—¿Cómo se encuentra?
Es la enfermera de antes, pero la verdad es que no sé cuánto tiempo es antes ni sé cuánto tiempo lleva aquí, en la habitación, mirándome, así que pregunto:
—Me durmieron, ¿verdad? —Dirijo inquieto mi mirada a mi alrededor, aunque casi no quiero mirar en realidad porque no quiero ver lo que intuyo que veré. Necesito algo de paz, algo de calma. Tengo la sensación de que no he dormido en años. Debo tener unas ojeras terribles.
—Sí, estaba muy intranquilo, alterado. El doctor consideró necesario suministrarlo un tranquilizante. Ha estado monitorizado durante mucho tiempo después del accidente. Es normal el episodio que ha sufrido. ¿Se encuentra bien ahora?
—Parece que sí. —Dirijo mi mirada a la enfermera, tras finalizar la ronda por la habitación. La persiana está echada y la luz encendida—. ¿Es de noche? —pregunto curioso. En realidad, no es algo que realmente me importe. Supongo que es una forma de retener a la chica. Tengo miedo de que se vaya y regresen mis pesadillas. Por un momento me siento bien. Es la primera vez que me refiero a mi visitante como una pesadilla. Parece que he conseguido que vuelva al mundo de los sueños de donde nunca debería haber salido. Supongo que eso significa que estoy limpio. Hace tanto tiempo que no me siento así que casi me entran ganas de llorar.
—Bueno, es tarde ya, comienza a anochecer. ¿Tiene usted hambre? La hora de la cena está cerca y el doctor me ha pedido que compruebe si tiene apetito. Considera que ya puede tomar alimento sólido si se encuentra con ánimo para hacerlo.
La miro sonriendo:
—Me tomaría un inmenso filete con patatas, —solo decirlo ha provocado que salive. La verdad es que tengo mucha hambre y la boca seca—. ¿Podría tomar un vaso de agua, señorita?
—Claro, lo tiene ahí al lado en la mesilla.
Me giro levemente, con un gran dolor en el costado que me obliga a cerrar los ojos. Cuando me acostumbro al sufrimiento, los abro para poder alcanzar el vaso y ahí está. Mi jodido yo. Sonriendo, sentado en el sillón del acompañante. Juraría que hace un momento no estaba, justo cuando inspeccioné la habitación. Todos mis temores regresan de golpe. Comienzo a sudar y a dudar de mi cordura. Con un gran esfuerzo mental me contengo e intento ignorar su visión. Cojo el vaso, recupero mi posición tumbada y le indico a la enfermera, con toda la amabilidad que puedo ofrecer, que me ayude a incorporarme para beber. Lo hace con gesto amable, profesional. Debe estar muy acostumbrada a tratar con todo tipo de pacientes. Cuando me incorporo y termino de beber no sin gran dificultad y con algo de tos. Le doy las gracias y le pido disculpas por mi comportamiento de antes.
—No se preocupe, no importa. Si necesita algo más, solo tiene que pulsar el llamador.
—Sí, sí, mire…, —le digo precipitadamente y procuro una pausa que me permita encontrar la excusa que necesito para que se quede un rato más y así evitar enfrentarme a mis miedos.
Ella se detiene ya en el umbral de la puerta. Me mira, sonríe y me hace un gesto con la cabeza que me da a entender que le pida lo que necesito.
—Mire, necesito… Verá, es que necesito…
—¿Tiene usted que orinar?, —me pregunta sin el menor atisbo de vergüenza o timidez. Es sorprendente cómo algo que puede resultar violento para alguien para otra persona carece de importancia.
—Sí, sí, eso es… —En realidad no era eso, pero me sirve.
—Tiene usted una sonda. Puede utilizarla cada vez que quiera. Supongo que podremos quitársela cuando el doctor compruebe que se encuentra en buen estado. Antes no es posible. Sé que puede resultarle algo incómodo, pero debe acostumbrarse. Seguramente mañana por la mañana podamos sustraerla.
—Gracias… Mire, la verdad es que tengo miedo. No quiero que se vaya. ¿Puede usted hacerme compañía?
Según iba pronunciando cada palabra de estas últimas frases, noto como una maldita sombra se mueve a mi izquierda. Percibo como se levanta, se incorpora, comienza a andar hasta colocarse a los pies de mi cama. No quiero mirar. Sigo dirigiéndome a la enfermera, aunque ya sin palabras. Quiero darle toda la pena que pueda para ver si se apiada de mí y se queda un rato más. No necesito su compañía, solo quiero que esté aquí para evitar lo inevitable.
—No se preocupe, aquí está seguro y si necesita algo, ya sabe, puede llamarme…
Se ha ido, joder, se ha ido. Yo sigo mirando a la puerta, aunque noto la presencia de mi propio yo frente a mí, a mis pies. Está riéndose. Joder, se ríe de mí.
—Casi consigues convencerla, —me dice el muy cabrón entre risas.
Intentaré ignorarle, haré como que no está aquí, como que no existe. No podré evitar oírle, pero tal vez se vaya si consigo no dirigirle ni una sola palabra, ni una sola mirada.
—¿Crees que serás capaz?
A qué coño se referirá…
—Crees que serás capaz, —insiste—. ¿Podrás seguir ignorándome durante mucho más tiempo? Sabes que no, saltarás en cualquier instante. Lo harás con un insulto de mierda porque eso es lo que eras: un mierda. Nada más que eso.
Está intentando provocarme, no debo responderle. No debo.
—No me hagas reír. Antes de que llegue tu cena estarás llenando tu boca de insultos e improperios contra mí. Al menos, parece que has terminado de darte cuenta de que son contra ti. Todo el odio que guardas en tu interior y que me escupes por la boca es contra ti. Eso es bueno. —Se ríe de nuevo—. Está bien, parece que estamos haciendo progresos. Veremos cuánto te dura. Si no quieres que hablemos, puedo esperar. No tengo ninguna prisa. En breve te darán el alta. Tal vez sea mejor que prosigamos nuestro encuentro en casa. Aunque no creas que voy a dejarte solo, aquí, en esta triste habitación de hospital. Estaré a tu lado en cada momento, en especial cuando te sientas más abatido. No quiero que te deprimas.
—Eres tú el que me deprimes, joder. —No soy capaz de aguantar su perorata sobre mí y sobre cuánto me conoce y sobre qué voy a hacer y cómo lo voy a hacer y por qué lo voy a hacer. —Olvídame, coño, olvídame… —
No he podido ignorarle ni un minuto, —pienso irritado, cabreado conmigo mismo—. Se me saltan las lágrimas con la última frase. Mi desesperación es total. De repente veo algo de luz, justo igual que cuando decidí estamparme con el coche frente al árbol, pero entonces cometí un error. Quise ser yo el que sobreviviese, ese fue el problema, ese fue el fallo que cometí. No es él el que tiene que desaparecer, soy yo.
—No eres capaz, no eres lo suficientemente valiente como para hacer algo así. Sabes que eres un cobarde, siempre lo has sido, siempre lo serás.
Le miro con tanto odio que, si pudiera, ahora mismo lo mataba con mis propias manos. Intento incorporarme, pero el dolor me frena. Apenas soy capaz de alargar los brazos para salir de la cama. Todo me duele. Pero, sobre todo, lo que acaba de decir, porque en el fondo sé que es verdad. Es la puta verdad.
Entonces regresa la enfermera con un carrito en el que lleva mi bandeja de comida.
Foto de origen desconocido.
Mérida a 27 de diciembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
https://encabecera.blogspot.com.es/