En la Grecia Arcaica, la primigenia, la que historiográficamente nació con la primera Olimpiada, ciertas poblaciones del entorno del Egeo relativamente inconexas, que funcionaban como pequeños estados y que superaron sus diferencias en la Guerra del Peloponeso y se deshicieron de la presión persa con las Guerras Médicas a raíz de la Revuelta de Jonia, surgió una suerte de método científico que trascendió la curiosidad de unos pocos eruditos extravagantes y sentó las bases de la modernidad. Sin embargo, según la sociedad griega evolucionaba, los creadores de la mayéutica con Sócrates, la dialéctica con Platón y la lógica con Aristóteles que cambiaron el pensamiento del mundo occidental, y el método axiomático con Euclides, desdeñaron extrañamente la corroboración experimental de sus conclusiones, llegando incluso a considerar degradante para el pensador recurrir a ella si sus tesis provenían de un proceso mental lógico. Este fue el verdadero catalizador que sirvió a las grandes religiones para someter el pensamiento humano a su arbitrio y dominar la civilización occidental sin contemplaciones hasta la recuperación en el siglo XVII de los fundamentos experimentales como base del pensamiento científico de la mano de Francis Bacon y René Descartes. Lástima: el mundo podría hoy en día ser mucho mejor si la batalla en la incipiente ciencia griega no hubiese sido vencida por la razón pura, pero esto es una ucronía utópica con la que sueño de forma recurrente. La trascendencia de esta decisión, paradójicamente irracional, que supuso la eliminación del empirismo en el ámbito científico auspiciada por el pensamiento filosófico y concretada en el yugo religioso retrasó el desarrollo de nuestro mundo varios siglos. Conviene aclarar, en cualquier caso, que los conceptos filosofía, ciencia e incluso religión deben ser contextualizados en cada etapa analizada y no debemos caer en el error pragmático de comparar la comprensión científica del siglo VII a.C. con la del siglo XIX donde probablemente se concentró el mayor avance científico-tecnológico de la historia de la humanidad. En cualquier caso, salvada esta apreciación, reitero mi desesperación ante lo que fue y pudo haber sido. Resulta sumamente interesante comprobar la lógica cíclica de la historia y cómo la concatenación de hechos resulta coherente con el análisis posterior. Este grandioso desarrollo nace de la citada recuperación de la experimentación del XVII, se asienta con los últimos pensadores universales del XVIII y se remata con la citada revolución tecnológica del XIX estabilizada con las verdades de la ciencia.
Resulta que estas verdades absolutas son cuestionadas en el siglo XX, estos aforismos científicos, estos axiomas, se enjuician y aparece un vacío profundo incapaz de ser esclarecido desde la ciencia y que requiere de la reflexión sesuda de la filosofía. Y así llegamos a Popper, que es probablemente el filósofo epistemológico —esto es, el que estudia cómo se obtiene el conocimiento para alcanzar la verdad— más relevante de la modernidad. Seguramente la ciencia se adelantó al pensamiento más de lo que la humanidad podía soportar y el relativismo de Einstein en sus dos teorías catalizó, como en su momento lo hizo el pensamiento puro, la nueva corriente epistemológica que, de la mano de Popper, encontró en el falsacionismo y en el racionalismo crítico una puerta susceptible de ser abierta para hallar una salida a los dilemas científicos que las nuevas teorías surgidas de mentes tan privilegiadas, pero ya no universales, como la de Einstein, eran capaces de elaborar. El falsacionismo establecía de forma sumamente audaz que el progreso científico no se debe a la confirmación de nuevas hipótesis, sino gracias al descarte de aquellas que contradicen la experiencia. Este planteamiento conlleva de forma implícita una profunda reflexión crítica sobre los planteamientos surgidos a partir de las teorías compatibles con la observación experimental. Y este proceso se convierte en veraz y posible gracias a la aplicación del racionalismo crítico con el que para cada hipótesis es posible la existencia de una refutación y, por tanto, si algo puede ser falso, puede ser cierto, pero si algo no puede ser falso, no puede ser verdadero. Este galimatías lingüístico y en gran medida transgresor con las verdades absolutas que regían la ciencia hasta el siglo XX suponen un cambio en el paradigma de la humanidad que llega hasta la negación del método científico. El relativismo había llegado para quedarse.
Pero este relativismo de carácter científico que permitiría una nueva edad dorada de la ciencia transmutó en la sociedad para convertirse en una suerte de reinterpretación sofista de la realidad y esto se ha transformado en la postmodernidad en una terrible lacra contra la que nuestra sociedad debería luchar si finalmente no se entrega a sus plácidos brazos en los que todo vale y todo cabe. Y no, no puede ser, todo no vale y el argumento del relativismo que introduce el concepto de la postverdad no puede ser la excusa recurrente que a cualquier gilipollas le permita montar su discurso y salir indemne diga lo que diga. La relativización de las verdades absolutas, al margen del imperio de la ciencia, tiene cabida para aquellas proposiciones que son por sí mismas indemostrables, pero necesitamos asirnos a valores absolutos, aunque sean alcanzados por convenio, porque nuestra vida carece de sentido si no tenemos algo a lo que aferrarnos.
La tergiversación torticera del relativismo ha convertido a la gente en infinitamente maleable. Somos estúpidos asumiendo lo que oímos y gilipollas diciendo lo que decimos. Hoy en día la información sesgada y manipulada permite controlar la mente y, así, se terminará controlando la vida de cada persona. Pareciera que el único fin al que nos lleva este camino es el de transformar el concepto de libertad en algo parecido a morir odiando. El futuro distópico de Orwell planteado en “1984” se aproxima terriblemente a nuestra vida actual. Pierde dramatismo como suele ocurrir con toda ficción que se hace realidad, pero su repercusión es espantosa si somos capaces de abstraernos y visualizarla. En breve pasaremos del relativismo postmoderno al absolutismo racional y nos convencerán de que es mejor estar sometidos que no estarlo y quienes nieguen ese hecho sencillamente desaparecerán sin la tragedia que ofrece una novela, eso sí, pero desaparecerán.
Quería ofrecer como corolario de este “Relativismo Postmoderno y los Gilipollas” una suerte de ejemplo que facilitase la comprensión de este hecho verificable de forma ordinaria en nuestro día a día. Pero es tal el número de especímenes que recurren a este perverso relativismo que me abruma, al tiempo que ahonda mi preocupación, y dificulta la elección de un único caso. Así pues, procuraré, si el tiempo y las ganas me lo permiten, ofrecer en cada entrada de esta serie una muestra arquetípica con la que recrear esta terrible realidad que nos rodea. Aquí va la primera muestra con la que seré breve para no aburrir al lector, entre otras cosas, porque la comparación en sí misma es tan absurda y estúpida que solo con un poco de conocimiento de la historia de España resulta inverosímil proviniendo de alguien con responsabilidad política. Podrá pensarlo, lo que resulta preocupante ya de por sí, pero decirlo es insultante y ofensivo incluso al amparo del todo vale actual:
Entrevistador: —¿Considera realmente a Puigdemont un exiliado, como se exiliaron muchos republicanos durante la dictadura del franquismo? ¿Los puede comparar?
Vicepresidente segundo de España: —Pues lo digo claramente, creo que sí. Y eso no quiere decir que yo comparta lo que hiciera.
Cómo, me pregunto, puede un personaje público con responsabilidad política atreverse a decir semejante majadería y quedar indemne. Realmente no lo entiendo, pero peor es que ese señor pueda tomar decisiones que nos afectan en nuestra vida diaria.
Imagen: www.elpais.com
En Mérida a 24 de enero de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera