Han sido unos días moderadamente tranquilos. Convencí al doctor de que tenía un fortísimo dolor en el cuello y estuvieron suministrándome codeína. Con prescripción médica, menuda paradoja. No recuerdo haberme sentido tan bien desde hace años. Bueno, justamente desde que dejé de tomar drogas duras. Esto me ha servido para recordar que el alcohol y el hachís son una mierda. No creo que esta reflexión sea buena, pero es lo que hay. Esta misma mañana le he preguntado a la enfermera, previendo lo que se me viene encima, si tendré mono al dejar de recibir las medicinas, bueno en realidad le he dicho «síndrome de abstinencia». Me ha dicho que no cree, pero que mejor le pregunte al médico. No he querido contarle mi historial con las drogas, aunque supongo que hay signos que no se pueden ocultar. El caso es que estos días he conseguido deshacerme de mi reflejo —ya lo tengo asumido, soy yo—. Al menos no recuerdo más que vagamente haber contactado con él, aunque más bien fue él el que intentó contactar conmigo. Como ese cabrón no consiguió sacarme ni una sola palabra, he desaparecido. En realidad, sigue ahí, lo veo, pero supongo que mi estúpida sonrisa no debe darle muchos ánimos para tratar conmigo. Y cuando hay gente delante no suele hablar demasiado. El caso es que se ha pasado estos días sentado en el sillón de mi habitación, creo que mirándome, o mirando algo que debo tener en la cabeza. Tal vez es el pelo, estará muy revuelto después de tanto tiempo sin peinarlo. «Que se joda», ese el mi único pensamiento, aunque me cuesta pensarlo con claridad. La verdad es que podría seguir así para siempre. Qué paz, qué tranquilidad. Me traen la comida todos los días. Incluso, si no recuerdo mal, me han lavado un par de veces. La sonda me permite mear cuando quiero. El único problema, aunque tampoco demasiado, surge cuando tengo ganas de cagar, pero a todo se acostumbra uno y al fin y al cabo algún sacrificio tendría que hacer. Yo mismo me río de mis conclusiones.
El médico acaba de entrar:
—Buenos días —prosigue sin dejarme responderle—. Las pruebas que le hicimos esta mañana han dado los resultados que esperábamos.
No recuerdo que esta mañana me hiciesen pruebas. Sigue con su perorata:
—Está usted perfectamente y vamos a darle el alta. Se irá usted mañana por la mañana. Esta noche permanecerá aquí en observación tras quitarle su medicación.
Ha terminado el monólogo y se va. Intento llamarle, pero hace caso omiso. La enfermera que le acompañan le toca ligeramente en el antebrazo —seguro que se la tira— para detenerle. Él, claramente, quiere seguir, pero insisto llamándole de nuevo más alto.
—¡Doctor!, ¡doctor!, me duele mucho, el cuello me duele mucho y apenas puedo moverme.
El doctor me mira con odio. Es claramente odio. Cuchichea algo al oído de la enfermera y me mira con apatía. Seguro que está pensando que soy un caradura. Y lo soy. Lo que pasa es que el desconoce mis motivos. No quiero decir que esté justificado mi comportamiento, pero me espera una auténtica pesadilla, un verdadero dolor que, si pudiese compartir con él, entendería perfectamente. La enfermera se ha marchado. El doctor se acerca y se dirige a mí:
—Mire, sé perfectamente que está usted bien. Las heridas están cerradas y en el cuello, por suerte para usted, no tuvo ninguna lesión con el accidente. He revisado el parte de la Policía y lo he cotejado con los análisis que le hicimos nada más llegar. Todo indica que fue intencionado. Tal vez lo que a usted le pasa es que tiene miedo a salir de aquí. Desconozco los motivos que le llevaron a provocar ese accidente. Seguramente no lo sabe, pero atropelló usted a una señora que, por suerte, no tuvo más que algunas contusiones. Lo que sí que tengo claro es que sus miedos no se curarán en esta cama. Tendrá usted que marcharse mañana. En todo caso, vaya usted a su médico de cabecera y que evalúe si necesita algún tipo de consulta psicológica o psiquiátrica. Aquí no la va a tener y yo no pienso malgastar esta cama con alguien así. Le queda claro, ¿verdad? —Intento intervenir para protestar, pero no me deja—. En un instante llegará la enfermera y dos enfermeros más. Le vamos a sacar de la cama y le vamos a poner a andar por el pasillo. Consentiré que haga el paripé durante los primeros pasos. Podrá usted agarrarse al pasamanos cuando le suelten, pero después de que camine algo, va usted a soltarse, comenzará a andar por sus propios medios y dejará de fingir. Y lo va a hacer porque en caso contrario, tendrá que quedarse unos días más, pero sin la morfina que metabolizas con la codeína. Entonces veremos a ver qué tal se le dan estas vacaciones. He sido claro, ¿verdad?
Ha repetido la misma coletilla un par de veces. Lo de la claridad y la verdad debe tenerlo bien incrustado en su jodida cabeza, pero no creo que tenga muchas alternativas, así que asiento sin decir ni una puñetera palabra.
El doctor sale a esperar que regresen los enfermeros y entonces noto una sombra a mi lado. Se ríe, lo oigo perfectamente, pero lucho por evitar mirarlo. Al final giro la cabeza y lo tengo ahí, a mi lado, de pie junto a la cama.
—Joder, esto es un médico con dos cojones —me dice el cabrón—. Te ha dejado seco. No has sido capaz de replicarle nada. A mí me contestas y me insultas. Voy a tener que copiar su actitud.
Vuelve a reírse. Le miro con odio, con todo el odio que soy capaz de sentir. Pero me callo, no quiero darle la satisfacción de insultarle o de quejarme. No sé cuánto aguantaré, pero lo voy a intentar de nuevo. Joder, soy débil y sé que tardaré poco en caer en su trampa. Enrabieto cabreado conmigo mismo, pero sé que tengo que hacer ese esfuerzo. No puede ser de otra forma.
El médico entra flanqueado por dos enfermeros. Entreveo a la enfermera en el umbral de la puerta.
—Sacadle a pasear —les dice sonriendo—. Supongo que estarás deseando, ¿verdad?
Foto de origen desconocido.
Mérida a 10 de enero de 2021.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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