban varios días de travesía y que nuestra bodega estaba aún a media capacidad. Sería un desastre que el armador nos reprocharía y que provocaría seguramente el despido del capitán pues no había ningún motivo que justificase el regreso. En otras ocasiones cuando rescatábamos a alguien simplemente lo atendíamos como buenamente podíamos, pero proseguíamos nuestra faena. Debo reconocer que esta actitud, tal vez poco humanitaria, supuso que algún rescatado en estado grave terminase falleciendo. Entonces lo devolvíamos al mar sin mayor consideración. Sé que es cruel, lo sé, pero la ley del mar también lo es. Puedo asegurar, eso sí, que antes de proceder de este modo, el capitán siempre decía una oración por el muerto.



Foto de Pok Rie en Pexels.


En Plasencia a 30 de mayo de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

https://encabecera.blogspot.com.es/


No hay comentarios:

Publicar un comentario