El reflejo (ix).





Estaba dispuesto a todo. A todo y a nada. La realidad era que había asumido la realidad. La realidad era que sabía que yo ya no era yo o, al menos, que ese yo al que me había acostumbrado se había convertido en dos yos. Uno infame y acabado, el de siempre, el que mejor conocía, el que me había acompañado durante los últimos años de mi vida. Y otro yo, distinto, reconocible, pero extraño al mismo tiempo. Un yo que me criticaba y se burlaba de mí y que, sin piedad me acusaba de cobardía, de indolencia. Un yo que me decía lo que era y que sabía que yo no quería escuchar. Un yo al que había mantenido silenciado durante tanto tiempo que casi ya había olvidado que también era yo mismo. Creo que la locura estuvo a punto de alcanzarme en numerosas ocasiones. Imagino que fue la suerte la que lo impidió porque yo al menos no recuerdo haber hecho nada para evitarlo. Hay episodios que bien darían para un libro, no sé si de ficción o biográfico, pero que seguro que serían todo un éxito editorial. Nunca me atrevería a escribirlos. 


Poco después de que saliésemos del hospital todo comenzó a cambiar. Imagino que quienes me conocían, que no eran muchos, la verdad, sufrieron algún tipo de shock cuando me vieron. No recuerdo que nadie me visitase durante mi ingreso, desde luego si lo hicieron, lo olvidé. El caso es que comencé a peinarme. Ese fue el primer cambio. Creo que lo hice sin pensarlo, salió así, sin más. De hecho, cuando lo decidí, no tenía peine en casa. Era de noche, bajé rápidamente y en un veinticuatro horas lo compré. Subí y me puse frente al espejo. Como ya sabía, mi reflejo no apareció, pero él estaba ahí, al lado y le veía perfectamente. No soy buen peluquero, mis habilidades manuales se limitaban al onanismo. El caso es que procuré imitar todo lo que pude su peinado en mi cabeza. No pueden ni imaginar lo complicado que es peinarse a uno mismo frente a un espejo en el que no se reflejan, mirando el rostro de otro que es como tú y que está a tu lado en actitud burlesca. El caso es que cuando conseguí, más o menos, que mi pelo se pareciese al suyo, mi otro yo torció el gesto. Era una pequeña victoria, muy sutil, la verdad, pero, al menos a mí me lo pareció y me reconfortó. 


No mucho tiempo después, tras obtener unos pavos que tomé prestado de algún que otro comercio, fui a por su vestuario. Busqué y rebusqué hasta que conseguí encontrar la ropa más parecida a la que él llevaba. No fue fácil, pero una vez que la encontré sabía que se perturbaría. De hecho, mientras la buscaba, intentó persuadirme en varias ocasiones para que no lo hiciera. Creo que intuía mi estrategia. Recuerdo perfectamente su rostro la primera mañana que me puse su ropa. Bueno, la mía en realidad. El caso es que me miró y yo le miré como me gustaba hacerlo, haciéndole creer que estaba frente a un espejo. Intentó empujarme, visiblemente nervioso e inquieto, pero me aparté y casi cae de bruces. Me reí, me reí como hacía mucho tiempo no me había reído. Él me miró serio, muy serio. 


Después las cosas se fueron precipitando. Pienso que ninguno de los dos vio lo que iba a llegar. Yo, desde luego, no. E intuyo que él tampoco por mucho que pudiésemos parecernos. Nuestra relación fue complicándose poco a poco. Cada vez era más difícil, la verdad es que nunca fue fácil. Y, aunque era un enfrentamiento desigual, mi intencionado mimetismo estaba surtiendo efecto. Un efecto que yo no supe prever y que estaba llevándonos a un callejón sin salida. Sin embargo, la vida comenzó a irnos bien, imagino que es lo correcto incluirnos a los dos. Aunque bueno, tal vez decir bien sea excesivo, pero, lo que sí puedo asegurar, es que mejoró, digamos que en términos socialmente aceptables. Conseguí un trabajo. No era gran cosa, pero servía para pagar algunas facturas. El frigorífico, que llevaba años desvencijado, por primera vez en mucho tiempo, contenía alimentos más o menos saludables. La casa estaba limpia. Recuperé algunos de mis amigos, incluso salimos juntos en alguna ocasión. Las cajas embaladas que llevaban decorando el estar de mi piso desde hacía años desaparecieron y su contenido, casi todo libros, comenzaron a llenar las estanterías limpias de polvo. Arreglé el sillón que presidía el salón poniéndole una manta y un cojín. Lo asomé al balcón y volví a leer. Hacía tanto tiempo que no leía que las primeras páginas que ojeé del primer libro que cogí, al azar, me emocionaron. No fueron sus frases, que ahora ya ni recuerdo, fue la sensación de volver a hacerlo. Por unos instantes pensé que había recuperado el control de mi vida.


Un día invité a unos conocidos a mi casa. Cuando lo hice, no pude dejar de pensar que era la primera vez que alguien, que no fuésemos nosotros, iba a entrar en mi casa. Ahora ya la consideraba como un verdadero hogar. Casi podría decirse que estaba orgulloso de ella. Ya no era aquel amasijo de cuartos destartalados y sucios que parecía caerse por momentos. Mis invitados eran dos chicos y una chica. Estábamos apretujados, la verdad. Mi casa, aunque entonces limpia, era pequeña y no estábamos muy cómodos. En un momento que fui a la cocina a coger unos vasos y las bebidas que me pidieron —increíblemente tenía casi de todo—, la chica se levantó a ayudarme. Ella me rozó. ¿Conocéis aquel contacto que se produce de intencionadamente, pero que quiere simular descuido? Pues ese, exactamente ese, fue el que se produjo entre nosotros. Estaba claro que le gustaba, tan claro como cierto era que a mí también me agradaba. Sonreímos absurdamente tras el encontronazo y le pasé los vasos para que los llevara al salón. Yo llevé las bebidas. Estábamos los cuatro sentados, pero él estaba en el umbral de la puerta de la cocina mirándonos fijamente, mirándome fijamente. Creo que fue la primera vez desde hacía mucho tiempo que lo había olvidado. Él, no.




Foto de Laurentiu Robu en Pexels.


Mérida a 28 de febrero de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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