Le echaba de menos. Más de lo que nunca hubiera imaginado, tanto que casi le dolía. Habían pasado algunos años desde que se fue, demasiados para ella, pocos en su vida, pero su ausencia espoleaba el alma de la anciana y no pasaba un solo día en que no pensara en él. Nunca fue el amor de su vida, nunca fue su príncipe encantado y encantador que con su beso llegase a romper el hechizo que la tenía atrapada en un mundo de tinieblas del que no podía salir. Y, sin embargo, lo logró. Al final fueron su presencia permanente, su amor constante y su firme entereza los que deshicieron aquel maldito conjuro que la tenía atrapada en un lugar al que no pertenecía, porque no existe, y que su imaginación, y los cuentos de hadas que durante su infancia introdujeron en su cabeza, había tejido enmarañando su forma de sentir y de querer. Debieron transcurrir muchos años para que se diera cuenta de que el amor que él sentía por ella era más profundo y verdadero que el que cualquier príncipe podía ofrecerle. De hecho, ella no fue consciente de esa realidad hasta que su angustia vital, un día, desapareció sin más. Había sido una lucha terrible, en la que él desconocía quién era su contrincante porque ella no sabía explicárselo, y en la que él no podía darle lo que ella creía necesitar porque a duras penas alcanzaba a cubrir con su esfuerzo y sacrificio sus demandas. Sin embargo, persistió y ella consintió, y no se equivocaron.
Es obligado reconocer que el sacrificio fue mutuo, también él tenía princesas en su cabeza, tal vez no fueran mujeres, tal vez eran ideales, tal vez el ansia de abarcar y entender el universo. Lo cierto es que nunca podremos saberlo porque ya no podremos preguntárselo. Seguramente la anciana lo sepa, seguramente ella lo guarde en su corazón. No creo que quiera compartirlo porque ese el vestigio de su amor. Eso es lo que la mantiene con vida.
Ella no está sola. Están sus hijos, maravillosos, que la quieren como solo los hijos pueden y han de querer a sus madres. La aman con pasión agradecida por todo lo que ella les dio y por todo lo que ella hizo por ellos. Le deben la vida y eso les endeuda con ella por siempre. Pero, a veces, demasiadas veces, ese amor no es suficiente. Y el corazón de la anciana añora lo que vivió con su hombre, con aquel que era incapaz de verbalizar sus sentimientos y que ella tuvo que descubrir en sus gestos, con aquel que compartió su vida, saliendo, riendo, cuidando, viajando, criando, amando en definitiva como solo una mujer y un hombre pueden amarse, toda vez que la pasión, hace ya tantos años que casi ni lo recuerda, les cerró sus puertas abriéndoles las ventanas del amor sensato y maduro que es el que realmente perdura, el que supera cualquier dificultad que la vida interponga, el que permite moldear la realidad de forma pausada, casi flemática, encajando con sus manos sabias las necesidades de ambos en un engranaje capaz de mover acompasados ambos corazones.
Los recuerdos la hacen sonreír. Son los mismos que la entristecen. Y lágrimas y sonrisas se entremezclan en su felicidad y en su pena. Cuando él se fue ella comprendió que la vida no es tristeza, igual que supo que antes no había sido felicidad. La vida ofrece un maravilloso abanico de sentimientos que son los que nos dan la humanidad. Intentamos desgranarlos, separarlos, retorcerlos, desmenuzarlos, todo para entenderlos en una absurda búsqueda de un único sentir que transforme nuestra existencia en un estado de permanente felicidad para el que el ser humano no está creado. Confundimos asumir con desear y deseamos una felicidad que no puede ser nuestro único sino porque nuestra vida es mucho más compleja que un único sentimiento por deseable que este pueda ser, pero es precisamente en esa complejidad donde finalmente encontramos gran parte de nuestra felicidad. Nuestra existencia es poliédrica en sentimientos y cada uno de esos sentimientos que abrigamos nos hacen ser nosotros mismos, y reconocernos en nosotros mismos nos ayuda a ser felices. Es nuestro paradójico y singular círculo vital, trascendente y valioso como la propia vida que atesoramos, lineal en su existencia, y que, a veces, decidimos compartir en un gesto desprendido y generoso del que debemos sentirnos orgullosos pues no existe mayor signo de amor que compartir lo único que es definitivamente nuestro, la vida.
Ella estuvo junto a él justo antes de que se marchara. Sabe que lo último que le dijo fue que la quería. No recuerda si lo escuchó, pero es consciente de que lo expresó. Sus ojos, casi apagados, lo gritaban en sus últimos estertores y su boca inmutada por la cruel enfermedad sonreía frente al rostro reconocido de su amada. Sus manos estaban entrelazadas. Las venas de él, marcadas hasta casi querer escapar de la piel, palpitaban emocionadas porque era ella quien estaba con él. Ella no pudo reprimir sus lágrimas cuando entendió que la muerte iba a arrebatárselo, pero él le dijo, eso lo recuerda perfectamente, que seguiría a su lado, que, aunque ahora tuviera que marcharse, nunca dejaría de estar junto a ella. La anciana recuerda estas palabras con felicidad, orgullosa de su vida, orgullosa de su amor.
El sol, su sol, arrojaba los últimos rayos del día acariciando la piel de la anciana. Una manta de lana con tanta vida vivida como la propia anciana arropaba sus piernas mientras se balanceaba cada vez más lentamente y sus recuerdos iban desapareciendo. Era feliz.
Foto (editada) de Tima Miroshnichenko en Pexels
En Plasencia a 14 de febrero de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera