El reflejo (viii).





Hay dolores que remiten. Antes o después lo hacen, supongo que es cuestión de tiempo, de ser pacientes hasta que desaparezcan, bien porque realmente se esfumen, bien porque seamos capaces de acostumbrarnos al dolor. El cuerpo humano tiene eso. Es capaz de hacerse a todo. Sin embargo, de otros dolores no hay forma de deshacerse. Por más que uno se empeñe, por más que quiera hallar el modo de hacerlo desaparecer. No, no es posible. El dolor está ahí y seguirá estando. Cuando esto ocurre, cuando uno de esos dolores se incrusta en nosotros como una sanguijuela sedienta de nuestra sangre, entonces, ya puedes ir olvidándote de vivir. A partir de ese instante tu existencia se convierte en una tortura que se alarga más allá de tu propio ser y quieres encontrar un descanso que se te niega, que la naturaleza te niega, o dios, o quien cojones sea, para poder volver a vivir. Cada día que pasa vas siendo más consciente de que esa vida sin sufrimiento nunca podrá llegar y el dolor, ya sea físico o espiritual, te va matando lentamente sin dejarte morir. Solo te queda sufrir. Solo eso.


Me dieron el alta del hospital —aunque más bien debería decir que me echaron— hace unos días. No tenía nada encima, más allá de la ropa que llevaba puesta y que fue la que me devolvieron antes de largarme de la habitación. Estaba llena de sangre. Era mi sangre, mi propia sangre, la del accidente. Ya podían haberla lavado al menos. Tal vez lo hicieron, pero supongo que la sangre no sale fácilmente. El caso es que la enfermera que me entregó la bolsa con la ropa —era otra enfermera distinta a la que me había estado cuidando— me preguntó si no había nadie a quien pudiera llamar para que me recogiese. Miré a mi derecha y allí seguía mi pesadilla. Sentado, sonriendo, perfectamente peinado con la raya trazada con una precisión extrañamente geométrica que me exasperaba. 


—No hay nadie —le dije—. Nadie.


Ella me respondió que en la bolsa encontraría mis enseres y la ropa que llevaba puesta el día del accidente. Es curioso porque apenas recordaba por qué estaba allí. El caso es que había asumido que esa era mi nueva casa, mi nueva realidad. Sinceramente no me disgustaba. En el fondo no me sentía mal. Me encontraba cómodo. Tenía comida, bebida, podía ducharme, en fin. Supuse que sería algo parecido a estar en la cárcel, con pequeños matices distintivos como que en la cárcel no puedes salir porque tu falta de libertad no te lo permite y del hospital no puedes salir porque tu enfermedad te lo impide. No recuerdo si le di las gracias a la chica. Lo que sí recuerdo es haber abierto la bolsa inmediatamente para comprobar si estaban mis llaves. Las llaves de mi casa, del cuchitril que tenía por hogar y al que tendría que volver no sabía ni cuánto tiempo después. Me tranquilizó el hecho de que estuvieran allí, en el bolsillo del pantalón. Sucias, sin llavero. Las dos llaves, una al lado de la otra. La del portal y la de la puerta de mi casa. Me vestí, firmé algunos papeles que me entregaron sin leerlos y salí. En el porche del acceso me puse a pedirle a la gente que entraba y salía un cigarrillo. Lo necesitaba. Es curioso porque hasta entonces no había sentido la urgencia. Supongo que fue el efecto del aire exterior. Justo cuando me lo dieron y me ofrecieron un encendedor para prenderlo le escuché de nuevo. Detrás de mí, pegado como una lapa. 


—Deberías dejar de fumar. No es bueno para ti.


La verdad es que di un respingo que acojonó al abuelo que me estaba ofreciendo el cigarro. Se asustó tanto cuando me oyó gritar que me dejara en paz que se alejó dejándome el encendedor. Ni me molesté en seguirle para pedirle disculpas y devolverle el mechero. Sencillamente me limité a verle entrar en el hospital mientras soportaba lo más estoicamente que podía el discurso del hijoputa que se había convertido en mi sombra, que se había convertido en mi reflejo. Me di la vuelta y le miré. Directamente a los ojos. Fui consciente entonces de que no lo odiaba, realmente no era así. Me daba pena, pero realmente no sentía pena por él. No, no. Es difícil de explicar, había pena, él provocaba ese sentimiento en mí, pero la pena era por mí. Por mí. Busqué uno de los cristales de la puerta de acceso al hospital. Mi presencia hizo que se abriera la puerta automáticamente. Me quedé quieto hasta que se cerró nuevamente. No me veía. Eso era algo que ya no me asustaba. Sin embargo, a mi lado, algo alejado de mí, se encontraba mi reflejo. Yo estaba desaliñado, sin peinar, la barba hirsuta, con la ropa sucia, andrajosa y el rostro demacrado. Él, mi reflejo, impecable, con su traje de tweed gris oscuro, el chaleco a juego con el botón inferior desabrochado y la corbata de color azul marino perfectamente anudada. Y con el pañuelo del mismo color que la corbata sobresaliendo del bolsillo superior de la chaqueta. El rostro impoluto, perfectamente rasurado y su peinado extrañamente matemático, perfecto. Mis ojos buscaron los suyos en el cristal. Los suyos se encontraron con los míos. 


—Qué cabrón eres —le dije.


Él no respondió. Se encogió de hombros y sonrió. Hizo ademán de marcharse, pero en realidad estaba invitándome a que ambos nos marcháramos. Asentí y comencé a caminar hacia mi casa. Me siguió.





Foto de Mitchell Luo en Pexels.



Mérida a 7 de febrero de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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