En la pantalla apareció un puntito luminoso que parpadeaba. Su color: naranja. Era necesario atenderlo, en realidad, no podía obviar atenderlo. Coloqué la mano sobre el cristal y apareció la imagen. Era una nota con un pictograma —hacía ya bastante tiempo que los mensajes que ofrecían los dispositivos móviles no contenían texto, ni tan siquiera era posible escribir en ellos como todavía ocurría a principios del siglo XXI, «Se internacionaliza su uso y se empodera la mente», nos dijeron estúpidamente y los creímos, o tal vez no, pero lo aceptamos—. El mensaje indicaba que era necesario que fuese al cuarto de baño a miccionar. «Menos mal, casi se me pasa», pensé cínicamente. Era imposible evitar que ese tipo de información apareciese en mi pantalla. Tenía que recibirla sí o sí. No existía ningún mecanismo, ni tan siquiera en el mercado negro de la programación que lograse eliminar o al menos evitar que esa información llegase. Es más, los intentos que algunos informáticos hicieron para lograr que se desactivasen esos mensajes fueron superados con versiones avanzadas de los sistemas operativos de los dispositivos hasta el punto de que era necesario mirar la pantalla —sí, era necesario mirarla— antes de que desapareciese. Caminé unos metros hasta llegar a un bar. Entré, pedí un café a la máquina que me atendía —a estas alturas de siglo ya casi no quedaban humanos prestando servicios en la hostelería, como también ocurría en otros sectores— y entré en el cuarto de baño para desahogarme. Como es natural, no necesitaba que el maldito aparato me lo recordase, pero así funcionaban las cosas. Es más, ni siquiera podía deshacerme del maldito aparato. El Estado cuando uno nacía te entregaba un dispositivo que era obligatorio llevar so pena de graves sanciones con correctivos incluidos que, según ibas creciendo, te cambiaban adaptándose a tu madurez intelectual y física —si me lo permiten lo que en realidad hacía era forzar el nivel de tu madurez intelectual y física según los propios intereses gubernamentales—. El argumento que utilizaban para imponer esta norma resultaba incuestionable: la tecnología se pone al alcance de todos, sin excepción, y ayuda al desarrollo cognitivo y físico de cada persona adaptándose a sus verdaderas necesidades. Contra eso quién iba a oponerse. Regresé del baño. Había dejado el móvil en el mostrador, por supuesto nadie lo había sustraído y eso que el bar estaba lleno. Dos eran los motivos por los que esto no había ocurrido: el primero, todos tenían el suyo propio y eran iguales —la unificación y homogenización era otro de los argumentos esgrimidos por el Estado para forzar su uso—; el segundo, nadie de entre todos los usuarios había levantado la cabeza del suyo. En realidad, yo había cometido una temeridad abandonándolo sobre la encimera, pero era algo que procuraba hacer siempre que se me presentaba alguna ocasión, no tanto como una afrenta a la legislación vigente que podría haberme acarreado una sustancial multa, sino como una breve liberación, una austera sensación de libertad momentánea que me permitía respirar. Sabía de sobra que ese gesto era detectado por la policía móvil, pero siempre pensé que serían incapaces de procesar y tramitar la inmensa cantidad de información que debían recibir como para tomar las medidas legales requeridas ante pequeños gestos como el que yo solía realizar por muchos superordenadores que tuviesen. Nada más lejos de la realidad. Lo descubrí no hace mucho tiempo cuando recibí la primera advertencia. Habían comprobado que mi móvil había sido «abandonado» —ese fue el término que utilizaron— durante unos instantes y que ese tiempo de abandono del dispositivo no se correspondía a mi horario de ducha o a mi actividad deportiva en piscina —elegí piscina como actividad deportiva necesaria y obligatoria, a pesar de que odio el agua, porque te permitían prescindir del móvil durante ese rato—. Puse un pliego de descargos para evitar la sanción aludiendo que se me había caído. Sabía que era un argumento baladí porque si el móvil se caía y no detectaba la presencia de su dueño emitía una señal acústica muy potente que estaba sincronizada con la frecuencia auditiva del propietario y era imposible que no lo oyese, así que indiqué que consideraba que estaba estropeado, cosa que también sabía que era difícil de creer porque cualquier síntoma de error por parte del dispositivo era notificado mediante los correspondientes indicadores a los servicios centrales de la policía móvil e inmediatamente te enviaban uno nuevo. Coló, no sé bien cómo, pero coló. En fin, de la segunda no me libré y sabía que el gesto que acababa de hacer podría suponer la tercera propuesta de sanción. Estaba asumiendo más riesgos de los necesarios. Cuando me senté en mi banco y cogí el móvil, comprobé la existencia de una lucecita verde parpadeante. Pasé la mano sobre la pantalla y apareció un pictograma que indicaba que me quedaban unas cuatro horas hasta la siguiente visita al baño, que esta vez no se limitaría solo a la orina. Era poco tiempo el que preveía el sistema, pero mi próstata ya no era la misma que tenía cuando era joven. «Gracias», pensé con sarcasmo. Recogí el móvil, gesto extraño porque la gente siempre lo solía llevar en la mano, cogí el café, di un sorbo y me giré sobre el banco para contemplar el panorama desolador que ya intuía. Debía haber unas doce o trece personas sentadas en las coquetas mesitas del bar. Prácticamente todas estaban solas. Solo había una pareja. En cualquier caso, todas sin excepción estaban mirando la pantalla de sus móviles. Información, consejos, advertencias, recordatorios, mensajes, conversaciones absurdas y sin palabras, llenas de dibujitos que cada cerebro debía interpretar y donde no existía la posibilidad de discusión, de razonamiento, ni siquiera era factible extraer conclusiones porque no había proposiciones. El lenguaje estaba desapareciendo. Lo sabía con certeza y sabía el motivo, era fácil de deducir, solo hacía falta tener un poco de sesera y eso era precisamente lo que procuraban evitar.
Tuve la gran suerte de heredar de mis padres un antiguo lector de textos cuyo contenido en libros era inmenso y nunca podría leer completamente. De hecho, sencillamente poder leer ya era algo inusual en mi generación. No es que no se enseñase a leer en los colegios —con el apoyo, como era preceptivo, de los correspondientes móviles de los alumnos—, sino que no se enseñaba a comprender lo que se leía. Incluso la literatura, sin estar proscrita, prácticamente era inaccesible y por supuesto las bibliotecas se habían reconvertido en videotecas en las que la gente pasaba sus ratos de ocio frente a pantallas gigantescas conectadas con sus dispositivos móviles personales. En mi caso, aprendí a leer y a comprender lo que leía. Nunca les podré estar lo suficientemente agradecido a mis padres por ese regalo. Sin embargo, sabía que poseer ese tesoro podía resultar peligroso. Era un riesgo que quería correr.
Los vidrios del establecimiento no eran transparentes, eran pantallas que ofrecían información, mucha información, tanta que nadie era capaz de procesarla, además, era información vacua, inútil, vacía. Dibujos, pictogramas, imágenes sin contenido más allá de la propia imagen: una bazofia tan atractiva que atrapaba al más cauto. Fingí mirar mi pantalla cuando vi pasar por la puerta —que era lo único transparente de local— una patrulla informativa de dos agentes quienes, de otra parte, iban, como el resto de los transeúntes, mirando las pantallas de sus dispositivos mientras caminaban. Pagué el café con mi móvil y salí asqueado del bar. Casi me entraron náuseas cuando salí a la calle. No había nada, no sé por qué me sorprendió si ya era consciente de ello. No había absolutamente nada. Coloqué el móvil a la altura de mis ojos y apareció la calle, con sus árboles, con sus coches, con su cielo azul, con sus pájaros. A través del móvil parecía que todo estaba lleno de vida y de belleza. Lo bajé ligeramente, no mucho para no levantar sospechas en los sensores del dispositivo, y comprobé aterrado que efectivamente no había nada. Solo gente caminando de un lado a otro, como insignificantes insectos teledirigidos, sin tocarse, sin mirarse, sin hablarse, sin cruzarse a pesar de que lo estaban haciendo constantemente. Volvieron las náuseas. Entonces vi una alcantarilla gris en la calle gris, no pude evitarlo. Me acerqué, comprobé que a través del móvil no se veía, eso me permitió confirmar que era auténtica. Me agaché ligeramente y dejé caer el móvil en ella. Sabía que en cuestión de instantes una patrulla llegaría para sustituirme el móvil y llevarme a comisaría e interrogarme por la pérdida. No me importaba. Hasta que llegara ese instante sería libre.
Foto de Oleg Magni en Pexels.
En Plasencia a 25 de abril de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
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