Se levantó, pero no había luces, ni ruidos, ni regalos. Se levantó porque tenía hambre, o frío, o miedo, tanto da. Se levantó porque estaba solo. No había nadie esperándole, nadie buscándole, nadie junto a él. Se levantó porque ya no podía seguir durmiendo. El frío le helaba el cuerpo y el corazón, y su cabeza ya no encontraba en la suerte de almohada que le acompañaba desde hacía años el descanso que deseaba merecer. Habían sido demasiadas cosas las que había hecho. Reflexionando, muchas de ellas ahora le causaban pavor y se arrepentía —sí que se arrepentía— de haberlas hecho, aunque sabía que eso ya no servía para nada, ni tan siquiera le tranquilizaba a él mismo su arrepentimiento. No podía encontrar la paz que cualquiera hubiera deseado porque esa paz no existía para él.
Compró hacía unos años con lo poco que le quedaba una furgoneta de segunda mano y la convirtió en su casa. Él, que había vivido en grandes mansiones con decenas de sirvientes, tomó ciertas decisiones equivocadas y su vida cambió. Sin embargo, tras algún tiempo durmiendo en la colchoneta que encajaba ajustada en la zona de carga de su vehículo, comenzó a comprender que no era eso precisamente lo que más le afectaba. El dinero había sido su sino, pero ahora había comprendido, no sin sorprenderse, que podía vivir sin él, bueno, más bien comprendió que no necesitaba tanto. Lo que más le afectaba —lo había pensado y sufrido una vez desenmascarado— era cuán terrible había sido su comportamiento con los que le rodeaban —entre los que se atrevería a decir que algunos incluso le estimaban y otros, muy pocos, la verdad, le querían—. Su codicia a la hora de agrandar su fortuna le había convertido en un auténtico monstruo —así se reconocía ahora— y tiempo después, en la soledad de su nuevo hogar, cuando ya no se veía como ese terrible ser que había sido, sufría con espanto el daño que había causado a muchos. Ese había sido el verdadero problema: el dolor que había provocado en propios y extraños —más de los últimos que de los primeros— cuando les arrebataba lo que tenían para transformarlo en cifras cada vez más grandes de su cuenta bancaria sin pensar que eso terminaba con las esperanzas e ilusiones de todos ellos.
Al principio, cuando se vio sumido en su nueva realidad y comenzó a reflexionar sobre qué había hecho en su vida, quiso comprender que aquello que expoliaba a los demás era solo dinero, y que si lo perdía no había excesivas consecuencias, como le había ocurrido a él mismo por más que le fastidiase su ausencia de comodidad. Así que no sintió más que eso: fastidio. Pero pronto comprendió que la realidad no era tan simple como había querido hacerse ver para aliviar su posible sufrimiento. El dinero, en la sociedad que él conocía, se había convertido en el instrumento que servía para lograrlo todo, prácticamente todo. Ese era el error. Por lo tanto, lo cierto era que, si se lo arrebataba a alguien de la forma que fuese, ese alguien perdía muchas de sus expectativas, de sus ilusiones, de sus sueños y eso terminaba, en cierto modo, con su vida. Él había estado provocando durante gran parte de su vida eso en la gente y ahora, cuando había comprendido esto, su conciencia no se lo perdonaba.
Llevaba algún tiempo malviviendo cuando concluyó que estaba equivocado en sus apreciaciones. Comprendió que el error no era haber estado robando a los demás —por muy legales que pudieran haber sido sus métodos—. Eso, evidentemente, había estado mal —siempre pensó que el término resultaba pueril, pero no por ello menos cierto—, pero el problema era que la sociedad había terminado construyendo en torno al dinero la vida de los seres humanos y aquello, que no era intrínseco a las personas —solía pensar que nos niños no nacen con billetes bajo el brazo— se había transformado en una imperiosa necesidad para la sociedad, tal que, sin él, sus miembros no podían alcanzar la felicidad. Ahora él no era feliz, lo sabía, pero creía poder llegar a serlo. Entendía que nunca podría resarcirse con aquellos a los que había provocado sufrimiento por más que lo intentase. Eran tantos, tantos, que le resultaría imposible reparar el daño causado, siquiera en parte a unos pocos —además de que no sabía el nombre de la mayoría— en lo que le quedaba de vida.
A pesar de ello, quiso centrarse en sí mismo. Pensó que ahora que él había sufrido en sus carnes aquello que les hizo a muchos, debía buscar el camino para suprimir su dependencia del dinero. Y creía haberlo encontrado. Lo necesitaba, eso lo tenía claro, pero no buscaba amasarlo, tenerlo por el mero hecho de tenerlo. Solo se esforzaba en lograr tener lo mínimo para poder subsistir, pero precisamente ese era el problema: lo seguía necesitando, aunque solo fuera para subsistir. Finalmente desistió, no le quedó más remedio. La realidad era tozuda y él no podía con ella. El dinero era necesario incluso para lo más básico que alguien pudiera querer. Era necesario para vivir. Así que, como él ya no lo tenía, desesperó.
Cuando logró ponerse en pie dentro de la furgoneta —su edad había convertido sus huesos en un amasijo oxidado e inútil, miró a través de la luna delantera del coche— todavía era de noche, pero había muchas luces, tantas que tuvo que entornar los ojos hasta acostumbrarse a ellas y entonces distinguió aquello que le había cegado. Se trataba de un grupo de niños acompañados de mayores con linternas, muy abrigados todos ellos, que se dirigían a su furgoneta. Se colocaron alrededor de ella en un círculo casi perfecto. Estaba asustado, realmente asustado, pensaba que era la reacción del vecindario donde, como casi siempre le pasaba cuando aparcaba durante un tiempo en un barrio, sus vecinos terminaban por invitarle amablemente —o no tanto— a marcharse. Aquí llevaba ya algún tiempo, mendigaba por las mañanas y con lo que sacaba iba tirando. En las tardes soleadas sacaba una silla que colocaba en un parquecito y se ponía a leer. Eso solía terminar molestando a la gente —no sabía muy bien por qué—. El caso es que cuando todos se había colocado alrededor apagaron las luces. Amanecía ya. Y comenzaron a cantar, sí, cantaban. Era una canción alegre, jovial, tanto que decidió abrir la puerta trasera de la furgoneta para poder escuchar mejor las canciones que le estaban ofreciendo. Uno de los niños se acercó y le tendió la mano. Bajó y se unió a ellos. Reanudaron su camino y prosiguieron cantando mientras recorrían las calles del barrio. La gente, cuando los oían llegar, salía y escuchaba, otros se unían. «Ahora —pensó— no necesito el dinero».
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En Isla Cristina a 7 de agosto de 2016 y Covilha a 20 de diciembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
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