Las formas de decir «hijo de puta».




Dice nuestra Real Academia Española del término “hijo, ja de puta” lo siguiente en su primera acepción: 


Masculino y femenino malsonante. Mala persona. Utilícese como insulto. 


Podemos encontrar una segunda acepción, pero esta propone la utilización del término como antífrasis, así que no nos interesa en este contexto. 


Existe en nuestra sociedad, y constituye una seña de identidad determinante para ella, el derecho constitucional a la libertad de expresión e ideología. Vulnerarla desde las instituciones supondría un terrible golpe a la democracia y un paso atrás en la lucha por las libertades que tanta sangre ha costado en este dichoso país. Pero conviene recordar que también existe en este país, por razonas que cualquier lectura histórica permite entender sobradamente, el delito de enaltecimiento del terrorismo, cuya loa y alabanza, tanto a los autores de los actos, esto es, a los terroristas, como a los propios hechos, promueve la vulneración de Derechos Humanos Universales entre aquellas personas que sufre esta lacra. 


Es muy complejo establecer la línea que separa la libertad de expresión e ideología del enaltecimiento, sobre todo, cuando los mensajes contienen una incitación a la reiteración de los actos terroristas que los convierten en objetivamente peligrosos en la sociedad. Incluso cuando ya existen valoraciones sociales previas, entiéndanse dentro del armazón social como juicios y sentencias, y se dan circunstancias de reincidencia. Debe analizarse cada uno de estos caso de forma puntual y escrupulosa porque generalizar en estos escenarios conlleva riesgos para la democracia que no debemos asumir.


Tal vez, una forma de resolver perentoriamente esta cuestión sería la utilización del históricamente conocido método de valoración pública directa. Publíquese de forma íntegra el contenido de los mensajes que uno haya lanzado abiertamente utilizando un altavoz con suficiente alcance —sería necesario delimitarlo— para que sean conocidos por el mayor número posible de miembros de la sociedad —obtendría de este modo la deseada publicidad—, más allá de los numerosos seguidores existentes en redes sociales del espécimen en particular, y que la población se manifieste a favor o en contra de la forma que considere más apropiada. Pudiera ser que la respuesta de la mayoría siguiese las premisas indicadas en los mensajes lanzados por el enjuiciado en particular, pero contra él. Es decir, si alguien propone abierta y públicamente en un altavoz eminente, y este matiz es importante porque es lo que le da repercusión al mensaje y calado social, «¡Que alguien clave un piolet en la cabeza a José Bono!» (El hijo adoptado de Jacques Mesrine, PabloHasel, 2011) y existen dudas sobre si el mensaje encaja dentro de la libertad de expresión o si promueve acciones terroristas, solo hay que permitir la valoración generalizada y sumarísima del pueblo, de todo el pueblo, no solo de aquellos que deciden manifestarse utilizando los medios incitados en los mensajes, y dejarle actuar. La historia nos muestra numerosos ejemplos, algunos demasiado recientes aún, del comportamiento de la sociedad en estos escenarios. A mí, personalmente, me da miedo, mucho miedo, este contexto porque la gente civilizada deja de serlo en exaltación. Tal vez al emisor del mensaje no le parecería mala idea —imprudente loco temerario—, pero no le veo con la valentía suficiente como para enfrentarse a una situación así, aunque este es un juicio subjetivo y personal. 


Por eso, básicamente por eso, se inventa el poder judicial y se le dota de autonomía, para que sea él el que sentencie ante hechos acontecidos denunciados. Así lo decía Michael J. Sandel en su obra Justicia: ¿Hacemos lo que debemos?: «La justicia, no hay más remedio, enjuicia». ¿Que puede ocurrir que el poder judicial esté corrupto?, por supuesto, como lo puede estar el ejecutivo y el legislativo, como lo está parte de la sociedad. La vida es así. Se diseña un sistema que arranca de unas premisas de perfección, pero que debe ser llevado a cabo por seres humanos sometidos a pasiones, deseos, sentimientos, etc., comportamientos, en suma, carentes de valores absolutos que permitan una aplicación estricta de los principios mínimos básicos diseñados en la teoría del sistema que pretende organizar la sociedad. Y esto es aplicable a cualquier sistema social. Por tanto, falla, y luchar contra estos fallos también forma parte de nuestro trabajo en sociedad. Ahora, cómo se lleva a cabo este compromiso que adquirimos al aceptar vivir en sociedad —porque, por suerte y con más o menos dificultad, podemos decidir vivir en esta sociedad— es otra cuestión. 


Si queremos, llamamos a alguien «Hijo de puta» —nuestros motivos tendremos— y puede no ocurrir nada si lo hemos hecho en un bar tras unas copas, podría suceder también que el receptor del mensaje, en el mismo escenario, respondiese soltándonos una hostia —igual nos la merecemos—, e incluso así, la cosa podría no tener mayor repercusión. Puede ser que el que lanzó el insulto no se quede ahí y le desee la muerte de alguna forma desagradable a él o alguien de su familia, provocando un nuevo bofetón, puñetazo o patada. Y, quién sabe, al final, tal vez todo acabe en un juzgado. Sigo pensando que es mejor opción que un juicio público multitudinario sometido a las reglas del sentir popular mayoritario. Ahora bien, cuando alguien le dice a otra persona públicamente «Hijo de puta» o canta en las redes sociales:


«No me da pena tu tiro en la nuca pepero. Me da pena el que muere en una patera. No me da pena tu tiro en la nuca socialisto. Me da pena el que muere en un andamio. No me da pena tu tiro en la nuca banquero. Me da pena el suicida por la presión del sistema. No me da pena tu tiro en la nuca millonario. Me da pena el que duerme hambriento en un banco.» (No me da pena tu tiro en la nuca, PabloHasel, 2011), 


o:


«Siempre hay algún indigente despierto con quien Comentar que se debe matar a Aznar gritándole España nunca fue Bien» (En una calle olvidada, PabloHasel, 2010), 


e incluso:


«Pena de muerte ya a las Infantas patéticas. Por gastarse nuestra pasta en operaciones de estética. Ya basta ostia, ¿nos tomáis por tolais o qué? Lo dejaréis de hacer cuando vuestros palacios exploten. A los dueños de los periódicos El Mundo y ABC. Habría que asfixiarles con la mentira de su papel. Te crees gran empresario fumando habanos, puta colilla. Ojalá vuelvan los GRAPO y te pongan de rodillas. Las hipotecas fabrican, mentalidades obsoletas. Mi hermano entra en la sede del PP gritando ¡Gora ETA!» (El llanto de las gaviotas, PabloHasel, 2010), 


igual la cosa puede tener más trascendencia porque alguien entre los oyentes puede llegar a conclusiones muy peligrosas que dificulten la vida en sociedad si estos mensajes se reciben impunemente. Bueno, al menos esa es mi valoración, y ojo que estos mensajes tienen su contrapunto, más que evidente, en las redes sociales y entre ciertos sectores públicos y políticos que merecerían el mismo reproche judicial en forma de sentencias con las penas debidas. 


Dice Pablo Hasél literalmente en una entrevista emitida el 31 de agosto de 2011 en el canal de YOUTUBE Nikone Cons:


«Cualquier cosa que afecte a la mayoría de los seres humanos es mucho más importante que un problema personal mío».


Yo escucho esa frase de la boca de alguien y me cuesta pensar que el mismo ser humano pueda decir las otras anteriormente referidas. Es decir, que este señor es capaz de decir «Hijo de puta» de muchas formas, pero tal vez ha elegido la menos apropiada para lanzar un mensaje público que, lejos de promover la solidaridad que predica en corto —como parece querer decir—, puede provocar daños irreparables en la sociedad. 


Las revoluciones, históricamente, se han logrado a base de sangre y no seré yo precisamente el que diga que no es necesario que se hagan cambios para mejorar el sistema actual. Pero uno se arriesga claramente a sufrir las consecuencias de dicho sistema si lo retuerce hasta provocar su rotura con su reincidencia, provocación y alevosía. Creo que existen muchas formas de decir «Hijo de puta» y muchas de estas no requieren de la utilización de términos peyorativos, ofensivos o violentos, aunque el mensaje transmitido tenga el mismo fondo.



FOTO: ALBERT GARCIA, elpais.com.


En Mérida a 21 de febrero de 2021.

Francisco Irreverente.

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