Era necesario hacer algo. Yo ya no era yo y supongo que tampoco él era él, aunque esto último no me importaba demasiado. Había otras cosas que me preocupaban mucho más. aquello había llegado a límites que no podía permitir que se traspasasen. Hasta ahora durante algo más de un año desde la escena del espejo habían ocurrido demasiadas cosas. Tantas que enumerarlas suponía un gran esfuerzo para mí. Pero había decidido que ya no aguantaría más. Fue en ese instante cuando me planteé seriamente tomar medidas drásticas. «Lo del accidente fue una minucia —me dije—. Ahora verás de lo que soy capaz». Pienso que él estaba convencido de que era una amenaza vacía. No me creía capaz de nada. De hecho, creo que en algún momento me reconoció que lo del accidente le había sorprendido, pero el tono de voz que le escuché me preocupó. Verdaderamente me preocupó. Estaba seguro de que no podría arremeter contra él en modo alguno. Sin embargo, todo estaba decidido. Era entonces o nunca. Dejé de hablarle. Me levanté del sofá del salón donde estábamos. Me dirigí al dormitorio. Comencé a quitarme la ropa y cuando terminé, me senté en la cama desnudo, mirando a la puerta. Sabía que en cualquier momento aparecería atravesando el umbral. Allí estaría yo, esperando. Y así fue.
—¿Qué haces desnudo?
—Te espero.
—Qué amable.
—No es amabilidad. Esto va a terminar.
—¿Qué piensas hacer? —se rio estrepitosamente, aunque me atrevería a decir que percibí cierto temblor en su risa.
—Voy a ser tú.
Me miró extrañado, pero se mantuvo en silencio.
—Sí, hoy desaparecerás porque dejarás de ser, dejarás de existir. ¿Te has mirado? Estás desnudo, como yo.
Él se miró para comprobar que efectivamente no tenía ropa.
—Sabes que llevo razón. Sabes que este es tu fin y que nada puedes hacer para remediarlo. Mírate, pero para hacerlo solo tienes que mirarme a mí. Lo que ves es lo que eres y por eso hoy dejarás de ser. No volveré a verte porque seré yo mismo el que se vea reflejado en el espejo o cada vez que, caminando por la calle, mire hacia un escaparate. Ya no aparecerás a mi lado ocultándome, impidiéndome que me vea. Seré yo el que esté. Desaparecerás.
—¿Y cómo piensas lograrlo? —me preguntó intentando mantener la compostura, aunque visiblemente afectado.
—Ya te lo he dicho: seré tú. Y no podrás hacer nada para impedírmelo. Mira bien lo que voy a hacer.
Entonces me levanté de la cama. Mis músculos fláccidos se movieron acompasados a mis torpes movimientos. Nunca fui demasiado hábil. Me dirigí al armario y saqué dos perchas. Las puse en la cama. Las había ido preparando poco a poco, con tiempo. En silencio, aunque no en secreto porque nada podía ocultarle, nada podía ocultarme. Sin embargo, no había sospechado puesto que la ropa que necesitaba la había ido adquiriendo en las últimas semanas y alguna ya la tenía.
De una percha colgaba el traje de tweed. De la otra unos pantalones roídos y una camisa deshilachada. Me puse frente a ellas. Le daba la espalda a él, a mí mismo. Miré ambas vestimentas. Miré a la ventana. Una lágrima se me escapó y sentí como iba surcando mi rostro hasta encontrar su libertad al final de mi barbilla. Cayó justo sobre una de las perchas. Alargué el brazo y la cogí. Liberé cada prenda y las coloqué sobre el edredón. La luz que entraba me deslumbró al agacharme para ponerme los pantalones. Cerré los ojos para protegerme. Al abrirlos, él estaba delante de la ventana. Su cara oscurecida por la contraluz no me permitía distinguir sus gestos. Tampoco quería hacerle demasiado caso. Guardaba silencio y eso me producía una inmensa alegría. Seguí vistiéndome tranquilamente. Ignorándole. Me senté a ponerme los calcetines y entonces volví a darle la espalda. Ante mí estaba la puerta en cuyo marco estaba encuadrado su cuerpo, mi cuerpo, hacía solo un instante. Ahora estaba vacío. Era mi oportunidad. Por fin podía escapar de él, escapar de mí. Me puse los zapatos y salí. No miré atrás. No le miré. Atravesé la puerta y sentí un profundo alivio. La luz en la habitación volvía a entrar con normalidad. Nada ni nadie la bloqueaba.
Me dirigí hacia la cocina. Estaba muerto de sed. Tenía la garganta totalmente seca. Bebí un par de vasos de agua seguidos, casi sin respirar. Cogí las llaves que estaban en el aparador de la entrada y salí. Quería dejarlo todo atrás. Al menos durante un rato. Necesitaba descansar de él, olvidarlo. En realidad, no estaba seguro de si había logrado mi objetivo. Desde luego, lo deseaba con todas mis fuerzas, pero el miedo estaba sembrado en mí y justo entonces con sorprendente lucidez supe lo que tenía que hacer. En ese momento estaba bajando las escaleras para salir a la calle. Me di la vuelta y las volví a subir. Abrí la puerta de mi casa y me dirigí al cuarto de baño. Pasé por el salón y tuve la sensación de que todo había cambiado. Me detuve un instante a contemplarlo. Estaba ordenado, cada cosa en su sitio. Todo limpio. Casi dudé de que fuera mi casa. Me resultaba extraña esa visión. Tal vez había vivido durante demasiado tiempo en una pocilga. Sonreí. Pasé por delante de la cocina y comprobé que el vaso que había usado estaba en el fregadero, tal y como lo había dejado hacía unos segundos, esperando a ser limpiado más tarde. Seguí por el pasillo y al pasar por delante de la puerta de mi dormitorio no quise mirar. Tenía miedo de verle allí, plantado, esperando sonriente y confiado mi regreso. No, no lo podía permitir. Llegué al baño. Abrí el grifo del lavabo. Contemplé como el agua caía a borbotones al principio y en seguida el chorro se hacía uniforme. Ahuequé mis manos y recogí toda el agua que pude. Estaba fría. La eché sobre mi rostro y mi pelo para paliar el sofoco que me consumía por dentro. Entonces miré. Me miré en el espejo. Allí estaba. Era yo, de nuevo. Mis ojos estaban visiblemente cansados, había algunas arrugas inesperadas que subrayaban mi reciente sufrimiento, al menos yo no las recordaba. Escudriñé cada milímetro de mi piel, satisfecho, feliz. Me toqué la cara. Me acaricié. Dejé caer los dedos en mi nariz, en mi boca, en mis ojos. Aún chorreaba, pero percibí que estaba caliente. Volví a echarme agua, pero esta vez cogí la toalla y me sequé. Mientras lo hacía sentí pavor. Había sido un gesto inconsciente, natural, pero caí en la cuenta de que no veía, de que la toalla tapaba mis ojos y el miedo a desaparecer de nuevo me hizo temblar. Arrojé la toalla lejos de mí. Y mantuve los ojos cerrados. Contuve la respiración. Comencé a separar mis párpados lentamente, dejando que la luz fuese penetrando en mi retina. Allí seguía. Era yo. Entonces, aliviado, sonreí. Me vi viejo, pero feliz. Me había recuperado. Volvía a ser yo. Regresé a la habitación confiado. Entré. Miré incluso debajo de la cama. Ahora, cuando lo recuerdo, me hace gracia, pero en aquel momento necesitaba corroborar que solo yo estaba allí. Efectivamente no había nadie. La otra percha con la ropa estaba intacta sobre la cama. Pensé en tirar esa indumentaria, aunque luego me arrepentí y la colgué en el armario, tal y como había estado no hacía demasiado. Necesitaba salir a dar un paseo. Bajé la persiana de la ventana de la habitación y allí estaba yo, de nuevo. Ahora me veía de cuerpo entero. Me reconocí. Llevaba puesto mi camisa deshilachada y mis pantalones rotos. Sonreí.
Foto de Elina Krima en Pexels.
Mérida a 14 de marzo de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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