El coño de la Bernarda.


No es fácil encontrar el origen de la expresión «el coño de la Bernarda» aunque su significado hoy en día no deja lugar a dudas: es un lugar o contexto, al que nos referimos con connotaciones peyorativas, de carácter caótico, desordenado y confuso en el que hay un gran trasiego de gente o ideas que entran y salen sin control, orden o norma alguna que lo regule.


Miren ustedes nuestra gran política, la de los altos vuelos y enormes hostias —son proporcionales—, la que hace y deshace el gobierno de la nación, comunidad, país o estado, o como quieran nombrarlo para que a todos pueda comprender y nadie vaya a sentirse excluido, es el mejor ejemplo que puede encontrarse de “el coño de la Bernarda”. Esta es la política que tenemos, un esperpento permanente que sufrimos, aquella en la que los políticos confabulan y maquinan con tal de conservar el poder o alcanzarlo sin importarle el cómo, ni el cuándo, ni el porqué; esta es la política que no encuentra excusa ni halla impedimento que la reprima para quebrar el sinuoso y frágil orden social establecido con tal de consolidar su red clientelar e imponer su franquicia bajo determinadas siglas donde quiera que sea, por vacua que esté de ideales y por recurrente que sea su sistemática apelación al populismo encolerizante para las gentes. 


Ahí está, esa es nuestra gran política, permítanme que no la glose con mayúsculas porque no es merecedora de semejante honor lingüístico. Así se muestra: con cambalaches esperpénticos y transfuguismo sintomático que, sin lugar a duda, termina costándole sus buenas monedas a nuestro erario, llegando incluso, menuda paradoja, a quebrar pactos dentro del propio gobierno, y todo para poder pelear contra él, de ser menester, y alcanzar el fin deseado que no es otro que obtener más y más poder en una espiral patológica de megalomanía que nunca parece tener fin y cuyo alcance trasciende la mente racional —y sana— de cualquier ser humano excepto de ellos que llegan a utilizar públicamente la excusa —a saber qué elucubración somete su mente y convence a sus correligionarios—, válgame de dios, de evitarle el poder al contrincante antes que establecer sus ideales como principios de gobierno. A ninguno de estos especímenes parece pasársele por la cabeza, y conviene en ocasiones recordarlo, no solo para ellos, que el trabajo en política es sencillo, tal vez no sea simple, pero no es más que la búsqueda del bien común mediante el ejercicio responsable de la toma de decisiones delegada por el total de la sociedad. Y es que la política que soportamos no es más que el termómetro de esa nuestra realidad, reflejo de una estrategia vil y vilipendiosa, descabezada, ruin y sinsentido porque, en realidad, no puede responder a una verdadera táctica social que ponga de manifiesto la pericia política de los dirigentes, más allá de la imperiosa necesidad de permanecer o alcanzar el poder para ejercerlo en la incesante búsqueda de la propia fortuna, complacencia, satisfacción y vanagloria. 


La gran lección que deberían aprender los políticos debe ser impartida por los ciudadanos y no se reduce a la lectura de encuestas malogradas por su cocinado que tergiversan y doblegan la realidad para convencerles a ellos mismos y manipular a los votantes inculcando en la mente de una parte de la sociedad el miedo al otro como catalizador de su voto. No, este no es el camino porque los políticos, los que se dedican a la gran política, no aquellos que bregan en el día a día con los ciudadanos buscando el camino que les permita alcanzar su pequeña dosis de bienestar social, saben darle a la sociedad, a su cuota de sociedad incondicional, lo que quiere escuchar y no hay más tonto que el que pone el oído para escuchar aquello que quiere oír. La única lección posible, la única que les haría reflexionar profundamente, incluso a los más perturbados en sus delirios de grandeza y ansia de poder, sería la ausencia de voto. Si la contestación de la sociedad a la llamada a las urnas se traduce en falta de respuesta, entonces se les hace daño. Probablemente la primera reacción sería encontrar una excusa fútil, cuanto más estúpida mejor, para dar explicación al fenómeno de la abstención, que no voto en blanco, pues en nuestro sistema electoral, basado en la Ley D'Hondt de la que ya he hablado en otras ocasiones, favorece a los partidos mayoritarios. Seguramente los resultados se presentarían de forma porcentual para paliar el golpe que les supondría la falta de respuesta a la convocatoria electoral, pero cuando esta circunstancia se repita en sucesivos sufragios y el número de votantes se reduzca a los militantes practicantes, que no son tantos, y de una población con derecho a voto cercana a los 35 millones de ciudadanos, lo ejerzan solo aquellos crédulos con poca capacidad crítica y, por supuesto, los propios políticos, pongamos un total de 350.000, esto es un 1% del censo electoral, creo que la cara se les caería de vergüenza, aquellos que la conserven. Insisto que esta reacción no acontecería en la primera, ni seguramente en la segunda convocatoria, pero la lección terminaría calando antes o después y les quedaría, y no nos quedaría, más remedio que encontrar el camino del cambio. Mejor aún sería practicar la abstención diferencial, aunque esta, claro está, solo podría practicarse cuando se hiciese coincidir junto con las elecciones de carácter “superior” unas, pongamos, elecciones locales o un referéndum —pocos hay para lo que debería ser—. En esta convocatoria el gran castigo sería que la población votase con gran afluencia al plebiscito y, sin embargo, nadie lo hiciese en las elecciones nacionales. Doy por hecho que la gente, en un ejercicio de responsabilidad democrática, querría manifestar su derecho al voto y no ejercerlo podría considerarse como signo de pereza o hastío, incluso estando de acuerdo con el sistema. En este sentido y para nuestro sistema electoral tiene igual valor la abstención que el voto nulo, por tanto, una emisión de innumerables votos nulos serviría de igual forma. Aunque los políticos de turno pudieran inferir que, por ejemplo, las papeletas no eran claras para el votante, al que consideran un ser estúpido y manipulable, y terminasen instando a la repetición de las elecciones. 


En definitiva, supongo que gran parte de la sociedad, en especial aquellos que no pertenecemos “por sangre” a ningún partido político y somos capaces de tener un pensamiento mínimamente crítico —y esto solo se consigue gracias a una educación de calidad que no creo que los políticos deseen para los ciudadanos— vemos con estupor, vergüenza y desesperación los tejemanejes que nuestros representantes, nuestros políticos, se tienen en el ejercicio de su poder delegado. Y conviene recordarnos que a estas señoras y señores les sufragamos su estipendio mes a mes cubriendo sus gastos sin poder imponerles castigo alguno en su dejadez de obligaciones, salvo esporádicamente con el ejercicio o no de nuestro derecho al voto. Además, curiosamente tienen capacidad para poder incrementarse su sueldo sin consultarnos a nosotros, que eso no hay empresa que lo consienta ni soporte, ni tan siquiera los funcionarios de la propia administración pública pueden hacerlo ya que también se ven sometidos a la decisión de estos señores en lo referente a sus sueldos. Así pues, deberían darnos cuenta de su gestión de forma sistemática y seria y ejercerla con responsabilidad. Tal vez sería bueno que superasen alguna suerte de prueba de carácter psicológico antes de acceder a un puesto de responsabilidad y, desde luego, deberían estar sumamente contralados en su ejercicio del cargo tanto en el gobierno como en la oposición para no tener que contemplar el coño de la Bernarda en que han convertido la política.



Imagen de origen desconocido.


En Plasencia a 21 de marzo de 2021.

Francisco Irreverente.

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