La fe no mueve montañas. La ciencia sí.



Hace mucho, mucho tiempo, cuenta la historia que la fe movía montañas. Era una historia no escrita ni documentada que la gente creía, que la gente quería creer y que la gente necesitaba creer. La fe acopiaba lo impenetrable para la mente de los humanos quienes, insatisfechos por su desconocimiento de lo incomprensible, consintieron conceder a dios y a la religión, que se ocupaba de mitificarlo, la soberanía en lo que denominaron sobrenatural que tan solo era aquello que no podían explicar. Por eso la fe permitía, o eso cuentan, mover montañas, pero la realidad es que las montañas siempre estuvieron en el mismo sitio y si se movieron, no fue la fe la que las desplazó. Los paisajes de la tierra se mantuvieron estáticos durante los milenios en los que la fe gobernó el corazón de los hombres y sembró la duda en sus cerebros.


Cuentan que hubo un momento en el que los seres humanos necesitaron mover las montañas, moverlas de verdad, moverlas para resolver los problemas que se presentaban en sus vidas, moverlas no como un símbolo de su creencia en lo divino, sino acuciados por una realidad imperiosa afanada en transformar el paisaje para adecuarlo a sus necesidades, tal vez absurdas. En ese preciso instante, cuando fueron conscientes de su necesidad, todos los allí presentes se arrodillaron y comenzaron a rezar. Lo hicieron con convicción, desde su incondicional fe. Lo hicieron durante semanas, durante meses, pero la montaña no se movió y el paisaje permaneció. Los seres humanos, frustrados y decepcionados, dudaron, pero su innata necesidad de creer se mantuvo firme y siguieron creyendo pese al fracaso, gracias, en gran medida, al ánimo insuflado por los adalides de la fe quienes excusaron el trabajo divino en la falta de fe de algunos de los suplicantes, en el determinismo omnipotente y en la culpa de los impuros que debían ser sacrificados para enmendar la relación con el más allá. 


Algún tiempo después, no mucho en realidad, pero demasiado para la historia de la humanidad porque ya la fe gobernaba la mente de la mayoría, algunos creyentes y algunos no creyentes, aunque nunca lo reconocieron por miedo a sufrir represalias y a servir de excusa a los guías espirituales, consideraron que la mente de los seres humanos ofrecía otras vías para poder mover montañas. E investigaron, y observaron, y midieron, y experimentaron, y analizaron, y concluyeron. Y todo ese gran esfuerzo les permitió descubrir cosas que antes estaban ocultas bajo el pesado manto de la fe. Y lo llamaron ciencia. Y algunos, pocos al principio, comenzaron a creer en la ciencia como vía para alcanzar esas respuestas a las preguntas que antes solo la fe en lo divino, en lo sobrenatural y en el más allá permitía responder. Así pues, estos valientes transformaron su fe en lo oculto, en lo divino, en lo incomprensible, en fe en la ciencia como único camino para alcanzar el conocimiento.


El problema principal fue que las respuestas de la ciencia no eran inmediatas, que su avance en el saber requería tiempo, demasiado en ocasiones, mientras que la lucidez del ocultismo creyente, paradójicamente, ofrecía respuestas inmediatas a cada nueva pregunta que se formulaba e incluso podía desdecirse y reformularse cuando la ciencia resolvía algunas de las preguntas a las que anteriormente la fe daba respuesta. Y lo hacía con gran hipocresía, y sin el más mínimo atisbo de remordimiento y reconocimiento de su fracaso. No le importaba, ya que su mensaje sencillo y directo llegaba fácilmente al corazón de los humanos y de ahí a su cerebro, por más que la ciencia ya hubiera demostrado que la es la mente la que alberga el pensamiento. Para quienes vivían de la fe de los demás era sabido que el mensaje de la fe siempre estaría presente pues no requería de gran esfuerzo para asumirlo, que no comprenderlo, tan solo era necesario convencerlos de que era necesario creer que lo incomprensible adquiría sentido admitiendo que estaba fuera del alcance de su entendimiento.


Pero los valientes que confiaron en la ciencia siguieron trabajando para lograr el ansiado movimiento de las montañas. Al principio no lograron transportarlas, pero alcanzaron otros éxitos valiosos que supieron aprovechar gracias a la tecnología con la que se hicieron algunas transformaciones en el mundo que lo adaptaron a las necesidades humanas. Y la gente lo vio, y la gente disfrutó de esos cambios, pero era innegable que seguía habiendo preguntas sin respuestas e incluso algunas preguntas informulables. La ciencia quería, pero no siempre lograba, y sufrió algunos notables fracasos y cometió errores que a través de esa misma tecnología que tanto ayudaba se convirtieron en imperdonables. Así que el arraigo de la fe en lo divino, en lo denominado sobrenatural, no desapareció. Pero la ciencia, incansable e imparable, prosiguió su carrera de fondo y la fe en ella, tal vez esto sea una paradoja en sí mismo, le permitió resarcirse de esos errores pasados, asumiendo que acontecerían descubrimientos futuros que debían controlarse para evitar que la tecnología que los hombres, cegados por el ansia de poder y su inmenso egoísmo, malemplean causase daños irreparables. 


Resultó curiosa la conclusión a la que llegaron algunos librepensadores protegidos al amparo de los nuevos tiempos en los que las herejías no condenaban a muerte a los apóstatas. Decían que la ciencia ofrecía tantas y tan novedosas respuestas que antes solo encontraban solución en el desconocimiento en el que se apoyaba la fe que esta, según avanzase la carrera científica, iría desapareciendo, pero que nunca podría desvanecerse por completo, porque siempre habría algún resquicio de conocimiento al que la ciencia no lograría dar respuesta en ese momento, aunque el tiempo finalmente permitiese a la ciencia hallar la solución. Este era el sino del binomio ciencia y fe. También decían que la tecnología aplicada a partir de la ciencia resultaba el arma más poderosa en manos de la humanidad y que esta, mientras que estuviese sustentada en esos valores infames que conseguían convertir el bien en mal, así, tan puerilmente, corría el riesgo de ser destruida. Destruida para siempre. La civilización tecnológica podría acabar con la vida humana, incluso con toda la vida del planeta. La civilización tecnológica podría acabar con la civilización y eso era algo que la fe nunca podría lograr. 





Foto de Chris Czermak en Pexels 

En Mérida a 17 de enero de 2021.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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