En enero 1871 la unificación alemana se concretó en la Galería de los Espejos de Versalles donde Guillermo I fue proclamado emperador dando forma al II Reich en el que Prusia, beligerante por naturaleza desde hacía siglos, llevaría la voz cantante. Poco después, en Fráncfort, Bismarck impuso unas condiciones de paz inasumibles para la orgullosa Francia que no supo concretar su revolución de 1789: aún no estaban preparados. Era la nueva Francia Republicana del depuesto Napoleón III tras haber sido preso en la batalla de Sedán de septiembre de 1870 —curiosamente Napoleón III tiene el extraño honor de haber sido primero presidente de la República Francesa (1848-1852) y luego, ya como emperador, el último rey francés (1852-1870)—. La pérdida por parte de la recién constituida Tercera República Francesa de Alsacia, Lorena, las minas de carbón y de hierro y el pago de costosísimas e inasumibles sumas para reparar los lances de la breve guerra franco-prusiana supusieron demasiado para la intelectualidad francesa y para su gobierno. La guerra entre la venida a menos potencia católica francesa y la imperiosa Alemania protestante que llegaba tarde al colonialismo fue instada por el Telegrama de Ens frente a la disputa gala por evitar el gobierno en España de Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen tras la revolución española de 1868 que exilió a Isabel II y que introdujo el Sexenio Democrático con una Monarquía Parlamentaria representada por el efímero Amadeo de Saboya que fue apoyado por el malogrado Prim al igual que el anterior candidato, Leopoldo, y posteriormente por la frustrada Primera República Española.
Nos encontramos, por tanto, en el meollo del siglo XIX, una época convulsa en la que se gestarían las terribles guerras mundiales con las que se bautizaría el siglo XX. Y es en este cruento y movido escenario en el que aparece la Comuna de París, no la de la Revolución Francesa, sino la del movimiento sedicioso que gobernó la ciudad del 18 de marzo al 21 de mayo de 1871 y que promulgó, con el apoyo intelectual y crítico —en la distancia— de Karl Marx, y ante la situación de desconcierto del estado francés, una serie de mandatos revolucionarios y populares con un evidente trasfondo comunista. Fue reprimida con extrema dureza. Este incipiente comunismo, que tanto dio que hablar para justificar y ejemplificar la dictadura del proletariado, no fue sino el desenlace natural del desgobierno que sufría la nación y la situación de frustración y decepción que el pueblo tenía con su clase gobernante, incentivada por la desesperación que el hambre y las miserias producen en los seres humanos. Fueron muchos los intelectuales que se sirvieron de esta pequeña revolución para justificar el comunismo, el propio Marx, Engels, Bakunin, posteriormente Lenin, Trotsky, incluso Mao Tse Tung. El caso es que el cuerpo teórico del comunismo, en cierto modo, se construyó sobre la base de esta aciaga experiencia y se conformó como un sistema político y socioeconómico cuyas principales características fueron la propiedad común de los medios de producción y la inexistencia de clases sociales, aunque es innegable el trasfondo filosófico-religioso que lo imbuye. Sin embargo, el comunismo en su concepción más pura proviene de la palabra “común” y se remonta, con registros escritos, a la República de Platón y a la forma en que se organizaron los primeros cristianos anteriores al Primer Concilio de Nicea. Si bien, su concepción de carácter más económico nace con la Utopía de Tomás Moro del siglo XVI y la fracasada revolución de 1796 encabezada por Babeuf. Después, el movimiento comunista imbricado ya por las reflexiones de Marx y Engels —aunque tal vez deberían colocarse en orden inverso— de su Manifiesto del Partido Comunista de 1848 y modulado por la realidad geopolítica de principios del siglo XX, en especial en la Rusia de la primera Guerra Mundial con la Revolución Roja, mal llamada Obrera aunque se apoyó obviamente en esta clase social para llevarse a cabo de la mano de Lenin, y con la crítica de Trotsky, derivará en una degeneración burocrática y autoritaria necesaria para su perduración que incluso la China más comunista ha ido adaptando al capitalismo para poder subsistir —sin desdeñar su aspecto represivo— en el mundo actual.
Pues bien, tras este breviario de acontecimientos históricos que han llevado a un movimiento nacido con el ánimo de hacer el bien —así de pueril— y de establecer un mundo igualitario para todos en sus sucesivas tres fases de implantación expuestas por Marx y Lenin, a saber: período de transición, primer comunismo en forma de sociedad socialista y fase superior; podemos concluir que en cualquiera de sus formas de gobierno implantadas en el mundo ha supuesto un fracaso sin paliativos que ha fomentado, más si cabe que el capitalismo, la desigualdad entre los seres humanos generando una sociedad de clases en la que solo se produce cierto movimiento osmótico por nepotismo y en la que el desfalco y la malversación para la obtención de los bienes de consumo de lujo —y el desarrollo de operaciones destinadas a la conservación de los puestos de responsabilidad— forma parte indisoluble de la clase política.
Pero es necesario reconocer las bondades del planteamiento inicial que surge como un sistema que termine con las diferencias entre las clases y su final eliminación, en especial cuando uno reflexiona desde una posición de desigualdad —por la parte inferior— y mirando incrédulo y tal vez con envidia lo que el poseedor de los bienes de producción, simplificando mucho, el dinero, es capaz de hacer y tener. Con la misma puerilidad que puede abreviarse el fin último del comunismo, puede deducirse el motivo de su fracaso. El comunismo no funciona porque no es circular. Así de simple. Conviene ahora clarificar el sentido del término circular: el comunismo propugna la eliminación de las clases y la dictadura del proletariado en su primera fase con la idea recibir bienes en la segunda etapa en función de la contribución laboral para llegar a una etapa final en la que cada cual contribuye según sus capacidades y recibe acorde a sus necesidades. El problema del fracaso del sistema comunista radica en el hecho de que los dirigentes y poderosos terminan acomodándose en sus posiciones privilegiadas y terminan olvidando los preceptos básicos del movimiento. Así, la forma más simple y sencilla de lograr que el sistema funcione es introduciendo un sistema rotatorio, circular, en el que cada miembro de la comunidad comunista cicle por cada uno de los puestos de trabajo necesarios para el desarrollo social. Es decir, que el minero pase a ser bombero, después, policía, después comerciante, vendedor y después político para seguir con la circulación de puestos de trabajo, digamos cada dos años. Es evidente que el grado de especialización de la sociedad productiva en la que nos vemos imbuidos requiere que ciertas labores estén destinadas solo a aquellos capacitados para realizarlas por su preparación específica, pero es innegable que en un mundo comunista en el que todos tienen igualdad de oportunidades podrían aprovecharla durante su período formativo y aquellos que estudiasen para ser científicos, profesores o jueces, por decir algo, no circularían en esa rotación comunista de responsabilidades, mientras que el resto de profesiones que requieren menor especialización —para el caso político y tal y como se puede comprobar hoy en día, casi ninguna— rotarían alternando sus trabajos periódicamente. De este modo, incluso asumiendo una ralentización evidente en el desarrollo productivo de la sociedad provocado por la circulación de puestos de trabajo y el necesario período de adaptación a la nueva responsabilidad, cuestión esta que en una sociedad comunista es de carácter menor ya que todo es de todos, se alcanzaría el grado de comunitarismo deseado y se lograría la deseada igualdad. Es obvio que, al igual que plantearon como elementos teóricos Marx y Lenin ciertas etapas para alcanzar el estado final comunista, el escenario del comunismo circular o rotativo podría constituirse como una o varias etapas adicionales al comunismo tradicional en las que cada miembro autodenominado comunista de la sociedad debería circular por los puestos de los demás, lo que debería incluir no solo el cambio de puesto de trabajo, sino también, por razones obvias de proximidad y pragmatismo, el cambio del módulo habitacional —que es una expresión más apropiada para la jerga comunista que el simple vocablo casa—, del vehículo de transporte, de la capacidad económica del individuo. Ejemplificando, el político que viva en una gran mansión con una remuneración alta y numerosas prebendas, al cabo de dos años, podría ser transferido a una mina de carbón o a un vertedero de basuras viviendo entonces en una pequeña chabola igualmente próxima al puesto de trabajo en condiciones penosas de salubridad. Al cabo del tiempo, unas décadas, no más, es seguro que se alcanzaría el nivel de igualdad deseable y deseado. Ahora bien, habría que preguntar a los políticos actuales comunistas si estarían dispuestos a hacer ese sacrificio por el bien común.
Imagen de wikimedia.org.
En Mérida a 11 de abril de 2021.
Francisco Irreverente.
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